15
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Whisky. Tortura. Turguéniev

El gigantón rompió todas las botellas de whisky —todas, sin dejar ni una— dentro del fregadero. Yo conocía al dueño de la bodega del barrio y, cada vez que había rebajas de whisky de importación, me mandaba unas botellas a casa, con lo cual tenía atesorada una buena cantidad.

Primero, el tipo hizo añicos dos botellas de Wild Turkey, a continuación pasó al Cutty Sark, siguió con tres botellas de I.W. Harper y con dos de Jack Daniels, dio sepultura a un Four Roses, estrelló un Haig y, por último, se cargó de golpe media docena de botellas de Chivas Regal. Armaba un estrépito espantoso, pero el olor era todavía peor. Acababa de liquidar de una tacada la cantidad de whisky que yo me bebía en medio año y, evidentemente, el olor estaba en consonancia. Toda la habitación apestaba a whisky.

—¡Sólo con estar aquí acabas trompa! —se asombró el canijo.

Con la mejilla apoyada en la palma de la mano, yo miraba con resignación cómo las botellas hechas añicos se iban amontonando dentro del fregadero. Pero ya se sabe: todo lo que sube baja y todo lo que tiene forma la pierde. Mezclado con el estrépito del vidrio, se oía el desagradable silbido del gigantón. En realidad, más que silbar parecía que pasara el hilo dental por una fila de dientes separados por intersticios irregulares. A mí no me sonaba aquella musiquilla… En fin, que no existía. El hilo dental pasaba arriba y abajo, por en medio, volvía a pasar por abajo. Nada más. Sólo con escucharlo los nervios sufrían un desgaste considerable. Tras voltear la cabeza varias veces, bebí un trago de cerveza. Mi estómago estaba tan duro como la cartera de piel de un empleado de banco cuando sale a trabajar fuera de su oficina.

El hombre prosiguió su destrucción gratuita. Bueno, para ellos debía de tener algún sentido, pero yo no conseguía encontrárselo. El gigantón dio la vuelta a la cama, rajó el colchón con la navaja, arrojó la ropa fuera del armario, vació el contenido de los cajones en el suelo, arrancó el panel del aire acondicionado, dio la vuelta a la papelera, destrozó todo lo que encontró dentro del armario empotrado. Trabajaba con gran rapidez y eficacia.

Tras arrasar el dormitorio y la sala, la emprendió con la cocina. El canijo y yo nos trasladamos a la sala, devolvimos el sofá, que estaba patas arriba y con la parte posterior hecha trizas, a su posición original, nos sentamos y contemplamos cómo el gigantón destrozaba la cocina. Dentro de la desgracia, era una suerte que la parte delantera del sofá estuviese casi intacta. Era un sofá de muy buena calidad, comodísimo, que había comprado por cuatro chavos a un fotógrafo conocido mío. Era un fotógrafo publicitario muy bueno, pero tuvo problemas psicológicos y se retiró a lo más recóndito de las montañas de la prefectura de Nagano. Y me vendió barato el sofá que tenía en el estudio. Sentí mucho lo de sus problemas nerviosos, pero me consideré muy afortunado de poder hacerme con el sofá. De momento, parecía que al menos no tendría que comprarme uno nuevo.

Yo estaba sentado en el extremo derecho con la lata de cerveza entre las manos, y el canijo, en el izquierdo, con las piernas cruzadas y apoyado en el brazo del sofá. A pesar del estrépito, nadie se había asomado a ver qué ocurría. La mayoría de los vecinos de aquella planta eran personas solteras que, a no ser que surgiera algún imprevisto, entre semana estaban fuera durante todo el día. ¿Sabrían aquel par que podían hacer todo el ruido que les viniese en gana? Probablemente. Seguro que estaban al tanto de todo. Parecían un par de brutos, pero calculaban con cuidado cada uno de sus pasos.

El canijo echaba de vez en cuando una ojeada a su Rolex y controlaba la marcha del trabajo; el gigantón iba destrozando todos los objetos que encontraba, uno tras otro, sin un solo movimiento superfluo. Con una búsqueda tan exhaustiva no habría podido esconder ni un lápiz. Pero ellos —tal como había declarado el canijo— no buscaban nada. Sólo rompían.

¿Por qué?

Quizá quisieran hacer creer a una tercera persona que habían estado buscando algo.

Pero ¿quién era esta tercera persona?

Dejé de pensar, me tomé el último sorbo de cerveza y dejé la lata vacía sobre la mesa. El gigantón abrió la alacena, arrojó todos los vasos al suelo y siguió luego con los platos. La cafetera con filtro, la tetera, el salero, el azucarero y el bote de la harina quedaron destrozados. El arroz, esparcido por el suelo. Los alimentos del congelador corrieron idéntica suerte. Una docena de langostinos congelados, un filete de ternera, helados, mantequilla de primera calidad, unas huevas de pescado saladas de unos treinta centímetros de largo y un bote de salsa de tomate fueron estampándose, sucesivamente, en el suelo de linóleo con el estruendo que produciría un meteorito al estrellarse contra el asfalto de la carretera.

