Como siempre, fui recobrando la conciencia de manera progresiva, a partir de los extremos de mi campo visual. Primero, en el ángulo derecho, emergió la puerta del cuarto de baño; luego, en el izquierdo, la lámpara de la mesa de la cocina; poco después, la visión fue extendiéndose hacia el centro y, del mismo modo que el hielo va cubriendo la superficie de un estanque, acabó confluyendo en un punto central. Y, justo allí, había un reloj despertador. Las agujas señalaban las once y veintiséis minutos. Este despertador me lo dieron, recuerdo, en una boda. Para apagar el zumbido de la alarma tienes que apretar simultáneamente un botón rojo que hay en el lado izquierdo y otro negro que hay en el derecho. Si no, el despertador continúa sonando. Este original mecanismo tiene como objetivo impedir que sigas una norma de conducta muy extendida que consiste en parar, en un gesto reflejo, el despertador y seguir durmiendo. Y lo cierto era que para apagarlo tenía que levantarme, ponerme el despertador sobre las rodillas y apretar a la vez los dos botones con las manos izquierda y derecha, con lo cual mi mente ya se había adentrado uno o dos pasos en el reino de la vigilia. Acabo de decir que me lo regalaron en una boda. Pero no logro recordar en la boda de quién. Hubo una época en que yo tenía un montón de amigos y conocidos que rondaban los veinticinco años y en la que los casamientos se sucedían uno tras otro. Total, que no recuerdo en qué boda me lo regalaron. Porque lo cierto es que yo no me hubiera comprado jamás un despertador tan engorroso como aquél, que requería que se apretaran dos botones a la vez para detener el zumbido. Y es que suelo despertarme de muy buen humor.
Cuando mi visión confluyó en el punto donde estaba el reloj despertador, yo, en un acto reflejo, lo cogí, me lo puse sobre las rodillas y apreté con ambas manos los botones rojo y negro. Después me di cuenta de que no había estado sonando. Como no había estado durmiendo, no había tenido necesidad alguna de poner el despertador; me había limitado a colocarlo, sin más, sobre la mesa de la cocina. Había estado haciendo un shuffling. No tenía por qué parar el despertador.
Dejé el reloj sobre la mesa y miré a mi alrededor. Todo continuaba igual que antes. La luz roja indicaba que la alarma seguía conectada; en un rincón de la mesa había una taza de café vacía. En el posavasos que hacía las veces de cenicero, la colilla del cigarrillo que ella se había fumado se mantenía tiesa. Era un Marlboro Light. Sin manchas de carmín. Pensándolo bien, ella no llevaba maquillaje.
Después examiné el cuaderno y los lápices que tenía delante. De los cinco lápices F bien afilados, dos estaban rotos, dos completamente gastados y sólo uno seguía intacto. En el dedo anular de la mano derecha notaba el ligero entumecimiento propio de cuando se ha escrito mucho tiempo seguido. El shuffling había concluido. Unas pulcras y apretadas cifras se sucedían en el cuaderno a lo largo de dieciséis páginas.
Tal como indicaba el manual, tras confrontar las cantidades de las listas de los valores numéricos resultantes del shuffling con las de los valores numéricos convertidos del lavado, cogí las segundas y las quemé en el fregadero. Metí el cuaderno en una caja de seguridad y lo guardé con el magnetófono en la caja fuerte. Luego me senté en el sofá del cuarto de estar y lancé un suspiro. La mitad del trabajo ya estaba hecha. Todavía me quedaba un día libre.
Me serví dos dedos de whisky en un vaso, cerré los ojos y me lo bebí en dos tragos. El alcohol tibio pasó por mi garganta, cruzó mi esófago y se aposentó en mi estómago. Transportado por mis venas, el calor se extendió pronto a todos los rincones de mi cuerpo. Primero se caldearon mi pecho y mis mejillas; después, mis manos y, por último, mis pies. Fui al cuarto de baño, me cepillé los dientes, bebí dos vasos de agua, oriné y, a continuación, me dirigí a la cocina, afilé los lápices y los coloqué ordenadamente en la bandeja de los lápices. Luego puse el despertador en la mesilla y desconecté el contestador automático del teléfono. El reloj señalaba las once y cincuenta y siete minutos. El día siguiente lo tenía libre, todo entero para mí. Me desnudé deprisa, me puse el pijama, me escurrí entre las sábanas y, tras subirme la manta hasta el mentón, apagué la luz de la mesilla. Estaba decidido a dormir doce horas seguidas. Nadie podría impedirme dormir doce horas seguidas. Aunque los pájaros cantaran, aunque la gente cogiera el tren para ir al trabajo, aunque algún volcán entrara en erupción, aunque una división acorazada israelí arrasara algún pueblo de Oriente Medio, yo seguiría durmiendo.
