En el armario reinaba la misma oscuridad que la primera vez que entré en él, pero ahora que conocía la existencia de los tinieblos, las sombras me parecieron aún más compactas y gélidas que antes. Imposible encontrar una oscuridad más densa que aquélla. Antes de que las ciudades eliminaran por completo la oscuridad de la faz de la Tierra mediante farolas, luces de neón y escaparates, en el mundo debían de reinar tinieblas tan profundas como aquéllas, tanto que cortaban la respiración.
Ella bajó la escalera primero. Con el dispositivo para ahuyentar a los tinieblos en el fondo del bolsillo, una gran linterna colgada en bandolera y haciendo chirriar la suela de goma de sus botas, la joven descendió con presteza hacia lo más profundo de las sombras. Poco después, mezclada con el rugido de la corriente, oí su voz que me llamaba desde el fondo:
—¡Vale! Ya puedes bajar.
Vi una luz amarillenta que temblaba a lo lejos. El abismo era mucho más profundo de lo que recordaba. Me embutí la linterna en el bolsillo y empecé a bajar la escalera. Los peldaños seguían tan mojados como antes y, si no se prestaba atención, era muy fácil perder pie y caerse. Mientras bajaba me acordé de la pareja del Skyline y de la música de Duran Duran. Ellos no lo sabían. No sabían que yo estaba descendiendo hacia el fondo de las tinieblas con una herida en el abdomen y con una linterna y un cuchillo grande en el bolsillo. Ellos sólo pensaban en la cifra que marcaba el velocímetro, en sus expectativas de sexo, en los recuerdos y en las insípidas canciones pop que subían y bajaban en el ranking musical. Claro que yo no podía criticarlos. Lo único que pasaba era que ellos no lo sabían. Sólo eso.
Yo mismo, de ignorar la situación, me ahorraría todo aquello. Me imaginé al volante del Skyline, con aquella chica a mi lado, recorriendo la ciudad envueltos en la música de Duran Duran. La chica, cuando hacía el amor, ¿se quitaría aquel par de delgados brazaletes de plata de la muñeca? «¡Ojalá no!», me dije. Si, una vez desnuda, los conservaba, debía de parecer que los dos brazaletes de plata formaban parte de su cuerpo.
Pero, muy probablemente, se desprendería de ellos. Porque las chicas, cuando se duchan, acostumbran a quitárselo todo. Vamos, que tenía que hacer el amor con ella antes de que se duchara. ¿Y si le pidiese que no se quitara los brazaletes? No sabía cuál de las dos opciones escoger; en todo caso, debía intentar hacer el amor con ella con los brazaletes puestos. Era esencial.
Me imaginé haciendo el amor con ella con los brazaletes puestos. Como no lograba recordar su rostro, opté por bajar la intensidad de la luz de la habitación. Estábamos a oscuras y no distinguía sus facciones. Una vez que le hubiese quitado la fina y elegante ropa interior de color lila, blanco o azul celeste, los brazaletes se convertirían en su único atuendo. Y lanzarían blancos destellos bajo la luz tenue, y dejarían oír su agradable tintineo sobre las sábanas, y…
Absorto en estas fantasías, sentí cómo mi pene se endurecía bajo el impermeable. «¡Esto es el colmo!», me dije. ¿Por qué tenía una erección precisamente en ese momento, en un lugar como aquél? ¿Por qué no lo había conseguido en la cama, con la bibliotecaria —la chica de la dilatación gástrica—, y sí colgado de una escalera absurda? ¿Sólo por un par de brazaletes de plata? Y, para colmo, cuando el mundo estaba a punto de llegar a su fin.
Cuando mis pies se posaron sobre la plataforma rocosa, ella dirigió el haz de luz de la linterna hacia las sombras.
—¡Anda! Pues es verdad que los tinieblos merodean por aquí —dijo—. Se oye el ruido.
—¿El ruido? —repetí.
—Una especie de golpecitos. Como si unas branquias dieran contra el suelo. Es muy débil, pero se oye. Y, además, está el olor.
Agucé el oído, husmeé en el aire, pero no capté nada.
—Si no estás habituado, se te pasa por alto —dijo—. Pero cuando te habitúas, incluso llegas a distinguir sus voces. Bueno, más que voces, son ondas sonoras. Como las de los murciélagos, ¿sabes? Aunque, a diferencia de las de los murciélagos, una parte de esas ondas son audibles para el ser humano y, por lo tanto, no es imposible comunicarse con ellos.
—Pero, si dices que no hablan, ¿cómo han logrado los semióticos ponerse en contacto con ellos?
—Si se quiere, se pueden construir máquinas. Unos aparatos que conviertan sus ondas sonoras en palabras y las voces de los seres humanos en ondas sonoras. Tal vez los semióticos hayan construido una máquina así. Mi abuelo, de haberlo querido, hubiese podido construir una sin problemas. Pero ni siquiera lo intentó.
—¿Por qué?
—Porque no quería hablar con ellos. Los tinieblos son criaturas perversas y dicen maldades. Sólo comen carne descompuesta y basura putrefacta, y beben agua corrompida. Antiguamente, vivían debajo de los cementerios y se alimentaban de la carne pútrida de los cadáveres. Antes de que se empezara a incinerar a los muertos, claro.
—Entonces, ¿no se comen a los vivos?
—Cuando atrapan a una persona viva, la tienen metida muchos días en agua y se la van comiendo conforme se va descomponiendo.
—¡Lo que me faltaba por oír! —dije lanzando un suspiro—. Me están entrando ganas de volverme a casa.
No obstante, proseguimos nuestro camino río arriba. Ella me precedía. Al dirigir el haz de luz a su espalda, veía cómo sus pendientes de oro, del tamaño de un sello, relucían vivamente.
—Esos pendientes, ¿no son un poco pesados para llevarlos siempre puestos? —le dije, dirigiéndome a su espalda.
—Estoy acostumbrada —respondió—. ¿Y el pene? ¿Has sentido tú alguna vez que te pese el pene?
—La verdad es que no. Nunca.
—Pues es lo mismo.
Seguimos andando, sin añadir nada más. Ella parecía conocer muy bien el terreno y avanzaba a buen ritmo mientras barría los alrededores con la luz de la linterna. Yo la seguía a duras penas, dando un paso tras otro con precaución.
—Oye, cuando te duchas o te bañas, ¿te quitas los pendientes? —le pregunté para no quedarme atrás. Porque, cuando hablaba, ella aminoraba un poco la marcha.
—No —respondió—. Aunque esté desnuda, me los dejo puestos. ¿No crees que así es más sexy?
—Pues… —respondí, atolondrado, ahora que lo dices, quizá sí.
—Y el amor, ¿tú siempre lo haces por delante? ¿Frente a frente?
—Normalmente, sí.
—Pero también lo harás a veces por detrás, ¿no?
—A veces.
—Además de ésas, hay un montón de posiciones diferentes, ¿verdad? Desde abajo, sentados, en una silla…
—Es que hay diferentes tipos de personas, y también circunstancias diferentes.
—Yo de sexo no sé mucho, ¿sabes? —confesó—. No he visto nunca cómo se hace, y tampoco lo he hecho nunca. A mí nadie me ha enseñado nada sobre eso.
—Esas cosas no se enseñan, uno las descubre por sí mismo —dije—. Cuando tengas novio y te acuestes con él, irás aprendiendo muchas cosas de forma natural.
—Esa idea no me entusiasma, la verdad —dijo—. A mí me gustan las cosas, ¿cómo lo diría?…, más intensas. Que me lo hagan de una manera más intensa, aceptarlo de una manera más intensa. No ese «irás aprendiendo muchas cosas» o ese «de forma natural» de los que hablas.
—Mira, has vivido demasiado tiempo con una persona mucho mayor que tú. Un hombre genial, con una personalidad muy fuerte. Pero no todo el mundo es así. La mayoría de la gente son seres normales y corrientes que andan a tientas en la oscuridad. Como yo.
—Tú eres diferente. Contigo estaría muy bien. Ya te lo dije el otro día, ¿no?
En todo caso, decidí alejar de mi mente todas las imágenes sexuales. Mi pene seguía erecto y, entre aquellas negras sombras del subterráneo, la verdad es que estaba un poco fuera de lugar. Sobre todo porque era difícil caminar de aquella manera.