El gigantón levantó entonces la nevera con las dos manos, tiró de ella hacia delante y la arrojó contra el suelo; cayó con la puerta para abajo. Al parecer, se rompió un cable cerca del compresor, porque una lluvia de chispas se desparramó por el aire. Me entró dolor de cabeza al pensar qué explicación podría darle al electricista que viniera a arreglar la avería.

El destrozo concluyó tan súbitamente como había empezado. Sin ningún «pero», sin ningún «si», sin ningún «excepto», la destrucción cesó de pronto y un silencio sepulcral invadió la casa. Plantado en el quicio de la puerta de la cocina, sin silbar siquiera, el gigantón me contemplaba con mirada perdida. Yo no tenía la menor idea de cuánto habría tardado en efectuar aquel prodigioso desguace. ¿Quince, treinta minutos? Por ahí, por ahí. Más de quince, menos de treinta. Pero, a juzgar por el aire satisfecho con que el canijo miraba la esfera de su Rolex, sin duda se aproximaba al promedio de tiempo establecido para destrozar un piso de dos dormitorios con baño y cocina. Y es que el mundo está lleno de promedios de cosas muy variadas: desde el cronometraje de una carrera de maratón hasta la longitud de papel higiénico que se gasta cada vez que uno va al baño.

—Te va a llevar tiempo ordenarlo todo, ¿eh? —dijo el canijo.

—Efectivamente —dije—. Y, encima, me va a costar un dineral.

—El dinero es lo de menos. Esto es la guerra. Si vas contando lo que vale, no puedes ganar.

—Pero ésta no es mi guerra.

—No importa de quién sea. Tampoco quién la paga. La guerra es así. Y uno tiene que conformarse.

El canijo se sacó un pañuelo inmaculado del bolsillo, se lo puso ante la boca y tosió dos o tres veces. Tras examinar el pañuelo, volvió a guardárselo en el bolsillo. Ya sé que es un prejuicio, pero no me fío mucho de los hombres que llevan pañuelo. Yo estoy lleno de prejuicios como ése. Por eso no le caigo bien a la gente. Y, como no le caigo bien a la gente, cada vez tengo más prejuicios.

—Poco después de que nos vayamos, aparecerán los del Sistema. Tú les hablarás de nosotros. Les dirás que te hemos destrozado el piso porque buscábamos algo. Y que te hemos preguntado dónde estaba el cráneo. Pero que tú no sabes nada sobre ningún cráneo. ¿Me has entendido? Que, como no sabes nada, no has podido decirnos nada y que, como no tienes nada, tampoco has podido darnos nada. Aunque te hayamos torturado. Así que nosotros no hemos tenido más remedio que irnos con las manos vacías.

—¿¡Torturado!? —exclamé.

—No sospecharán de ti. No saben que fuiste al laboratorio del profesor. De momento, nosotros somos los únicos que lo sabemos. Así que no corres ningún peligro. Eres un calculador excelente, seguro que te creerán. Pensarán que somos de la Factoría. Y se pondrán en marcha. Todo está calculado al detalle.

—¿Torturado, decías? —dije—. ¿De qué tortura estás hablando?

—Eso ya te lo explicaré luego. Paciencia —dijo el canijo.

—Y si desembucho y se lo cuento todo a los del Sistema, ¿qué? —pregunté.

—Pues que te eliminarán —dijo el canijo—. No te miento. Tampoco es una amenaza. Es la pura verdad. Has ido a ver al profesor a espaldas del Sistema y has hecho un shuffling a pesar de que está terminantemente prohibido. Sólo con eso ya tendrías problemas, pero es que, encima, el profesor te está utilizando en sus experimentos. Y eso no lo pueden permitir. Te encuentras en una situación mucho más peligrosa de lo que te imaginas, ¿sabes? Hablando con franqueza, en estos momentos estás apoyado con una sola pierna sobre la barandilla de un puente. Te aconsejo que pienses bien de qué lado quieres caer. Porque, una vez te hayas roto la crisma, será demasiado tarde.

Desde un extremo y otro del sofá, nos medimos con la mirada.

—Me gustaría que me explicaras algo —dije—. ¿Qué voy a ganar yo colaborando con vosotros y mintiéndole al Sistema? Soy un calculador del Sistema y a vosotros apenas os conozco. ¿Por qué tendría que engañar yo a mi gente y aliarme con unos extraños?

—Es muy sencillo —dijo el canijo—. Nosotros conocemos más o menos la situación en la que te encuentras y dejamos que sigas vivo. Tu organización no sabe casi nada de la situación en la que estás. Y si se enteraran, probablemente se desharían de ti. Nosotros somos una apuesta más segura. Sencillo, ¿no crees?