Luego, fantaseé sobre la vida que llevaría después de la jubilación. Por entonces, habría ahorrado ya una cantidad considerable y, junto con el dinero de la jubilación, podría vivir sin agobios, y aprender griego y violonchelo. Cargaría el estuche del violonchelo en los asientos traseros del coche, me iría a la montaña y allí, solo, con tranquilidad, haría mis ejercicios musicales…
Y si me iban bien las cosas, tal vez incluso pudiera adquirir una casita en la montaña. Un pequeño chalé, con una cocina bien equipada. Y pasaría los días leyendo, escuchando música, viendo películas antiguas en vídeo, cocinando… Cocinando. En este punto, me acordé de la chica del pelo largo, la encargada de las consultas de la biblioteca. Pensé que no me importaría que estuviese conmigo… allí, en el chalé de la montaña. Yo cocinaría y ella comería.
Pensando en la comida, terminé durmiéndome. El sueño cayó de repente sobre mí, como si el cielo se derrumbara sobre mi cabeza. El violonchelo, el chalé, la comida… Todo se esfumó, convertido en pequeños fragmentos. Sólo quedé yo, durmiendo a pierna suelta.
Alguien me había abierto un boquete en la cabeza con un taladro y ahora me estaba introduciendo una dura cinta de papel dentro del agujero. La cinta era muy larga y muy dura e iba penetrando y penetrando sin fin. Yo intentaba apartarla con un movimiento de la mano, pero no lo conseguía y la cinta iba deslizándose rápidamente hacia el interior de mi cráneo.
Me incorporé y me pasé ambas manos por la cabeza, pero no encontré ninguna cinta. Tampoco palpé agujero alguno. Era un timbre. Un timbre que sonaba sin parar. Agarré el reloj despertador, me lo puse sobre las rodillas y apreté con ambas manos los botones rojo y negro. Pero el timbre seguía sonando. Era el teléfono. Las agujas del reloj señalaban las cuatro y dieciocho minutos. Fuera todavía estaba oscuro. O sea, que eran las cuatro y dieciocho minutos de la madrugada.
Salté de la cama, me dirigí a la cocina y agarré el teléfono. Siempre que me llaman a altas horas de la noche, me digo que, en lo sucesivo, antes de acostarme me llevaré el teléfono al dormitorio, pero luego me olvido. Y después acabo golpeándome la espinilla con la pata de la mesa de la cocina o con la estufa de gas.
—¿Diga? —pregunté.
Ningún sonido. Parecía que el teléfono estuviese enterrado en la arena.
—¡¿Diga?! —grité, enfadado.
Al otro lado de la línea reinaba un silencio absoluto. Ni siquiera se oía el ruido de una respiración. El silencio era tan denso que me daba la sensación de que iba a llegar a través del hilo telefónico y a arrastrarme hacia su interior. Enfadado, colgué, saqué leche de la nevera, bebí a grandes tragos y regresé a la cama.
El teléfono volvió a sonar a las cuatro y cuarenta y seis minutos de la madrugada. Me levanté, seguí el mismo itinerario, alcancé el teléfono y descolgué.
—¿Diga?
—¿Sí? ¿Me oyes? —dijo una voz femenina. No logré adivinar quién era—. Perdona por lo de antes. Es que el sonido sufre alteraciones. Desaparece de vez en cuando, ¿sabes? —dijo.
—¿Que el sonido desaparece?
—Sí, exacto —dijo ella—. Desde hace rato, hay un gran desbarajuste sonoro. Seguro que le ha pasado algo a mi abuelo. ¿Me oyes?
—Sí, te oigo —dije. Era la nieta del estrafalario anciano que me había regalado el cráneo del unicornio. La gordita del traje chaqueta de color rosa—. Mi abuelo todavía no ha vuelto a casa. Y el sonido se ha alterado de repente. Estoy segura de que le ha sucedido algo malo. He llamado al laboratorio, pero no contesta… Estoy convencida de que lo han atacado los tinieblos y le han hecho algo malo.