—O sea, que ese aparato emite unas ondas sonoras que los tinieblos detestan —dije para cambiar de tema.
—Sí. Mientras sigamos emitiéndolas, no se nos acercarán en un radio de quince metros. O sea, que tú no te alejes más de quince metros de mí. A no ser que quieras que te cojan, te lleven a su guarida, te cuelguen en un pozo y te vayan comiendo a medida que te vayas pudriendo. Juraría que tú empezarías a descomponerte por la herida de la barriga. Ellos tienen unos dientes y unas uñas muy afilados, ¿sabes? Igual que una hilera de taladros gruesos.
Al oírla, me pegué corriendo a su espalda.
—¿Todavía te duele la herida? —me preguntó.
—Gracias a los calmantes, el dolor es soportable. Al hacer movimientos bruscos, noto pinchazos, pero me duele menos que antes —respondí.
—Si logramos encontrar a mi abuelo, él hará que te desaparezca el dolor.
—¿Tu abuelo? ¿Y cómo?
—Es muy fácil. A mí me lo ha hecho varias veces, cuando me dolía mucho la cabeza. Envía unas señales a la mente para que ésta se olvide de sentir el dolor; en realidad, el dolor es un mensaje que envía el cuerpo. Pero es mejor no abusar de ese remedio. Aunque, en casos extremos, funciona.
—Pues se lo agradecería mucho.
—Eso si logramos encontrarlo, claro —dijo la chica.
Ella remontaba el curso de la corriente a paso seguro, balanceando la potente linterna de derecha a izquierda. Las paredes de ambos lados estaban llenas de una especie de hendiduras en la roca, y unos ramales, o cavernas siniestras, abrían sus bocas, unas junto a las otras. El agua rezumaba a través de las grietas rocosas formando pequeñas corrientes que desembocaban en el río. En los bordes del cauce principal crecía una tupida alfombra de musgo, viscosa y resbaladiza como el lodo. El musgo era de un color verde tan vivo que parecía artificial. Era incomprensible que un musgo de subsuelo, que no podía hacer la fotosíntesis, tuviera aquel color. Debía de tratarse de un fenómeno propio de las profundidades.
—Dime, ¿crees que los tinieblos saben que andamos por aquí?
—Por supuesto —contestó, impertérrita—. Este es su mundo. A ellos no se les escapa nada de lo que sucede en el subsuelo. Seguro que ahora mismo están a nuestro alrededor, acechándonos. Oigo desde hace rato una especie de siseo.
Dirigí el haz de luz de mi linterna hacia las paredes, pero lo único que vi fueron las rocas ásperas y deformes, y el musgo.
—Están escondidos en el fondo de las grutas o de los ramales, entre las sombras, allá donde no llega la luz —afirmó—. Además, sin duda tenemos a algunos a nuestras espaldas.
—¿Cuánto tiempo lleva el emisor encendido? —pregunté.
Tras consultar su reloj de pulsera, la joven dijo:
—Diez minutos. Diez minutos y veinte segundos. Dentro de cinco minutos llegaremos a la cascada. Tranquilo.
Exactamente cinco minutos después, llegamos a la cascada. El dispositivo de eliminación del sonido debía de funcionar todavía, porque el rugido de la cascada apenas se oía.
Nos calamos la capucha en la cabeza, nos apretamos fuertemente el cordón bajo la barbilla, nos pusimos las aparatosas gafas y atravesamos la cascada insonora.
—¡Qué raro! —se sorprendió la chica—. El dispositivo de eliminación del sonido funciona, lo que significa que el laboratorio no ha sido destruido. Y si lo hubiesen atacado los tinieblos, lo habrían arrasado. Odian el laboratorio con todas sus fuerzas.
El hecho de que la puerta del laboratorio estuviera cerrada con el código confirmó sus suposiciones. Si los tinieblos hubiesen entrado, seguro que no habrían cerrado al salir. Los asaltantes habían sido otros.
Invirtió bastante tiempo en marcar los números de la combinación de la cerradura. Finalmente, insertó la tarjeta electrónica y abrió la puerta. El laboratorio estaba a oscuras, hacía mucho frío, y un fuerte olor a café flotaba por la estancia. Cerró rápidamente la puerta y, tras comprobar que la puerta no podía abrirse desde fuera, le dio a un interruptor y encendió la luz de la habitación.
El laboratorio había sufrido una devastación tan completa como la del despacho de arriba o como mi propia casa. Habían dispersado los papeles por el suelo, volcado los muebles, roto la vajilla. Además, habían arrancado la moqueta del suelo y habían volcado la cantidad equivalente a un cubo de café por encima. ¿Por qué habría preparado el profesor tanto café? Era muy extraño. Por más que le gustara, era imposible que una persona sola pudiera beber tal cantidad.
Con todo, entre la destrucción del laboratorio y las otras dos, había una diferencia fundamental. En el laboratorio, los asaltantes habían establecido una distinción muy clara entre lo que querían destruir y lo que no. Lo que querían romper, lo habían roto a conciencia, pero lo demás ni lo habían tocado. El ordenador, el aparato transmisor, el dispositivo de eliminación del sonido y la instalación generadora de electricidad estaban intactos, y bastaba apretar un botón para que funcionaran sin problemas. Al gran aparato emisor de ondas sonoras para repeler a los tinieblos le habían arrancado, a fin de inutilizarlo, algunas piezas; aun así, en cuanto se instalaran otras de recambio, podría funcionar de nuevo.
La habitación del fondo ofrecía un aspecto similar. A primera vista, se encontraba en un estado de caos irreparable, pero éste parecía calculado con gran detenimiento. Los cráneos alineados en las estanterías se habían librado de la destrucción, al igual que el instrumental necesario para la investigación. Únicamente habían destrozado aparatos no excesivamente caros, fáciles de reemplazar, y algún material para los experimentos.
La joven se dirigió hacia la caja de caudales de la pared y la abrió para inspeccionar su interior. No estaba cerrada con ningún código. Con ambas manos, sacó puñados de ceniza blanca, restos de papeles quemados, y la esparció por encima de la mesa.
—Por lo visto, el dispositivo de emergencia de incineración automática ha funcionado bien —dijo—. Esa gentuza no ha podido llevarse nada.
—¿Quiénes crees que han sido?
—Han sido humanos —contestó—. Los semióticos, o tal vez otros, han llegado hasta aquí con la complicidad de los tinieblos y han abierto la puerta. En el laboratorio sólo han penetrado los humanos y lo han puesto patas arriba. Y para poder utilizar después el laboratorio (juraría que porque planean obligar a mi abuelo a proseguir aquí sus investigaciones), no han estropeado los aparatos importantes. Al marcharse, han cerrado para evitar que los tinieblos entraran y lo arrasaran todo.
—Pero no han conseguido apoderarse de nada de valor.
—No.
—En cambio, se han llevado a tu abuelo —dije echando una mirada circular a la habitación—, que es lo más valioso que había aquí, ¿no te parece? Por culpa de eso, yo seguiré sin saber qué me instaló el profesor en el cerebro. No sé qué hacer.
—No te precipites —me calmó la joven—. A mi abuelo no lo han cogido. Tranquilo. Hay un pasadizo secreto, seguro que ha huido por ahí. Con un aparato para ahuyentar a los tinieblos, como nosotros.
—¿Y cómo lo sabes?
—No tengo pruebas, pero lo sé. Mi abuelo es una persona extraordinariamente precavida, no se dejaría atrapar tan fácilmente. Mientras estaban forzando la puerta, seguro que huyó por el pasadizo.
—Entonces, en estos momentos, el profesor está arriba, sano y salvo.
—No —dijo la joven—. No es tan fácil. El pasadizo es una especie de laberinto que pasa por el centro de la guarida de los tinieblos y, desde aquí, por más rápido que vayas, se tarda unas cinco horas en recorrerlo. Teniendo en cuenta que el aparato para repeler a los tinieblos dura media hora, lo más seguro es que mi abuelo esté todavía en el pasadizo.
—O que haya caído en manos de los tinieblos.
—No lo creo. Mi abuelo, en previsión de situaciones como ésta, construyó un refugio de seguridad subterráneo al que los tinieblos no pueden acercarse. Probablemente esté allí, escondido, esperándonos.