—Pero el Sistema, antes o después, se enterará de todo. No acabo de comprender a qué situación te refieres, pero el Sistema es enorme y no son estúpidos.

—Quizá tengas razón —dijo él—. Pero aún tardarán cierto tiempo. Y con un poco de suerte, mientras tanto, nosotros podremos resolver nuestros problemas: nosotros y tú. Elegir es eso. Y uno tiene que elegir el bando que le ofrece mayores posibilidades, aunque la diferencia sea sólo de un miserable uno por ciento. Es como en el ajedrez. Te dan un jaque mate, pero tú escapas. Y, mientras te estás escabullendo, es posible que tu adversario meta la pata. Por más poderoso que sea un contrincante, no puede descartarse la posibilidad de que cometa algún error. Bueno…

Tras pronunciar estas palabras, el hombrecillo echó una ojeada al reloj, se volvió hacia el gigantón y chasqueó los dedos. Al oír el chasquido, el gigantón alzó la barbilla, igual que un robot al que acabaran de activar, y se acercó rápidamente al sofá. Se plantó ante mí como un biombo. ¿Biombo, he dicho? Más que un biombo, parecía una pantalla gigante como las de los autocines. Me bloqueó la vista por completo. Su corpachón interceptó la luz del techo y me quedé envuelto en pálidas sombras. Me vino a la mente el día en que, estando en primaria, presencié un eclipse de sol desde el patio de la escuela. Todos miramos el sol a través de un cristal encerado que usamos como filtro. Desde entonces, había transcurrido un cuarto de siglo. Y aquel cuarto de siglo me había conducido a aquella extraña situación.

—Bueno… —repitió el hombre—. Ahora vas a pasar un rato un poco desagradable. En fin, un poco… no. Un rato muy desagradable. Ten paciencia y piensa que es por tu bien. No creas que a nosotros nos gusta hacerte esto. No. Lo hacemos porque no nos queda más remedio. ¡Quítate los pantalones!

Resignado, me quité los pantalones. Tampoco habría conseguido nada negándome.

—Arrodíllate en el suelo.

Obedecí. Me levanté del sofá y me hinqué de rodillas en la alfombra. Era un poco raro estar arrodillado allí con sólo una sudadera y unos bóxer puestos, pero, antes de que pudiera avergonzarme de mi aspecto, el gigantón se colocó a mis espaldas, pasó sus brazos por debajo de mis axilas y me inmovilizó ambas muñecas a la altura de la cadera. Sus movimientos eran ágiles y precisos. La presión no era muy grande, pero, en cuanto intenté revolverme un poco, la nuca y los hombros me dolieron tanto como si me estuvieran desmembrando. Después me inmovilizó los tobillos entre sus piernas. De modo que acabé tan quieto como un pato en el estante de una barraca de tiro al blanco.

El canijo fue a la cocina, cogió la navaja del gigantón, que estaba sobre la mesa, y volvió. Desplegó la hoja, de unos siete centímetros de largo, se sacó el encendedor del bolsillo y pasó por el fuego la punta de la hoja. La navaja no parecía muy peligrosa, pero tampoco era una baratija de ferretería. La hoja medía lo suficiente para rajar a un hombre. A diferencia del oso, el cuerpo del hombre es blando como un melocotón, y una navaja de siete centímetros de hoja puede cumplir perfectamente su cometido.

Tras esterilizar la hoja en la llama, el canijo esperó pacientemente a que se enfriara. Luego, puso la mano izquierda sobre el elástico de la cintura de mis bóxers blancos y los bajó de un tirón hasta un punto en que mi pene quedó medio descubierto.

—Te va a doler un poco. Tú aguanta —dijo.

Sentí que una bola de aire del tamaño de una pelota de tenis subía desde mi estómago hasta la mitad de mi garganta. Noté cómo el sudor cubría la punta de mi nariz. Tenía miedo. Probablemente, temía que me lastimaran el pene. Y que mi pene lastimado no pudiera tener ya nunca más una erección.

Pero el hombre no me hirió en el pene. Efectuó un corte horizontal de unos seis centímetros en el vientre, unos cinco centímetros más abajo del ombligo. La hoja afilada de la navaja, aún caliente, mordió suavemente la carne de mi bajo vientre y se deslizó hacia la derecha como si trazara una línea con una regla. Intenté retirar el vientre hacia atrás, pero, inmovilizado por el gigantón, no pude. Además, el canijo, con la mano izquierda, me agarraba firmemente el pene. Un sudor frío emanaba de cada uno de mis poros. Un instante después me asaltó un dolor intenso. En cuanto el canijo, tras limpiar la sangre con un pañuelo de papel, plegó la hoja de la navaja, el gigantón me soltó. La sangre teñía de rojo mis calzoncillos blancos. El gigantón me trajo una toalla del baño y yo la presioné contra la herida.