—¿Estás segura? ¿No es normal en él eso de enfrascarse en sus experimentos y no volver a casa? Acuérdate de que ni siquiera se había dado cuenta de que te había dejado insonorizada toda la semana. No sé, pero me da la impresión de que es una persona que se sumerge en algo y se olvida de todo lo demás.
—No, no es eso. Yo lo sé. Entre mi abuelo y yo hay una conexión muy fuerte, ¿sabes?, y notamos si le ha ocurrido algo al otro. A mi abuelo le ha sucedido algo, te lo digo yo. Algo horrible. Además, han destruido la barrera del sonido, estoy segura. Por eso el sonido está tan alterado en el subterráneo.
—¿Qué es eso de la barrera del sonido?
—Es un dispositivo que emite un sonido especial para ahuyentar a los tinieblos. La han destrozado y el sonido de la zona se ha desequilibrado por completo. Los tinieblos han atacado a mi abuelo.
—¿Y para qué?
—Todos van detrás de las investigaciones de mi abuelo. Los tinieblos, los semióticos, toda esa gente. Intentan apoderarse de sus investigaciones. Le propusieron un trato, pero mi abuelo lo rechazó y ellos se enfadaron muchísimo. ¡Por favor! ¡Ven enseguida! Está ocurriendo algo horrible. ¡Ayúdame! ¡Por favor!
Me imaginé a los tinieblos vagando por el tenebroso subterráneo. Sólo con pensar en bajar allá en esos momentos se me ponían los pelos de punta.
—Mira, lo siento en el alma, créeme. Pero yo soy calculador. En mi contrato no están estipulados otros servicios y, además, no creo que te sirviera de mucho. Me encantaría ayudarte, por supuesto, pero luchar contra los tinieblos y rescatar a tu abuelo sobrepasa con mucho mis posibilidades. Yo acudiría a la policía, o a los especialistas del Sistema, no sé, a gente entrenada para eso.
—Llamar a la policía está descartado. Si lo hiciera, todo saldría a la luz. Y las consecuencias serían fatales. Si las investigaciones de mi abuelo se hicieran públicas, el mundo se acabaría.
—¿Que se acabaría el mundo, dices?
—¡Por favor! —insistió la muchacha—. ¡Ven a ayudarme! ¡Y deprisa! Si no lo haces, las consecuencias serán irreparables. Y, después de mi abuelo, vas tú. Porque al siguiente a quien buscarán será a ti.
—¿A mí? ¿Y por qué tienen que ir a por mí? Si yo no sé nada sobre la investigación de tu abuelo…
—Pero tú eres la llave. Sin ti, no lograrán abrir la puerta.
—No entiendo de qué me estás hablando —dije.
—Ahora, por teléfono, no hay tiempo para entrar en detalles. Pero tiene una importancia capital, mayor de la que te imaginas, créeme. Es de suma importancia para ti. No hay tiempo que perder. O será el fin. No te miento.
—¡Lo que me faltaba! —dije y miré el reloj—. En todo caso, es mejor que salgas de ahí. Si es verdad lo que dices, corres peligro.
—¿Y adonde tengo que ir?
Le indiqué un supermercado de Aoyama que no cerraba en toda la noche.
—Espérame en la cafetería. Llegaré antes de las cinco y media.
—Tengo mucho miedo. Es que no…
El sonido se perdió de nuevo. Vociferé ante el auricular, pero no obtuve respuesta. El silencio ascendía desde el auricular como el humo sale por la boca de la escopeta. Tal vez volvía a haber problemas de insonorización. Colgué el auricular, me quité el pijama, y me puse una sudadera y unos pantalones de algodón. Luego fui al cuarto de baño, me afeité a toda prisa con la maquinilla eléctrica, me lavé la cara y, frente al espejo, me peiné. Debido a la falta de sueño, tenía la cara hinchada como un pastel de queso. Sólo deseaba dormir a pierna suelta. Dormir largo y tendido, recuperar las fuerzas y llevar una vida normal y corriente. ¿Por qué la gente no me dejaba en paz? Que si unicornios por aquí, que si tinieblos por allá…, ¿qué tenía que ver todo eso conmigo?
Encima de la sudadera me puse un anorak de nailon y, en el bolsillo, me metí la cartera, algo de calderilla y la navaja. Tras dudar unos segundos, envolví el cráneo del unicornio en un par de toallas, lo metí, junto con las tenazas, en una bolsa de deporte y, al lado, arrojé el cuaderno de los valores numéricos resultantes del shuffling. Mi apartamento no era seguro. Un profesional tardaría tanto tiempo en forzar la cerradura del piso y la de la caja fuerte como en lavar un pañuelo.