—Pues sí, muy precavido —reconocí—. ¿Y tú sabes dónde está ese sitio?
—Creo que sí. Mi abuelo me explicó el camino con pelos y señales. Además, en la agenda hay dibujado un plano esquemático, con los puntos peligrosos por donde tenemos que andarnos con mucho cuidado.
—¿Y qué peligros son ésos?
—Es mejor que no te los diga —dijo la joven—. Me da la impresión de que te pondrías demasiado nervioso.
Con un suspiro, renuncié a seguir preguntando sobre los peligros que se cernirían sobre mí en un futuro inmediato. Ya estaba lo bastante nervioso.
—¿Y cuánto se tarda en llegar a ese refugio adonde no pueden acercarse los tinieblos?
—Se tarda de veinticinco a treinta minutos en alcanzar la entrada. Desde allí hasta donde está mi abuelo, se tarda de hora a hora y media. En cuanto alcancemos la entrada, ya no tendremos que preocuparnos más de los tinieblos. El problema está en llegar allí. Si no avanzamos lo suficientemente rápido, se nos agotará la batería.
—¿Y si se nos agotara la batería a medio camino?
—Entonces tendríamos que encomendarnos a la suerte —dijo la joven—. Habría que huir a toda prisa, y agitar la luz de las linternas a nuestro alrededor para que no se nos acerquen los tinieblos. Odian que les dé la luz. Pero sólo con que nos descuidásemos un segundo y encontraran el mínimo resquicio en la luz, meterían la mano por ahí y nos agarrarían.
—¡Estamos apañados! —dije con voz desfallecida—. ¿Ya se ha cargado la batería?
Miró el contador y echó una ojeada a su reloj de pulsera.
—Faltan cinco minutos.
—Será mejor que nos apresuremos —dije—. Si mis suposiciones son correctas, los tinieblos ya deben de haber avisado a los semióticos de que estamos aquí y ellos deben de haber dado marcha atrás inmediatamente.
Se quitó el impermeable y las botas de goma, y se puso las zapatillas de deporte y la chaqueta del ejército americano.
—Será mejor que tú también te cambies. A partir de ahora, si no vamos ligeros, no llegaremos —dijo.
Me quité el impermeable, como ella, y encima del jersey me puse el anorak de nailon y me abroché la cremallera hasta debajo de la barbilla. Me cargué la mochila a la espalda y me cambié las botas de goma por unas zapatillas de deporte. El reloj marcaba casi las doce y media.
La joven se dirigió a la habitación del fondo, arrojó las perchas del armario al suelo, agarró con las dos manos la barra de acero de donde colgaban las perchas y empezó a hacerla rodar. Al poco, se oyó el ruido de un engranaje en funcionamiento. Ella siguió haciendo rodar la barra, siempre en el mismo sentido, y entonces en la pared del armario, abajo, a la derecha, se abrió un agujero de unos setenta centímetros de alto. Al asomarme, vi unas sombras tan densas que daba la impresión de que podían cogerse con las manos. Percibí un viento helado, con olor a moho, que soplaba hacia el interior de la habitación.
—No está mal, ¿eh? —dijo la joven volviéndose hacia mí sin soltar la barra.
—Nada mal —me admiré—. A nadie se le ocurriría buscar un pasadizo dentro de un armario. Tu abuelo es un poco obseso, ¿no?
—No, en absoluto. Un obseso es alguien que se obstina en mirar en una sola dirección, o que tiene una única tendencia, ¿no? Mi abuelo, por el contrario, sobresale en todos los ámbitos. Desde la astronomía hasta la genética y también en la carpintería, claro —dijo—. Nadie lo iguala. Hay mucha gente que sale en la televisión o en las revistas presumiendo, pero ésos son unos fantasmas. Un verdadero genio se nutre de todo lo que existe en el mundo.
—De acuerdo, pero aunque uno sea un genio, los que te rodean no lo son, e intentarán utilizar su talento. Ya ves lo que está ocurriendo ahora. Seas una lumbrera o un imbécil, no puedes permanecer aislado en un mundo virgen, al margen de los demás. Aunque te encierres bajo el suelo, aunque te rodees de altas murallas. Siempre habrá alguien que te encuentre y destruya tu mundo. Y tu abuelo no es una excepción. Por su culpa, a mí me han rajado la barriga de un navajazo y el mundo se va a acabar dentro de poco más de treinta y cinco horas.
—Si encontramos a mi abuelo, todo se solucionará —dijo.
Se acercó a mí, se puso de puntillas y me dio un pequeño beso bajo el lóbulo de la oreja. Su beso me caldeó un poco el cuerpo, incluso me pareció que la herida me dolía un poco menos. Quizá debajo de la oreja haya un punto específico que produzca este efecto. O quizá se debía a que hacía mucho tiempo que no me besaba una chica de diecisiete años. Porque ya habían transcurrido dieciocho años desde la última vez que me había besado una chica de esa edad.
—Si crees que todo va a salir bien, entonces se te quita el miedo, ¿sabes? —dijo.
—Con la edad, uno cree cada vez en menos cosas —dije—. Igual que se van gastando los dientes. No es que uno se vaya volviendo un cínico o un escéptico, no, simplemente uno se va gastando. Y ya está.
—¿Tienes miedo?
—Sí —dije. Me incliné y me asomé otra vez al agujero—. Nunca he podido soportar los sitios angostos y oscuros.
—No podemos retroceder. No tenemos otra opción que seguir adelante.
—Claro. Ésa es la teoría —dije. Empezaba a sentir que mi cuerpo ya no me pertenecía. En el instituto, cuando jugaba al baloncesto, a veces me asaltaba esta sensación. Cuando la pelota iba demasiado deprisa y mi cuerpo intentaba alcanzarla, mi conciencia se iba quedando atrás.
La joven tenía los ojos clavados en el contador. Poco después, dijo:
—Vamos.
La batería ya estaba cargada.
Igual que antes, la joven se puso en cabeza y yo la seguí. Tras penetrar en el agujero, se volvió y cerró la puerta haciendo girar una rueda que había junto a la boca de entrada. Conforme la puerta se iba cerrando, el rectángulo de luz que penetraba en el interior del agujero se fue haciendo paulatinamente más delgado hasta que, al fin, se convirtió en un hilo vertical y desapareció. Reinó una oscuridad todavía más compacta que antes, y sentí cómo las sombras más densas que había visto jamás caían sobre mí. Ni siquiera la luz de la linterna conseguía rasgarlas y se limitaba a proyectar un débil puntito de luz.
—No lo entiendo. ¿Cómo es que a tu abuelo se le ocurrió elegir un pasadizo que cruza el centro de la guarida de los tinieblos?
—Porque es el lugar más seguro —dijo la joven iluminándome con su linterna—. Ahí hay un territorio sagrado donde no pueden penetrar.
—¿Por razones religiosas?
—Sí, creo que sí. Yo no lo he visto nunca, pero mi abuelo me lo contó. Me dijo que era espeluznante hablar de fe en estos casos, pero que se trataba de una especie de religión, sin duda alguna. Su dios es un pez. Un enorme pez sin ojos. —Tras pronunciar estas palabras, dirigió el haz de luz hacia delante—. Y ahora, sigamos. Tenemos poco tiempo.
El techo de la gruta era tan bajo que había que inclinarse mucho para avanzar. Aunque la superficie rocosa era lisa y resbaladiza, de vez en cuando me golpeaba la cabeza con alguna roca que sobresalía. Pero no tenía tiempo de quejarme. Caminaba como un auténtico poseso, manteniendo el haz de luz clavado en la espalda de la joven para no perderla de vista. Para lo gruesa que estaba, sus movimientos eran muy ágiles, su paso rápido, y poseía una notable capacidad de aguante. Yo también era bastante fuerte, pero andar encorvado me producía punzadas en el abdomen. Me dolía como si me clavaran una cuña de hielo en el vientre. La camisa, empapada en sudor, se me adhería, helada, al cuerpo. Sin embargo, era preferible el dolor de la herida a la idea de quedarme solo en la negra oscuridad.