—Eso se arregla con siete puntos —dijo el canijo—. Bueno, te quedará una pequeña cicatriz, pero ahí no se ve mucho. Lo siento, el mundo es así. Tómatelo con calma.

Aparté la toalla de la herida y me contemplé el corte. La herida no era muy profunda, pero, mezclada con la sangre, la carne tenía un color rosa pálido.

—Cuando nos vayamos, vendrán los del Sistema. Tú enséñales la herida. Diles que, como no nos decías dónde estaba el cráneo, te hemos amenazado con cortarte un poco más abajo. Pero tú no sabías nada y, por lo tanto, no has podido decirnos nada. Y, entonces, nosotros nos hemos largado. Esto es la tortura de la que hablábamos. Claro que, si fuésemos en serio, sería muchísimo peor. Pero por hoy es suficiente. En la próxima, si surge la ocasión, te enseñaremos con calma cosas mucho mejores.

Con la toalla apretada aún contra mi vientre, asentí. Soy incapaz de explicar por qué, pero me dio la impresión de que era mejor hacer lo que me decía.

—Por cierto, fuisteis vosotros quienes me enviasteis a aquel pobre empleado del gas, ¿verdad? —le pregunté—. Dabais por sentado que el hombre no lo conseguiría y lo único que buscabais era ponerme en guardia y que escondiera el cráneo y los datos en alguna parte. ¿Me equivoco?

—¡Qué listo es! —volvió a admirarse el canijo mirando al gigantón al rostro—. No se le escapa una. Un tipo tan inteligente puede sobrevivir. Con un poco de suerte, claro.

Luego, los dos se marcharon. No tuvieron necesidad de abrir la puerta, ni de cerrarla después. Mi puerta blindada, retorcida y fuera de sus goznes, estaba abierta al mundo entero.

Me quité los calzoncillos manchados de sangre, los arrojé al cubo de la basura y me limpié alrededor de los labios de la herida con una gasa suave empapada en agua. Cuando me movía hacia delante y hacia atrás, sentía un dolor punzante. La manga de mi sudadera también estaba manchada de sangre, así que también tiré a la basura la sudadera. Luego, de entre toda la ropa esparcida por el suelo, escogí una camiseta de un color en el que no resaltaran las manchas de sangre y un pequeño slip, y me los puse. Me costó lo suyo.

Fui a la cocina, bebí dos vasos de agua y, absorto en mis pensamientos, esperé a que aparecieran los del Sistema.

Unos treinta minutos más tarde llegaron tres tipos de la oficina central. Entre ellos estaba el joven presumido que era mi enlace con la organización y que siempre venía a mi casa a recoger los datos. Como de costumbre, llevaba traje oscuro y camisa blanca y una corbata que le confería aspecto de supervisor de créditos bancarios. Los otros dos calzaban zapatillas de tenis y vestían como empleados de alguna compañía de transportes. A pesar de ello, se veía que no trabajaban ni en un banco ni en una compañía de transportes; simplemente, se habían vestido de un modo que no llamara la atención. Pero sus ojos escudriñaban a su alrededor sin cesar y sus músculos estaban tensos y preparados para cualquier contingencia.

Ellos tampoco llamaron a la puerta, claro está, y entraron en mi apartamento sin descalzarse. Mientras los empleados de la empresa de transportes inspeccionaban el piso de punta a punta, mi enlace me tomó declaración. Se sacó una libretita negra del bolsillo interior de la americana y fue apuntando en ella, con un portaminas, los puntos esenciales. Le conté que habían venido dos tipos que andaban tras un cráneo y le mostré mi herida. Él la contempló unos instantes, pero no expresó su opinión.

—¿Y a qué cráneo se referían? —quiso saber.

—No lo sé —dije—. Eso es lo que iba a preguntarte yo.

—¿Seguro que a usted no le suena de nada? —preguntó mi enlace con una voz sin inflexiones—. Todo esto es muy importante, así que intente acordarse, por favor. Después será demasiado tarde para rectificar. Los semióticos no actúan porque sí. Si han venido a su apartamento en busca de un cráneo, es porque tenían fundadas razones para creer que el cráneo se encontraba aquí. Nada surge de la nada. Y si además se molestan en venir a buscarlo, es que ese cráneo tiene un gran valor. Es impensable que usted no tenga ninguna relación con él.

—Bueno, pues si tanto sabes y tan inteligente eres, explícame tú qué valor tiene ese cráneo —le dije.

Mi enlace permaneció unos instantes dando golpecitos con el portaminas en el canto de la libreta.

—Eso es precisamente lo que vamos a investigar —dijo—. A investigar de un modo exhaustivo. Y llegaremos al fondo de la cuestión. Y si resulta que usted oculta algo, tendrá serios problemas. ¿Es consciente de ello?

Le dije que sí. ¡Vete a saber lo que ocurriría en adelante! Nadie puede prever el futuro.