Al final, me puse las zapatillas de tenis a medio lavar, cogí la bolsa de deporte y salí de casa. En el descansillo no se veía un alma. Evité el ascensor, bajé por las escaleras. Aún no había amanecido y el edificio estaba sumido en el silencio más absoluto. En el aparcamiento del subterráneo tampoco se veía un alma.
Era extraño. Estaba todo demasiado tranquilo. Si iban detrás del cráneo, lo normal era que hubieran dejado al menos a un tipo vigilando. Y allí no había nadie. Era como si se hubiesen olvidado de mí.
Abrí la puerta del coche, dejé la bolsa en el asiento del copiloto y di la vuelta a la llave del motor. Eran casi las cinco de la madrugada. Salí del aparcamiento mirando atentamente en todas direcciones y me dirigí a Aoyama. La carretera estaba desierta. Apenas circulaban coches, sólo algún taxi que volaba de regreso a casa y algún camión de transporte nocturno. De vez en cuando echaba una ojeada al retrovisor, pero ningún coche me seguía.
Los acontecimientos se estaban desarrollando de una manera extraña. Conocía muy bien la manera de actuar de los semióticos. Cuando hacían algo, se dejaban la piel en ello. Sobornar a un chapucero empleado del gas o relajar la vigilancia de la persona que buscaban no era su estilo. Siempre escogían el método más eficaz y no pestañeaban a la hora de llevarlo hasta las últimas consecuencias. Una vez, dos años atrás, secuestraron a cinco calculadores y les levantaron la tapa de los sesos con un cuchillo eléctrico. Les extrajeron el cerebro y trataron de descifrar los datos que contenían mientras aún estaban vivos. Fracasaron en el intento y, al final, encontraron los cinco cadáveres, sin el cerebro y sin la parte superior del cráneo, flotando en la bahía de Tokio. Esa gente no se andaba con chiquitas. Allí pasaba algo raro.
Entré en el aparcamiento del supermercado a las cinco y veintiocho minutos: casi a la hora de la cita. Por el este, el cielo ya había empezado a cobrar una tonalidad lechosa. Con la bolsa en los brazos, entré en el supermercado. El amplio recinto estaba casi desierto y, en la caja, un chico con un uniforme de rayas, sentado en una silla, leía una de las revistas que estaban a la venta. Una mujer de edad y profesión indefinidas rondaba por los pasillos apilando latas de conserva y comida precocinada en su carrito. Doblé la esquina de la sección de bebidas alcohólicas y enfilé hacia la cafetería.
La joven no estaba sentada en ninguno de los doce taburetes alineados a lo largo de la barra. Me senté en un extremo y pedí leche fría y un emparedado. La leche estaba tan fría que no sabía a nada y el pan del emparedado —uno de esos sándwiches envueltos en papel de celofán— estaba gomoso y húmedo. Lo comí despacio, con calma, mordisco a mordisco, y me bebí la leche a pequeños sorbos. Durante un rato me entretuve mirando un cartel turístico de Frankfurt que había en la pared. Era otoño y las hojas de los árboles de la orilla del río habían enrojecido, los cisnes surcaban la superficie del agua y un anciano, con un abrigo negro y tocado con una gorra de paño, les daba de comer. Había un majestuoso puente de piedra y, al fondo, se veía la torre de la catedral. Al mirar con atención, descubrí, en ambos extremos del puente, unas casitas de piedra, como garitas, con unos ventanucos. No sé para qué servirían. El cielo era azul, las nubes blancas. Había mucha gente sentada en los bancos de la orilla del río. Todos llevaban abrigos y la mayoría de mujeres se cubrían la cabeza con pañuelo. Era una hermosa fotografía, pero, sólo con mirarla, me entraba frío. El paisaje otoñal de Frankfurt ya lo sugería, cierto, pero a mí, cada vez que veía una torre alta con aguja, me entraban escalofríos.
Así que dirigí los ojos hacia la pared opuesta, donde había un cartel de un anuncio de tabaco. Un joven de piel tersa, con un cigarrillo con filtro encendido entre los dedos, miraba de soslayo con aire abstraído. ¿Por qué los modelos de los anuncios de tabaco tienen siempre ese aire de «no estoy mirando nada, no estoy pensando en nada»?