Conforme avanzaba, se iba intensificando más y más la sensación de que el cuerpo ya no me pertenecía. Me dije que probablemente se debía a que no podía verme a mí mismo. Aunque me llevara la palma de la mano ante los ojos, no podía distinguirla.
Ser incapaz de ver tu propio cuerpo es algo muy extraño. Cuando eso se prolonga largo tiempo, te acabas preguntando si tu cuerpo no será más que una simple hipótesis. Cierto que, al golpearme la cabeza, me hacía daño, y que la herida del vientre no me daba tregua. Y que sentía el suelo bajo las plantas de los pies. Pero no eran más que un simple dolor y una simple percepción. Podía decirse que no era más que un concepto que se asentaba sobre la hipótesis de que mi cuerpo me pertenecía. Por lo tanto, no se podía descartar la idea de que mi cuerpo hubiese desaparecido y que sólo quedase el concepto, que funcionaba de manera autónoma. Exactamente igual que una persona a la que le han amputado una pierna en una operación quirúrgica continúa sintiendo el picor en la punta de los dedos de los pies de la pierna amputada.
Intenté varias veces enfocar mi cuerpo con la luz de la linterna para comprobar su existencia, pero, como temía perder de vista a la chica, al final lo dejé correr. «Mi cuerpo todavía existe», me dije, tratando de convencerme a mí mismo. «Si mi cuerpo hubiese desaparecido, dejando sólo a mi alma atrás, seguro que me sentiría mejor. Porque si el alma tuviese que arrastrar eternamente heridas en la barriga, úlceras gástricas y hemorroides, ¿dónde diablos se hallaría la salvación? Y si el alma no se separase del cuerpo, ¿dónde diablos se encontraría su razón de existir?».
Absorto en estas cavilaciones, iba siguiendo la chaqueta militar color verde oliva, la falda rosa, ajustada como un guante, que asomaba por debajo, y las zapatillas de deporte Nike de color rosa. Los pendientes de oro se balanceaban brillando en la oscuridad. Parecía que un par de luciérnagas revoloteara alrededor de su cuello.
Ella proseguía la marcha en silencio sin volverse hacia mí. Parecía que hubiese olvidado mi existencia por completo. Seguía hacia delante, inspeccionando los ramales y las grutas con rápidos destellos de la luz de la linterna. Al llegar a una bifurcación, se detuvo, sacó del bolsillo del pecho el mapa y lo iluminó para comprobar el camino que teníamos que seguir. Mientras, yo logré darle alcance.
—¿Qué? ¿Vamos bien? —le pregunté.
—Sí. Tranquilo. Vamos bien. De momento —me respondió con voz segura.
—¿Cómo lo sabes?
—Pues porque vamos bien —dijo y dirigió la luz a sus pies—. Mira ahí, en el suelo.
Me agaché y clavé la vista en el círculo de tierra iluminado. En un hueco de la roca había unos pequeños objetos de color plateado que brillaban. Al recoger uno, descubrí que se trataba de clips metálicos.
—¡Lo ves! Mi abuelo ha pasado por aquí. Y, como calculaba que lo seguiríamos, nos ha dejado esta señal.
—Ya veo —dije.
—Ya han pasado quince minutos. Tenemos que apresurarnos.
Más adelante se abrían más bifurcaciones, pero en cada una de ellas encontramos clips esparcidos por el suelo indicándonos el camino, de modo que pudimos seguir adelante sin vacilar y ahorrarnos, así, un tiempo precioso.
Aquí y allá, profundos agujeros abrían sus bocas a nuestros pies. Su ubicación estaba señalada en el mapa con rotulador rojo. Al aproximarnos a ellos, reducíamos un poco la velocidad y avanzábamos iluminando el suelo con grandes precauciones. Los agujeros medían entre cincuenta y setenta centímetros de diámetro, de modo que los sorteamos sin dificultad, bien saltando por encima, bien rodeándolos. Por curiosidad, tiré una piedra del tamaño de un puño dentro de uno de los agujeros, pero, por más que esperé, no oí nada. Me dio la impresión de que la piedra había atravesado la Tierra hasta llegar a Brasil o a Argentina. Sólo con imaginar la posibilidad de dar un paso en falso y caer dentro de uno de aquellos agujeros, sentía cómo se me cerraba la boca del estómago.
Serpenteando a derecha e izquierda, y dividiéndose en múltiples ramales, el camino descendía indefinidamente. No es que fuera una pendiente pronunciada, sólo que descendía sin cesar. Me daba la sensación de que, paso a paso, iban arrancando de mi espalda el mundo claro de la superficie.
A medio camino, nos abrazamos. Fue una sola vez. Ella se detuvo de repente, se volvió hacia mí, apagó la linterna y me rodeó con sus brazos. Buscó mis labios con las yemas de los dedos, posó sus labios sobre los míos. Yo pasé los brazos alrededor de su cuerpo, la apreté suavemente contra mi pecho. Era extraño estar abrazado a alguien en medio de aquellas negras sombras. «Creo que Stendhal escribió algo sobre abrazar a alguien en la oscuridad», pensé. Había olvidado el título del libro. Intenté recordarlo, pero no lo conseguí. ¿Realmente habría abrazado Stendhal a alguna chica en la oscuridad? Me dije que, si salía con vida de aquello y el mundo no había llegado a su fin, buscaría ese libro.
El olor a agua de colonia de melón se había evaporado de su nuca. Lo había sustituido un olor a nuca de chica de diecisiete años. Y, debajo de su olor, permanecía el mío. La chaqueta del ejército americano estaba impregnada del olor de mi propia vida. Del olor de la comida que había preparado, del café que había derramado, del sudor que había emanado de mi cuerpo. Todos esos olores seguían allí, indelebles. Mientras abrazaba, en las sombras del subterráneo, a una muchacha de diecisiete años, sentí que todas estas vivencias que ya no volverían eran como una ilusión. Recordaba haberlas vivido en el pasado. Pero no podía evocar ninguna imagen que me condujera a ellas.
Permanecimos largo rato abrazados. El tiempo transcurría deprisa, pero no nos importaba. Abrazándonos, compartíamos nuestro miedo. Y, en esos instantes, eso era lo más importante.
Poco después, ella apretó con fuerza sus senos contra mi pecho, abrió la boca y, junto a su aliento cálido, introdujo su suave lengua en mi boca. La punta de su lengua se deslizó alrededor de la mía, sus dedos se enredaron en mi pelo. Sin embargo, a los diez minutos, ella se apartó bruscamente de mi lado. Sentí una profunda desesperación, como si fuera un astronauta al que hubieran abandonado, completamente solo, en la inmensidad del espacio.
Al encender la linterna la vi, de pie, ante mí. Ella también encendió su linterna.
—¡Vamos! —dijo.
Se dio la vuelta y empezó a andar al mismo paso que antes. En mis labios aún permanecía el tacto de sus labios. En mi pecho todavía sentía los latidos de su corazón.
—Mi… no ha estado mal, ¿verdad? —preguntó sin volverse.
—Nada mal —contesté.
—Pero faltaba algo, ¿no?
—Pues sí —dije—. Algo.
—¿Y qué era?
—No lo sé —dije.
Tras descender unos cinco minutos por un camino de suelo plano, percibimos que lo que nos rodeaba se tornaba más amplio y hueco. El aire olía diferente y nuestros pasos resonaban de distinto modo. Di una palmada y el eco me devolvió un sonido hinchado y deforme.
Mientras ella sacaba el mapa y trataba de ubicarse, yo barrí los alrededores con la luz de la linterna. El techo tenía forma de cúpula y la planta del terreno, como adaptándose a ésta, era redonda. Un círculo plano, construido, era evidente, de modo artificial. Las paredes eran lisas, sin agujeros ni salientes. En el centro del suelo se abría un agujero poco profundo de un metro de diámetro lleno de una sustancia viscosa de naturaleza incierta. En el aire flotaba un olor que, pese a no ser muy intenso, dejaba un desagradable regusto ácido en la boca.
—Éste debe de ser el santuario —dijo la joven—. De momento, estamos salvados. Los tinieblos no irán más allá.
—Que se detengan aquí está muy bien. Pero ¿crees que lograremos escapar?