—Sospechábamos que los semióticos maquinaban algo. Habían empezado a moverse. Sin embargo, aún no sabemos qué buscan. Y quizá esté relacionado de algún modo con usted. Tampoco sé qué valor tiene el cráneo. Pero cuantos más indicios vayamos reuniendo, más nos iremos acercando al meollo del asunto. Esto es lo único que puedo asegurarle.

—¿Y qué debo hacer yo?

—Prestar atención. Tomarse un descanso manteniendo los ojos muy abiertos. De momento, le cancelaremos todos los compromisos de trabajo. Si sucede algo, llámenos enseguida. ¿Funciona el teléfono?

Levanté el auricular y lo comprobé. Funcionaba. Me dije que aquel par debían de haber dejado indemne el teléfono a propósito. Aunque ignoraba por qué.

—Funciona —le dije.

—¿Lo ha comprendido bien? Si ocurre algo, por insignificante que sea, llámenos. No pretenda solucionarlo por su cuenta. No intente ocultarnos nada. Esta gente es peligrosa. La próxima vez no se contentarán con hacerle un arañazo en el vientre.

—¿¡Un arañazo!? —solté sin pensar.

Los hombres con pinta de empleados de empresa de transportes, inspeccionado ya el piso, volvieron a la cocina.

—Lo han registrado todo a conciencia —concluyó el de mayor edad—. No se les ha escapado nada y han actuado con método. Un trabajo de profesionales. Esto es cosa de los semióticos.

Cuando mi enlace hizo un gesto de asentimiento, salieron de la habitación. Mi enlace y yo nos quedamos solos.

—Si buscaban un cráneo, ¿cómo es que han rajado incluso la ropa? —pregunté—. Entre la ropa era imposible esconder ningún cráneo, fuera del tamaño o de la clase que fuese.

—Estos tipos son profesionales. Y los profesionales contemplan todas las posibilidades. Usted podría haber metido el cráneo en una consigna automática y haber escondido la llave. Y una llave puede ocultarse en cualquier parte.

—¡Ah, claro! —dije. Claro.

—Por cierto, ¿los semióticos no le han hecho alguna propuesta?

—¿Propuesta?

—Sí. En concreto, la propuesta de unirse a la Factoría. Ofreciéndole dinero o algún cargo. O mediante amenazas.

—No me han dicho nada de eso —dije—. Sólo me han preguntado por el cráneo y me han rajado la tripa.

—Escúcheme con atención. Si le hacen alguna propuesta de este tipo, debe rehusar. Si nos traicionara, aunque tuviéramos que seguirle hasta el fin del mundo, lo encontraríamos y acabaríamos con usted. No le miento. Es una promesa. El Estado está con nosotros. Nada nos es imposible.

—Lo tendré en cuenta.

Cuando se hubieron ido, intenté recapitular los hechos. Pero ni el mejor de los resúmenes podía conducirme a ninguna parte. El quid de la cuestión estaba en qué diablos investigaba y hacía el profesor. Conjeturar sin saber eso representaba una pérdida de tiempo. Y yo desconocía qué ideas bullían en la mente del anciano profesor.

Sólo una cosa estaba clara: yo me había visto obligado a traicionar a los del Sistema. Y si éstos se enteraban —y seguro que se enterarían antes o después—, me vería en un gran aprieto, tal como me había vaticinado mi presuntuoso enlace. Aunque yo hubiera tenido que mentir bajo amenazas; porque, aunque los del Sistema llegaran a saber las circunstancias de mi traición, jamás me lo perdonarían.

Mientras estaba absorto en mis cavilaciones, la herida empezó a dolerme de nuevo, así que decidí buscar en la guía telefónica la empresa de taxis más cercana, pedir uno e ir al hospital a que me curasen la herida. Me apreté una toalla sobre el vientre, me puse unos pantalones holgados y me calcé. Al agacharme para ponerme los zapatos, sentí un dolor tan agudo como si me estuvieran partiendo por la mitad. ¡Y pensar que una herida en el abdomen de apenas dos o tres milímetros de profundidad es capaz de convertir la vida de un hombre en un infierno! Por no poder, ni siquiera podía ponerme bien los zapatos. Ni hablar de subir y bajar escaleras.

Bajé en ascensor, me senté en el macetero del vestíbulo y esperé a que viniera el taxi. El reloj marcaba la una y media de la tarde. Sólo habían pasado dos horas y media desde que aquel par de brutos me habían destrozado la puerta. Habían sido dos horas y media muy largas. Me daba la sensación de que, como mínimo, habían transcurrido diez.

Ante mis ojos fueron desfilando amas de casa que volvían de hacer la compra. Por las bolsas del supermercado asomaban cebolletas y nabos. Me dieron un poco de envidia. A ellas nadie les destrozaba la nevera ni les rajaba la tripa de un navajazo. Sólo tenían que preocuparse por las notas de sus hijos y de cómo cocinar las cebolletas y los nabos para que la vida fuera siguiendo tranquilamente su curso. No tenían necesidad de salir huyendo con un cráneo de unicornio en brazos ni de calentarse los cascos procesando códigos secretos incomprensibles. Ellas llevaban una vida normal y corriente.