—Eso podemos dejarlo en manos de mi abuelo. Seguro que él tiene la solución. Además, ten en cuenta que, cuando tengamos los dos emisores de ondas sonoras, podremos mantener a los tinieblos alejados todo el rato, ¿no? Porque mientras usemos uno, podremos dejar que se cargue el otro. Así no tendremos nada que temer. Y no hará falta que estemos continuamente pendientes del tiempo.
—Ya veo —dije.
—¿Qué? ¿Te has animado un poco?
—Un poco —dije.
A ambos lados del santuario había un relieve trabajado con primor. En él figuraban dos enormes peces que se mordían la cola el uno al otro formando un círculo. Tenían un aspecto muy extraño. Sus cabezas eran prominentes como el morro de un bombardero y, en vez de ojos, tenían dos largas y gruesas antenas que se proyectaban hacia delante retorciéndose como sarmientos. Sus bocas, desproporcionadamente grandes, se abrían casi hasta alcanzar las branquias y, justo debajo, nacían unos órganos cortos y rechonchos, parecidos a patas de animal amputadas cerca de la ingle. Al principio, creí que esos órganos eran ventosas, pero, al mirar con atención, descubrí tres afiladas uñas en la punta de cada uno de ellos. Era la primera vez que veía un pez provisto de uñas. Las aletas dorsales tenían una forma grotesca y las escamas sobresalían de sus cuerpos como púas.
—¿Serán animales mitológicos? ¿Crees que existen de verdad? —pregunté.
—¡Vete a saber! —dijo la joven, que se agachó y volvió a recoger algunos clips esparcidos por el suelo—. Sea como sea, vamos por el buen camino. ¡Vamos, date prisa!
Tras iluminar, una vez más, el relieve con la luz de la linterna, la seguí. Me había conmocionado que los tinieblos fueran capaces de esculpir un relieve tan primoroso en medio de la oscuridad. Por más que comprendiera que eran capaces de ver en aquella negrura, al comprobarlo con mis propios ojos no pude dejar de sorprenderme. Tal vez, en aquel preciso instante, mantuvieran los ojos clavados en nosotros desde el fondo de la oscuridad.
Al entrar en el recinto sagrado, el camino fue convirtiéndose en una cuesta suave mientras el techo fue ganando rápidamente en altura hasta que, poco después, fue imposible iluminarlo con la linterna.
—Ahora encontraremos la montaña —dijo la joven—. ¿Vas mucho de excursión?
—Antes iba una vez por semana. Pero nunca he subido ninguna montaña en la oscuridad.
—Por lo visto, ésta no es muy alta —dijo metiéndose el mapa en el bolsillo del pecho—. No llega a ser una montaña propiamente dicha. Más bien se trata de una colina. Pero mi abuelo me dijo que ellos la consideran una montaña. La única montaña del subsuelo. La montaña sagrada.
—Entonces, nosotros vamos a profanarla, ¿no crees?
—No, al contrario. La montaña es ya, en su origen, un lugar impuro. Toda la impureza del mundo se concentra en ella. Podríamos decir que este lugar es una caja de Pandora cerrado por la corteza terrestre. Y nosotros nos disponemos a atravesarlo justo por el centro.
—Suena como si fuese el infierno.
—Sí, se parece al infierno, sin duda. Y el aire de aquí, tras atravesar las aguas residuales, varias grutas y pozos de perforaciones, aflora a la superficie de la tierra. Los tinieblos no pueden subir a la luz, pero ese aire sí. Y se infiltra en los pulmones de la gente.
—¿Y crees que podremos sobrevivir si nos metemos ahí?
—Debemos confiar en ello. Ya te lo he dicho antes, ¿no? Que si crees que todo va a salir bien, tu miedo desaparece. Puedes pensar en un recuerdo divertido, en las personas a las que has amado, en lo que te ha hecho llorar, en tu niñez, en tus planes para el futuro, en la música que te gusta: cualquier cosa vale. Si piensas en ello, no tendrás miedo.
—¿Crees que Ben Johnson servirá? —pregunté yo.
—¿Ben Johnson?
—Es un actor que monta muy bien a caballo. Sale en las viejas películas de John Ford. Es un jinete extraordinario.
Ella soltó una risita en las sombras.
—¡Eres un encanto!
—Soy demasiado mayor para ti. Y, además, no sé tocar ningún instrumento musical.
—Si salimos de ésta, te enseñaré a montar a caballo.
—Gracias —dije—. Por cierto, ¿en qué vas a pensar tú?
—En el beso que te he dado —dijo—. Te he besado por eso. ¿No lo sabías?
—No.
—¿Sabes en qué piensa mi abuelo en estos casos?
—No.
—Mi abuelo no piensa en nada. Puede vaciar por completo la mente. Los genios son así. Si dejan el cerebro en blanco, ningún aire perverso puede penetrar en él.
—Comprendo.
Tal como había anunciado la joven, el camino fue haciéndose cada vez más empinado, hasta que se volvió abrupto y tuvimos que escalar sirviéndonos de ambas manos. Entretanto, yo no dejaba de pensar en Ben Johnson. En la figura de Ben Johnson a caballo. Evoqué todas las escenas que pude de Fuerte Apache, La legión invencible, Caravana de paz, Río Grande. El sol calcinaba el desierto y en el cielo flotaban unas nubes de un blanco tan puro que parecían trazadas con pincel. Manadas de búfalos avanzaban por los valles, las mujeres se asomaban a la puerta de sus casas secándose las manos en los delantales blancos. Los ríos corrían, el viento hacía temblar la luz, la gente cantaba canciones. Y Ben Johnson cruzaba como una flecha la escena a lomos de su caballo. La cámara se deslizaba sobre los raíles hasta el infinito para reflejar su gallardía en cada encuadre.
Pensé en Ben Johnson y en su caballo mientras tanteaba la superficie de las rocas en busca de puntos de apoyo para mis pies. No sé si fue debido a eso, pero el dolor de la herida en mi vientre disminuyó de manera asombrosa y finalmente pude alejar de mi mente la idea de que me habían herido. Me dije que, después de todo, tal vez no era tan exagerado lo que la joven había explicado sobre el dolor, la teoría de que es posible mitigar el dolor físico si envías a la mente una señal determinada.
La escalada en sí no presentaba grandes dificultades. El suelo era seguro, no había bruscos ascensos, siempre encontrabas agujeros del tamaño de un puño. Habría sido una escalada apta para principiantes o una ruta sencilla y sin peligros que podría seguir en solitario un estudiante de primaria un domingo por la mañana. Sin embargo, trepar a oscuras era un asunto completamente distinto. En primer lugar, como es obvio, no veías nada. No sabías qué tenías delante, ni cuánto te faltaba por subir, ni en qué posición te hallabas, ni qué había debajo de tus pies, ni si seguías la ruta correcta o no. Ibas a ciegas. Ignoraba que la pérdida de visión comportase semejante pánico. Puede hacer que se tambaleen los juicios de valor y, en consecuencia, el amor propio o la valentía que están ligados a ellos. Cuando una persona quiere alcanzar algo, piensa de manera espontánea en tres cosas: ¿qué he conseguido hasta el momento? ¿En qué posición me encuentro ahora? ¿Qué debo hacer de aquí en adelante? Si uno no puede contestar a estas tres cosas, sólo le queda el miedo, la falta de confianza en sí mismo y el cansancio. Y precisamente en esa situación me encontraba yo. El problema no residía en las habilidades físicas. El auténtico problema era hasta qué punto mantendría yo el control sobre mí mismo.
Proseguimos el ascenso de la montaña tenebrosa. Como no podíamos trepar por las rocas con las linternas en la mano, yo me la había metido en el bolsillo del pantalón y ella se había puesto la correa como si fuera un cordón para recoger las mangas del quimono y la linterna colgaba a sus espaldas. Así pues, no veíamos nada. La luz que temblaba sobre su cintura iluminaba el negro espacio en vano. Y yo escalaba el precipicio en silencio con los ojos puestos en esta luz vacilante.
De vez en cuando, ella me dirigía la palabra para cerciorarse de que no me había quedado atrás. Me decía cosas como: «¿Estás bien?» o «¡Ya falta poco!».
—¿Y si cantáramos una canción? —propuso al cabo de un rato.
—¿Qué canción? —pregunté.
—Cualquiera. Basta con que tenga melodía y letra. ¡Venga! Canta algo.
—Yo no canto delante de la gente.
—Anda, canta, por favor.
¡Qué remedio me quedaba! Le canté Mi chimenea.
Las noches en que nieva,
¡tarí-tarí-taró!,
arde un hermoso fuego,
¡tarí-tarí-taró!,
en la feliz chimenea,
¡tarí-tarí-taró!
No me acordaba de cómo seguía, así que me inventé el resto. Todos se encontraban junto a la chimenea cuando llamaron a la puerta. El padre salió y vio, plantado en el umbral, a un reno herido que le dijo: «Tengo hambre. Dame algo de comer». El padre abrió entonces una lata de melocotón en almíbar y se la ofreció: ésta era la historia. Al final, todos cantaban una canción sentados al amor de la lumbre.
—Pues no está nada mal —me alabó ella—. Me gustaría aplaudir, pero no puedo, lo siento. Es una canción fantástica.
—Gracias —dije.
—Cántame otra —me pidió.
Y le canté Navidades blancas.
Blanca Navidad de ensueño,
blanco paisaje invernal,
los dulces sentimientos
y los viejos sueños
mi regalo te traen.
Blanca Navidad de ensueño,
cierro los ojos y aún hoy
el son de cascabeles
y el fulgor de la nieve
reviven en mi corazón.
—¡Muy bien! —exclamó—. Te has inventado la letra, ¿verdad?
—He dicho lo primero que se me ha ocurrido.
—¿Por qué sólo cantas canciones sobre el invierno y la nieve?
—Pues no lo sé. Será porque aquí está oscuro y hace frío. Por eso sólo se me ocurren esas canciones —dije mientras subía—. Ahora te toca a ti.
—¿Te parece bien La canción de la bicicleta?
—Adelante —dije.
Una mañana de abril
monté en mi bicicleta
y por un nuevo camino
al bosque me dirigí.
Mi nueva bicicleta,
toda de color rosa,
el volante y el sillín
de color rosa,
hasta la pastilla de los frenos
de color rosa.
—Esta canción parece hecha para ti —le dije.
—Claro. Es que es mía. ¿Te gusta?
—¿Puedo oír cómo sigue?
—Por supuesto.
Para una mañana de abril
me encanta el rosa,
pues ningún otro color
es como el rosa.
Mi nueva bicicleta
y también los zapatos
son de color rosa,
al sombrero y el jersey,
de color rosa.
Los pantalones y las bragas,
de color rosa.
—Tus sentimientos respecto al rosa ya han quedado suficientemente claros. Ahora sigue —dije.
—Es que este trozo es esencial —replicó—. Oye, ¿sabes si hay gafas de sol de color rosa?
—Me da la impresión de que Elton John llevaba unas.
—Hum… Bueno, dejémoslo correr. Voy a seguir.
En medio del camino
encontré a un hombre;
toda su ropa era
de color azul.
No se había afeitado
y su barba era
de color azul.
Como la larga noche,
de un profundo azul.
Como la larga, larga noche,
siempre azul.
—¿Esto va por mí? —le pregunté.
—No, qué va. No hablo de ti. Tú no sales en esta canción.
«Niña, no vayas al bosque»,
me dijo aquel hombre.
Las reglas del bosque
son para las bestias
aun siendo una mañana de abril.
Las aguas del río
no fluyen al revés
aun siendo una mañana de abril.
Pero yo
en bicicleta al bosque fui,
en una bicicleta de color rosa,
sí, una soleada mañana de abril.
No le temo a nada
si no bajo de mi bicicleta
de color rosa.
En ella no tengo miedo de nada,
porque no es roja, ni azul, ni marrón.
Es de color rosa.
Después de que cantara La canción de la bicicleta, coronamos al fin la montaña y nos encontramos en una vasta planicie. Tras tomarnos un respiro, inspeccionamos los alrededores con la luz de las linternas. La planicie parecía extensa. Era plana y lisa como la de una mesa que se extendiera hasta el infinito. Ella permaneció agachada unos instantes en el nacimiento de la planicie y halló media docena de clips.
—¿Hasta dónde diablos habrá ido tu abuelo?
—Ya falta poco. Está cerca. Mi abuelo me ha hablado muchas veces de esta meseta y puedo imaginar dónde se encuentra.
—Entonces, ¿tu abuelo venía a menudo por aquí?
—Por supuesto. Para dibujar el mapa del subsuelo tuvo que recorrerlo de cabo a rabo. Conoce este sitio como la palma de su mano. Hasta dónde llegan los ramales, los pasadizos secretos: lo sabe todo.
—¿Y daba vueltas por aquí solo?
—Por supuesto —contestó—. A mi abuelo le gusta hacer las cosas solo. No es que sea un misántropo o que no confíe en los demás, sólo es que los demás no pueden seguirlo.
—Creo que entiendo lo que quieres decir. Por cierto, ¿qué diablos es esta meseta?
—En esta montaña, antiguamente, vivían los antepasados de los tinieblos. Vivían todos juntos en unos agujeros que habían excavado en la roca. En esta planicie celebraban las ceremonias religiosas. Ellos creen que su divinidad mora en ella. Y aquí se colocaba el oficiante, o el hechicero, e invocaba al dios de las sombras y le ofrecía sacrificios.
—¿Y su dios es aquel pez siniestro con uñas?
—Sí. Ellos creen que ese pez gobierna la oscuridad. El ecosistema del subsuelo, las ideas, el sistema de valores, la vida y la muerte. Creen que rige todas estas cosas. La leyenda dice que fue este pez el que condujo hasta aquí a sus primeros ancestros.
Ella enfocó con la linterna a sus pies y me mostró una especie de foso, excavado en el suelo, de alrededor de unos diez centímetros de profundidad y de un metro de anchura. Era un canal que se extendía en línea recta desde el nacimiento de la planicie hacia las tinieblas.
—Siguiendo el canal llegaremos al antiguo altar. Creo que mi abuelo está escondido allí. Porque el altar es el lugar más sagrado de todo el santuario y nadie puede acercarse a él. Allí no tiene nada que temer.
Avanzamos en línea recta por el canal. Pronto, el camino empezó a descender y las paredes de ambos lados comenzaron a elevarse rápidamente. A mí me daba la impresión de que las paredes se aproximarían cada vez más y que acabarían aplastándonos. En los alrededores reinaba un silencio sepulcral, no había signo de vida alguno. Sólo se oía cómo las suelas de goma de nuestras zapatillas resonaban a un ritmo singular en las grietas de la roca. Mientras andaba, inconscientemente, alcé muchas veces la vista al cielo. Cuando un ser humano se ve envuelto en la oscuridad, busca de modo instintivo la luz de la luna y las estrellas.
Pero sobre mi cabeza no había luna ni estrellas. Sólo diversas capas de tinieblas gravitando sobre mí. Sin un soplo de viento, el aire estaba estancado. Todo pesaba más que antes. Me parecía que incluso la densidad de mi propio ser había aumentado. Era como si mi aliento, el eco de mis pisadas y el acto de subir y bajar la mano experimentaran, como si fueran lodo, una pesada atracción hacia la superficie de la tierra. Más que encontrarme sumido en las profundidades del subsuelo, parecía que hubiese llegado a un astro desconocido. La fuerza de la gravedad, la densidad del aire, la percepción del tiempo eran completamente distintas a las que yo había interiorizado.
Levanté la mano izquierda, encendí la luz de la esfera digital del reloj y miré la hora. Eran las dos y veintiún minutos. Había descendido al subsuelo a medianoche, lo que quería decir que sólo llevaba poco más de dos horas en la oscuridad, pero yo me sentía como si hubiera pasado una cuarta parte de mi vida envuelto en las tinieblas. Incluso la débil luz del reloj digital me provocaba, al mirarla largo rato, escozor en los ojos. Mis ojos debían de haberse ido acostumbrando progresivamente a la oscuridad. También me molestaba la luz de la linterna. Al permanecer largo tiempo envuelto en las tinieblas, la oscuridad se convierte en tu estado normal y la luz se vuelve un elemento extraño.