Pensé en los langostinos, en el filete de ternera, en la mantequilla y en la salsa de tomate, que debían de estar descongelándose sobre el suelo de la cocina. Tendría que comérmelos antes del día siguiente. Pero no tenía ni pizca de apetito.

El cartero llegó montado en una motocicleta Super Cub de color rojo y fue distribuyendo hábilmente el correo dentro de los buzones alineados a un lado del vestíbulo. Mirándolo, me di cuenta de que había buzones que estaban llenos a rebosar de correo y otros que no recibían ni una triste carta. El mío, ni lo tocó. Ni siquiera le dirigió una mirada.

Al lado de los buzones había un ficus con la maceta llena de palos de polo y de colillas. El ficus parecía tan exhausto como yo. Todo el mundo le arrojaba tantas colillas como se le antojaba, le rompía las hojas. No recordaba desde cuándo estaba allí. A juzgar por la suciedad que acumulaba, debía de llevar mucho tiempo en el vestíbulo. Y yo, aunque pasaba a diario por delante, había ignorado la existencia de aquel ficus hasta el día en que me habían rajado la barriga y había tenido que esperar un taxi en el vestíbulo.

El médico, tras examinarme la herida, me preguntó cómo me la había hecho.

—En una pelea. Un asunto de faldas, ¿sabe? —dije. Es lo único que se me ocurrió. Aunque, a los ojos de cualquiera, era obvio que la herida había sido producida por una navaja.

—En estos casos, tenemos la obligación de denunciar el hecho a la policía —dijo el médico.

—No quisiera mezclar a la policía en este asunto. La verdad es que parte de la culpa fue mía. La herida no es muy profunda y preferiría que todo quedara en privado. Se lo ruego.

El médico refunfuñó un poco, pero al final se dejó convencer, me hizo acostar en la camilla, me desinfectó la zona, me puso varias inyecciones, tomó aguja e hilo y me cosió hábilmente la herida. Cuando el médico hubo terminado de darme los puntos, una enfermera me aplicó una compresa sobre la herida y me rodeó la cintura con una especie de cinturón de goma para fijarla bien. Todo el rato me estuvo mirando con desconfianza.

—No haga movimientos bruscos —dijo el médico—. No beba, no tenga relaciones sexuales ni se ría demasiado. Intente descansar, lea un poco. Y vuelva mañana.

Le di las gracias, pagué en la ventanilla, me hice con un medicamento para evitar que la herida supurara y regresé a casa. Al llegar, me tendí en la cama, tal como me había ordenado el doctor, y empecé a leer Rudin, de Turguéniev. De hecho, habría preferido Aguas primaverales, pero encontrar el libro entre las ruinas en las que se había convertido mi apartamento era una misión casi imposible y, pensándolo bien, Aguas primaverales no era mejor que Rudin.

Tumbado en la cama, antes del anochecer, con un vendaje alrededor del vientre y leyendo una vieja novela de Turguéniev, sentí que todo me daba igual. Yo no había provocado ninguna de las cosas que me habían ocurrido a lo largo de los últimos tres días. Ni una sola. Todo me había venido impuesto desde fuera, yo sólo me había visto involucrado en ello.

Fui a la cocina y rebusqué con suma atención entre los cascos acumulados en el fregadero. Casi todas las botellas de alcohol se habían roto y los cristales se habían esparcido por todas partes, pero una botella de Chivas Regal, solamente una, conservaba intacta su parte inferior y, en el fondo de la botella, quedaba un resto de whisky. Lo vertí en un vaso y lo examiné a contraluz, pero no vi ningún fragmento de cristal. Volví a la cama con el vaso y seguí leyendo mientras me tomaba el whisky tibio, solo.

Había leído Rudin por última vez cuando estudiaba en la universidad, y de eso hacía ya quince años. ¡Quince años! Al releerlo en esas circunstancias, con el vendaje rodeando mi cintura, me di cuenta de que Rudin, el protagonista, me inspiraba mayor simpatía que antes. Las personas no pueden corregir sus defectos. Las tendencias del ser humano se consolidan antes de los veinticinco años, aproximadamente, y después, por más esfuerzos que uno haga, no puede cambiar, en lo esencial, su naturaleza. El problema radica en cómo reacciona el mundo exterior ante las tendencias de uno. Supongo que el whisky debía de ayudar, pero me identifiqué con Rudin. Los personajes de las novelas de Dostoievski raramente despiertan mi simpatía, pero los de Turguéniev la conquistan de inmediato. Incluso he llegado a identificarme con el protagonista de la serie Distrito 87. Quizá se deba a que soy una persona con muchos defectos. Y los que tenemos muchos defectos tendemos a identificarnos con los que tienen tantos defectos como nosotros. A menudo cuesta identificar como tales los defectos de los personajes de Dostoievski, de modo que soy incapaz de sentir una total simpatía hacia éstos. En el caso de los personajes de Tolstoi, los defectos son tan desmesurados y trascendentales que se tornan estáticos.

Al acabar de leer Rudin, arrojé el libro de bolsillo sobre el estante y volví a rebuscar entre los residuos del fregadero. Descubrí un dedo de líquido en una botella de Jack Daniels Black Label, lo vertí en un vaso, regresé a la cama y, esta vez, me enfrasqué en la lectura de Rojo y negro, de Stendhal. A mí me gustan mucho las novelas pasadas de moda. ¿Cuántos jóvenes deben de leer hoy en día Rojo y negro? De todos modos, en aquel momento, al leer la novela, me compadecí de Julien Sorel. Lo que me movió a compasión fue que sus defectos ya estuviesen consolidados antes de los quince años. Porque el hecho de que una persona tenga ya determinados antes de los quince años todos los factores que condicionarán su vida, por más objetivamente que uno lo considere, inspira lástima. Es como si se hubiese encerrado a sí mismo en una cárcel de hierro. Como si, confinado en este mundo cercado por una muralla, se dirigiese, paso tras paso, hacia el abismo.

Algo me había conmovido.

La muralla.

Ese mundo estaba rodeado por una muralla.

Cerré el libro y, mientras dejaba deslizar el último trago de Jack Daniels por mi garganta, reflexioné unos instantes sobre ese mundo rodeado de murallas. Podía imaginar con relativa facilidad la muralla y la puerta. La muralla era muy alta y la puerta muy grande. Reinaba un silencio sepulcral. Y yo estaba allí. Pero mi conciencia era muy vaga y no distinguía con claridad el paisaje de mi alrededor. Podía ver nítidamente la ciudad en su conjunto, sólo las imágenes que me rodeaban eran tremendamente vagas y confusas. Y, desde el otro lado de aquel velo opaco, alguien me llamaba.

Parecía la escena de una película, y me pregunté si en alguna de las películas históricas que había visto saldrían imágenes similares. Sin embargo, ni en El Cid, ni en Ben-Hur, ni en Los diez mandamientos, ni en La túnica sagrada, ni en Espartaco había visto imágenes como aquéllas. Lo que significaba que debían de ser un caprichoso fruto de mi imaginación. «Seguro que la muralla simboliza las limitaciones de mi vida», pensé. «Y que el silencio es una secuela de la eliminación del sonido. El hecho de que los alrededores estén velados se debe a que mi imaginación se enfrenta en estos momentos a una crisis vital decisiva. Y quizá la voz sea la de la joven de rosa que me está llamando.»Tras aquel análisis simplista de mi desvarío momentáneo, volví a abrir el libro. Pero me fue imposible concentrarme en la lectura. «Mi vida no es nada», pensé. «Cero. Nada. ¿Qué he construido yo hasta ahora? Nada. ¿He hecho feliz a alguien? A nadie. ¿Tengo algo? Nada. No tengo ni familia, ni amigos, ni puerta. Ni siquiera tengo erecciones. Hasta puede que acabe perdiendo mi trabajo.»Incluso el objetivo ulterior de mi vida, el idílico mundo del violonchelo y del griego, corría ahora un grave peligro. Si perdía el trabajo a raíz de aquello, la holgura económica que habría de permitirme realizar mis sueños se iría al traste. Además, si me viera obligado a ir hasta el fin del mundo huyendo del Sistema, no tendría tiempo para aprender los verbos irregulares griegos.

Cerré los ojos, lancé un suspiro tan profundo como un pozo inca y volví a enfrascarme en la lectura de Rojo y negro. Lo perdido, perdido estaba. Por más que me rompiera la cabeza, no habría vuelta atrás.

Comprobé con sorpresa que ya había anochecido y que me envolvían unas tinieblas turguénievo-stendhalianas. Tendido en la cama, la herida no me dolía tanto. De vez en cuando, un dolor vago y sordo como el redoble de un tambor se extendía desde la herida hasta los costados, pero, una vez pasado el ramalazo, casi podía olvidarme de ella. El reloj señalaba las siete y veinte minutos, pero yo seguía sin tener apetito. No había probado bocado desde aquel emparedado insustancial que, junto a la leche, me había echado al estómago a las cinco y media de la mañana, y la ensalada de patatas que había comido después en la cocina, pero sólo con pensar en la comida se me revolvía el estómago. Estaba cansado, falto de sueño, me habían herido en el vientre y en mi piso reinaba un caos tan grande como si lo hubiese volado un cuerpo de zapadores enanos. No era extraño que no tuviera apetito.