Seguimos bajando, sin decir palabra, por el pasadizo profundo y estrecho. Como el único camino que había discurría en línea recta, y además no había peligro de que me golpeara la cabeza con ninguna roca, apagué la linterna y seguí adelante guiado por el eco de las suelas de goma. Cuánto más avanzaba, más me costaba discernir si tenía los ojos abiertos o cerrados. Porque, los tuviera abiertos o cerrados, la oscuridad era exactamente la misma. Para probar, fui abriendo y cerrando los ojos mientras andaba: al final, fui incapaz de juzgar cuándo los tenía abiertos y cuándo cerrados. Entre una acción humana y la opuesta, existe una diferencia basada en su eficacia intrínseca y, si ésta se pierde, la pared que separa la acción A de la acción B acaba desapareciendo.
En aquellos momentos, sólo percibía el eco de las pisadas de la joven resonando en mis oídos. Tal vez se debiera a la configuración del terreno, al aire o a la oscuridad, pero el eco era deforme. Intenté verbalizar aquellos sonidos, pero ninguna palabra lograba reproducirlos bien. Parecían reverberaciones de lenguas que yo desconocía, de África, o de Oriente Próximo, o de Oriente Medio. En el idioma japonés no existían sonidos que se correspondiesen con ellos. Pero tal vez sí en francés, alemán o inglés. Primero, lo intenté en inglés:
Even-through-be-shopped-degreed-well.
Esto tenía la impresión de oír, pero, en cuanto pronuncié estas palabras, comprendí que la reverberación de las suelas de los zapatos era completamente distinta. Sería más exacto decir:
Efguén-gthouv-bge-shpévg-égvele-wgevl.
Sonaba a finés, pero yo, por desgracia, no sabía nada sobre este idioma. A juzgar por la impresión que me producían las palabras, podría significar algo como: «Un campesino encontró a un viejo demonio en el camino», pero no era más que una impresión. Sin fundamento alguno.
Proseguí la marcha intentando encontrar alguna palabra o frase que reprodujera fonéticamente la reverberación de las pisadas. Me representé en mi mente el par de zapatillas Nike de color rosa pisando, una tras otra, la plana superficie rocosa. El talón derecho se posaba en el suelo, el centro de gravedad se desplazaba hacia la punta y, antes de que el talón derecho se separara del suelo, el izquierdo se posaba en él. Esto se repetía hasta el infinito. El tiempo transcurría cada vez más despacio. Me daba la sensación de que el reloj se había estropeado y las agujas no avanzaban. Dentro de mi cabeza embotada, las zapatillas de deporte de color rosa iban hacia delante y hacia atrás, lentamente.
El eco de las pisadas resonaba de la siguiente forma:
Efgvén-gthouv-bge-shpévg-égvele-wgevl.
Efgvén-gthouv-bge-shpévg-égvele-wgevl.
Efgvén-gthouv-bge-shpévg-égvele-wgevl.
Efgvén-gthouv-bge…
Había una vez, en un pueblo de Finlandia, un viejo demonio que se había sentado en una piedra del camino. El demonio tendría unos diez o veinte mil años y, a simple vista, se apreciaba que estaba exhausto. Sus ropas y zapatos estaban cubiertos de polvo. Su barba era rala y deslucida.
—¿Adónde vas tan deprisa? —le preguntó el diablo a un campesino.
—Voy a arreglar una azada rota —respondió el campesino.
—No tienes por qué apresurarte tanto —dijo el diablo—. El sol todavía está muy alto, no hay necesidad de que te deslomes trabajando. Siéntate un rato aquí y escucha lo que voy a contarte.
El campesino miró la cara del diablo con desconfianza. Sabía muy bien que era mejor no tener tratos con el demonio. Pero aquél parecía tan mísero y tan cansado. Entonces, el campesino…
… Algo me había dado en la mejilla. Algo liso y suave. Liso y suave, no muy grande, algo familiar. ¿Qué era? Mientras ordenaba mis ideas, volvió a golpearme. Alcé la mano derecha e intenté apartar este algo, pero no lo conseguí. Me dio en la mejilla de nuevo. Ante mi rostro temblaba un resplandor molesto. Abrí los ojos. Hasta entonces no me había percatado de que los tenía cerrados. Llevaba un rato con los ojos cerrados. Y lo que se encontraba ante mi rostro era la gran linterna de la joven y lo que me golpeaba la mejilla era su mano.
—¡Para! —le grité—. La luz me da en los ojos y me duelen.
—¡Pero qué tonterías dices! ¿Sabes lo que pasa cuando te duermes aquí? ¡Levántate!
—¿Que me levante?
Encendí la linterna y miré a mi alrededor. No era consciente de ello, pero estaba sentado en el suelo, recostado en la pared. Debía de haberme dormido sin darme cuenta. Tanto el suelo como la pared estaban húmedos, como empapados en agua.
Me incorporé lentamente.
—No lo entiendo. Debo de haberme dormido sin querer. No recuerdo haberme sentado en el suelo, ni que tuviera la intención de dormirme.
—Es que ellos te han inducido a ello —dijo la joven—. Quieren que nos durmamos, como has hecho tú.
—¿Ellos?
—Los que moran en la montaña. No sé si llamarlos dioses o espíritus malignos: esos seres, vaya. Intentan detenernos.
Sacudí la cabeza y traté de salir de mi sopor.
—Estaba todo muy confuso y, al final, ya no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados. Además, tus zapatillas resonaban de una manera tan extraña que…
—¿Mis zapatillas?
Le expliqué cómo, al escuchar la reverberación de sus pisadas, había aparecido el viejo diablo.
—Es una trampa —dijo—. Una especie de hipnosis. Si no me hubiera dado cuenta, te habrías quedado aquí durmiendo. Hasta que habría sido demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde?
—Sí. Demasiado tarde —repitió, pero no especificó a qué se refería—. ¿Verdad que metiste una cuerda en la mochila?
—Sí, pero sólo mide unos cinco metros.
—Sácala.
Me descolgué la mochila de la espalda, saqué la cuerda de nailon, embutida entre las latas de conserva, la botella de whisky y la cantimplora, y se la entregué. Ella anudó un extremo a mi cinturón y enrolló el otro extremo a su cintura. Luego, nos acercó a ambos tirando de la cuerda hacia sí.
—Perfecto —dijo—. Así no nos separaremos.
—Mientras no nos durmamos los dos… —dije—. Porque tú tampoco has dormido mucho hoy, ¿verdad?
—No se les puede dar pie a nada, ¿sabes? Si empiezas a compadecerte de ti mismo pensando que has dormido poco, las fuerzas del mal te atacan por ahí. ¿Comprendes?
—Sí.
—Entonces, vamos. No hay tiempo que perder.
Avanzamos con los cuerpos unidos por la cuerda de nailon. Me esforzaba en no prestar atención al eco de sus pisadas. Caminaba dirigiendo el haz de luz de la linterna a la espalda de la joven y con la vista clavada en la chaqueta verde oliva del ejército americano. Aquella chaqueta me la compré en el año 1971. Por entonces, aún proseguía la guerra de Vietnam y el presidente de Estados Unidos era Richard Nixon, aquel hombre de rostro siniestro. En aquella época, todo el mundo llevaba el pelo largo, los zapatos sucios, escuchaba rock psicodélico, llevaba una chaqueta de combate del ejército americano con el signo de la paz pegado a la espalda y se creía Peter Fonda. Vamos, una historia tan antigua que parecía que los dinosaurios fueran a aparecer en ella de un momento a otro.
Intenté recordar algo que hubiera sucedido en aquellos días, pero no logré acordarme de nada. Así que no me quedó más remedio que rememorar las escenas en que Peter Fonda va en moto[11]. Luego, le superpuse la melodía de Born to Be Wild, de Steppenwolf. Pero pronto I Heard It Through the Grapevine, de Marvin Gaye, sustituyó a Born to Be Wild. Tal vez fuese porque la introducción de las dos es parecida.
—¿En qué piensas? —me preguntó desde delante la joven gorda.
—En nada especial.
—¿Y si cantamos?
—Ya he tenido bastante, gracias.
—Entonces, piensa en algo.
—Hablemos.
—¿De qué?
—¿Qué te parece de la lluvia?
—Muy bien.
—¿Qué día de lluvia recuerdas?
—La tarde en que murieron mis padres y mis hermanos llovía, ¿sabes?
—Hablemos de algo más alegre —propuse.