Unos años atrás, había leído una novela de ciencia ficción ambientada en un futuro próximo en la que el mundo, lleno a rebosar de objetos de desecho, se encaminaba hacia su destrucción: el cuadro que ofrecía mi casa era idéntico. Por el suelo había esparcidos residuos de todas clases. Desde mi traje de tres piezas rasgado hasta el aparato de vídeo y el televisor rotos, y también las botellas hechas añicos, y el brazo de la lámpara quebrado, y los discos pisoteados, y la salsa de tomate descongelada, y los cables de los altavoces arrancados… La mayor parte de las camisas y de la ropa interior que cubrían por entero el suelo del dormitorio estaban pisoteadas y manchadas de tinta y de granos de uva aplastados, con lo cual habían quedado inservibles. El plato con un racimo de uva que había dejado tres días atrás, a medio comer, sobre la mesilla de noche había acabado por el suelo y pisoteado. Las obras completas de Joseph Conrad y Thomas Hardy estaban empapadas de agua sucia del jarrón. Y los gladiolos, derramados sobre la pechera de mi jersey de cachemir color beige pálido como una ofrenda floral a un fallecido en combate. En las mangas del jersey se extendía una mancha de tinta Pelikan color azul real del tamaño de una pelota de golf.

Todo se había convertido en basura.

En una montaña de basura inútil que no iría a ninguna parte. Los microorganismos mueren y se convierten en petróleo; los grandes árboles caen y se convierten en carbón. Pero todo aquello era auténtica basura, inservible, sin destino alguno. ¿Adónde podría ir a parar un aparato de vídeo roto?

Fui a la cocina, una vez más, y rebusqué entre los cascotes del fregadero. Pero, por desgracia, ya no quedaba ni una gota más de whisky. El whisky ya no acabaría dentro de mi estómago, sino que, deslizándose por las cañerías, había descendido, cual Orfeo, a la nada del subsuelo, al reino de los tinieblos.

Mientras rebuscaba en el fregadero, me corté el dedo corazón de la mano derecha con un fragmento de botella. Permanecí unos instantes contemplando cómo la sangre manaba de la herida de la yema del dedo y goteaba sobre una etiqueta de whisky. Cuando te han causado una herida grande, las pequeñas te parecen una nadería. Nadie había muerto desangrado como consecuencia de una herida en un dedo.

Dejé que la sangre manara libremente hasta que tiñó de rojo toda la etiqueta de la botella de Four Roses, pero después, viendo que no paraba, opté por limpiarme la sangre con un pañuelo de papel y ponerme una tirita.

Por el suelo de la cocina, como cartuchos vacíos después de un tiroteo, corrían siete u ocho latas de cerveza. Al recogerlas, las noté tibias, pero prefería eso que nada. Con una lata en cada mano, volví a la cama y continué leyendo Rojo y negro entre pequeños sorbos de cerveza. Pretendía que el alcohol eliminara la tensión de aquellos últimos tres días y poder sumirme así en un sueño profundo. Aunque al día siguiente me aguardaran un sinfín de penalidades —cosa que, sin duda, ocurriría—, de momento quería dormir a pierna suelta durante el tiempo que tardaba la Tierra en girar sobre sí misma igual que lo hacía Michael Jackson. Porque los problemas renovados tenía que recibirlos con renovada desesperación.

Antes de las nueve, el sueño me venció. El descanso llegó incluso a mi humilde piso arrasado como la cara oculta de la luna. Arrojé al suelo Rojo y negro, del que llevaba leídas tres cuartas partes, apagué mi lamparilla, que se había librado de la masacre, me puse de costado, me hice un ovillo y me dormí. Yo era un pequeño embrión en mi cuarto destrozado. Hasta que llegara el momento, nadie podría estorbar mi sueño. Yo era un príncipe de la desesperación envuelto en el manto de los sinsabores. Y permanecería sumido en un profundo sueño hasta que un sapo del tamaño de un Volkswagen Golf se acercara a darme un beso.

Pese a mis expectativas, mi sueño no se prolongó más de dos horas. A las once de la noche apareció la joven gorda del traje de color rosa y me sacudió el hombro. Por lo visto, mi sueño se cotizaba muy barato en aquella subasta. Todo el mundo desfilaba por mi casa y daba un puntapié a mi sueño, como si quisiera comprobar el estado de los neumáticos de un coche de segunda mano. No tenían ningún derecho a hacerlo. Tal vez fuera viejo, pero no era ningún automóvil de ocasión.

—¡Déjame en paz! —exclamé.

—Escúchame, por favor. Levántate. ¡Por favor! —dijo la muchacha.

—¡Déjame en paz! —repetí.

—No es hora de dormir —dijo la muchacha y me golpeó con el puño en el costado. Un dolor tan violento como si acabaran de abrir la puerta del infierno recorrió todo mi cuerpo—. ¡Por favor! —insistió ella—. El mundo está llegando a su fin.