—No, a mí me gustaría hablar de esa tarde —dijo—. Además, eres la única persona con quien puedo hacerlo. Pero si no quieres, lo dejaré correr, por supuesto.
—Si quieres hablar, adelante —dije.
—Llovía de ese modo que no sabes si realmente llueve o no. Esa mañana, desde muy temprano, unas nubes inmóviles, grises y difusas, cubrían el cielo. Y yo, tendida en la cama del hospital, permanecía con la mirada clavada en ese cielo. Estábamos a principios de noviembre y, al otro lado de la ventana, crecía un alcanforero. Un alcanforero muy grande. El árbol ya había perdido la mitad de sus hojas y por entre sus ramas se vislumbraba el cielo. ¿Te gusta mirar los árboles?
—No sé —dije—. No es que me disguste, pero nunca he mirado ninguno con atención.
A decir verdad, ni siquiera era capaz de distinguir entre un alcanforero y un laurel.
—A mí me encanta contemplar los árboles. Me gustaba antes y me sigue gustando ahora. Cuando tengo tiempo, me siento debajo de un árbol y me paso un montón de horas, sin pensar en nada, acariciándole el tronco, mirando las ramas. El árbol que había en el jardín del hospital era un alcanforero enorme, magnífico. Y yo me pasaba los días contemplando las ramas del alcanforero y el cielo desde la cama. Al final, me conocía todas las ramas de memoria. Como un amante de los ferrocarriles se aprende el nombre de todas las líneas y de las estaciones.
»Además, muchos pájaros se acercaban al árbol. Pájaros de diferentes clases: gorriones, alcaudones, estorninos… Y otros de hermosos colores cuyo nombre desconocía. A veces también acudían palomas. Los pájaros se posaban en las ramas, descansaban un rato, alzaban el vuelo y se iban vete a saber adónde. Los pájaros son muy sensibles a la lluvia, ¿sabes?
—No, no lo sabía.
—Cuando llueve o está a punto de llover, los pájaros no se acercan nunca a los árboles. Pero, en cuanto escampa, vuelven, piando con todas sus fuerzas, como si celebraran que ha cesado de llover. No sé por qué. Quizá sea porque, después de la lluvia, salen muchos bichos a la superficie de la tierra. O tal vez sea porque detestan la lluvia. Sea como sea, mirándolos, podía saber qué tiempo hacía. Cuando no había pájaros a la vista, seguro que llovía y, cuando regresaban, seguro que había dejado de llover.
—¿Estuviste ingresada mucho tiempo?
—Sí, alrededor de un mes. De pequeña, tenía un problema en una válvula del corazón y tuvieron que operarme. La operación era muy complicada y mi familia ya casi había perdido las esperanzas de que me salvase. Muy extraño, ¿no te parece? Al final, yo sobreviví y ahora gozo de buena salud, mientras que todos ellos están muertos.
Enmudeció y siguió andando. Yo caminé pensando en su corazón, en el alcanforero y en los pájaros.
—El día en que ellos murieron, los pájaros armaban mucha bulla. Aquella lluvia casi imperceptible estuvo cayendo y dejando de caer durante todo el día, y los pájaros, adecuándose al tiempo, se posaban y echaban a volar una y otra vez. Era un día muy frío, preludio del invierno, y la calefacción de mi habitación estaba encendida, de modo que los cristales de la ventana empañaban enseguida y yo tenía que enjugarlos con una toalla. Me levantaba de la cama, los desempañaba y volvía a meterme en la cama. En realidad, no me permitían levantarme, pero yo quería contemplar los árboles, los pájaros, el cielo y la lluvia. Llevaba ya tanto tiempo en el hospital que para mí todas estas cosas eran como la vida misma, ¿sabes? ¿Has estado ingresado alguna vez?
—No —dije. Tengo tan buena salud como un oso en primavera.
—Había unos pájaros que tenían las alas rojas y la cabeza negra. Comparados con ellos, los estorninos eran tan serios que parecían empleados de banco. Pero todos, en cuanto dejaba de llover, se posaban en las ramas de los árboles, piando.
»Y entonces me dije: “¡Qué extraño es este mundo!”. Pensé que en la tierra crecían cientos de millones, miles de millones de alcanforeros (no era necesario que se tratase de alcanforeros, claro está), y sobre cada uno de estos árboles, todos los días, lucía el sol o caía la lluvia y cientos, miles de millones de pájaros distintos se posaban en sus ramas o alzaban el vuelo. Al imaginarme esta escena, me invadió una tristeza inmensa.
—¿Por qué?
—Quizá fuese porque el mundo estaba lleno de innumerables árboles, de innumerables pájaros y de innumerables días de lluvia. Y, a pesar de ello, yo sólo tenía un único alcanforero y un único día de lluvia. Y siempre sería así. Era posible que los años pasaran y que yo muriera teniendo sólo un alcanforero y un día de lluvia. Al pensarlo, me sentí terriblemente sola y lloré. Mientras lloraba, deseaba con todas mis fuerzas que alguien me abrazara. Pero allí no había nadie. Y yo, completamente sola, lloré largo tiempo tendida sobre la cama.
»Mientras tanto, fue anocheciendo y los pájaros desaparecieron. Yo ya no podía saber si llovía o no llovía. Aquel atardecer murió toda mi familia. Aunque a mí me lo dijeron mucho después.
—Debió de ser muy doloroso, ¿verdad?
—No lo recuerdo bien. Tengo la sensación de que fui incapaz de sentir nada. Lo único que recuerdo es que, en aquella tarde lluviosa de otoño, nadie me abrazó. Y eso, para mí, fue como el fin del mundo. ¿Sabes lo que se siente cuando todo es oscuro, amargo, triste, y necesitas desesperadamente que alguien te abrace, pero no tienes a nadie que lo haga?
—Creo que sí —dije.
—¿Has perdido alguna vez a alguien a quien querías?
—Varias veces.
—Entonces, ¿ahora estás completamente solo?
—No —le dije pasando los dedos por la cuerda de nailon—. En este mundo nadie está completamente solo. Todos estamos unidos de una forma u otra. Llueve, los pájaros cantan. Te rajan la tripa, una chica te besa en la oscuridad.
—Pero si no tienes amor, es como si el mundo no existiera —afirmó la chica gorda—. Sin amor, la vida es como el viento que pasa por el otro lado de la ventana. No puedes tocar la mano de otro, no puedes percibir su olor. Por más mujeres que compres con dinero, por más desconocidas con las que te acuestes, no tienes nada verdadero. A ti tampoco te apretará nadie con fuerza entre sus brazos.
—No creas que me acuesto todos los días con prostitutas o con desconocidas —protesté.
—Es lo mismo —dijo.
Pensé que tal vez tuviera razón. A mí nadie me apretaba con fuerza entre sus brazos. Tampoco yo abrazaba a nadie. Y así habían ido pasando los años. Y así seguiría envejeciendo en la soledad más absoluta, como un cohombro de mar pegado a una roca del fondo marino.
Absorto en estas cavilaciones, no me di cuenta de que ella se había detenido de repente y choqué contra su blanda espalda.
—Perdona —dije.
—¡Shhhh! —dijo agarrándome del brazo—. He oído algo. ¡Escucha!
Plantados sobre nuestros pies, inmóviles, prestamos atención a un eco que procedía del fondo de las tinieblas. Surgía de un punto que habíamos dejado muy atrás. Era débil, casi imperceptible. Un tenue retumbar de la tierra, el roce de dos imponentes masas de metal friccionando entre sí. Pero, fuera lo que fuese, el sonido proseguía sin tregua, aumentando poco a poco de volumen. Tenía un tacto frío y tenebroso, como un enorme insecto que fuera trepando lentamente por nuestras espaldas. Una reverberación muy sorda, apenas audible para el oído humano.
Incluso el aire que nos rodeaba empezó a temblar por efecto de las ondas sonoras. Un viento espeso y pesado se desplazaba alrededor de nosotros, de delante hacia atrás, como el lodo arrastrado por la corriente del río. El aire, hinchado de agua, era húmedo y frío. El presentimiento de que iba a ocurrir algo se adueñó de todo.
—¿Será un terremoto? —aventuré.
—No —dijo la joven gorda—. Es algo mucho más terrible que eso.