El cartel de tabaco no daba tanto de sí como el de Frankfurt, así que pronto me di la vuelta y barrí el recinto vacío del supermercado con la mirada.
Enfrente de la barra había unas latas de fruta en conserva apiladas formando montículos parecidos a hormigueros. Había tres pilas: una de latas de melocotón, otra de pomelo y una tercera de naranja. Delante, había una mesa de degustación, pero a aquellas horas, justo después de amanecer, nadie ofrecía fruta. Porque a nadie se le ocurre probar fruta en conserva a las cinco y cuarenta y cinco minutos de la mañana. Junto a la mesa había pegado un anuncio en el que se leía: FERIA DE LA FRUTA DE ESTADOS UNIDOS. En el cartel, se veía una tumbona blanca delante de una piscina y, sentada en la tumbona, una chica comiendo macedonia de frutas. Era una hermosa joven rubia, de ojos azules y piernas largas, muy bronceada. En los anuncios de fruta siempre sacan chicas rubias. La clase de chicas guapas que, por más tiempo que las mires, en cuanto apartas los ojos de ellas, ya no te acuerdas de qué cara tenían. En el mundo existe este tipo de belleza. Que es como los pomelos: indistinta.
La sección de bebidas alcohólicas contaba con una caja registradora propia, pero no había nadie que atendiera. La gente decente no va a comprar alcohol antes de desayunar. De modo que no había nadie en aquella zona: ni clientes ni vendedores, sólo las botellas, alineadas en silencio como pequeñas coníferas producto de una repoblación forestal reciente. Por fortuna, las paredes estaban llenas de carteles publicitarios. Los conté: uno de brandy, otro de bourbon, otro de vodka, tres de whisky escocés, tres de whisky japonés, dos de sake y cuatro de cerveza. ¿Por qué habría tantos anuncios de bebidas alcohólicas? Ni idea. Tal vez fuera porque son las bebidas que tienen un carácter más festivo.
En todo caso, me iban de perilla para matar el tiempo y estudié los carteles con detenimiento. Tras observar los quince, concluí que los de whisky con hielo eran los más logrados desde el punto de vista estético. Vamos, que el whisky con hielo es fotogénico. Se arrojan tres o cuatro cubitos dentro de un vaso ancho, se vierte el whisky ambarino. El agua blanquecina del hielo derretido lo sobrenada con gracia durante unos instantes antes de diluirse en el ámbar. Una bonita imagen. Al fijarme, me di cuenta de que, en la mayoría de anuncios de whisky, salía whisky con hielo. De hecho, el whisky con agua es poco atractivo, y al whisky solo, realmente, le falta algo. Otro descubrimiento fue que en ninguno de los carteles se veía nada para picar. Las personas que bebían alcohol en los anuncios se lo tomaban a palo seco. Tal vez los anunciantes creyeran que, junto con algo de comida para picar, el alcohol perdía su pureza. O quizá temieran que, si aparecía algo para picar, la atención de la gente que viera el anuncio se desplazaría hacia la comida. Me dije que era comprensible. Porque todo tiene un motivo, no hay duda.
Mientras miraba los carteles, dieron las seis de la mañana. Pero la joven gorda no aparecía. ¿Por qué tardaba tanto? Era un misterio. Me había urgido a que nos viéramos cuanto antes. Pero de nada servía darle vueltas. Poco más podía hacer yo. Había acudido tan pronto como me había sido posible. El resto era cosa suya. Porque, a mí, aquel asunto ni me iba ni me venía.
Pedí café caliente y me lo tomé despacio, sin azúcar ni leche.
A partir de las seis, el número de clientes fue aumentando poco a poco. Amas de casa que iban a comprar el pan y la leche del desayuno, estudiantes que volvían de pasar la noche de juerga y pedían algo ligero en la cafetería. Una muchacha compró papel higiénico, un oficinista adquirió tres periódicos diferentes. Y dos hombres de mediana edad, con palos de golf, entraron a comprar un botellín de whisky. En realidad, aunque los llame «hombres de mediana edad», debían de tener unos treinta y cinco años, como yo. Pensándolo bien, a mí también se me podría considerar un «hombre de mediana edad», sólo que, como no cargo con palos de golf y no visto ese tipo de ropa, parezco más joven.
Estaba contento por haberla citado en un supermercado. En otro lugar me habría sido más difícil matar el tiempo. Y es que me encantan los supermercados.
Esperé hasta las seis y media y, luego, resignado, salí, subí al coche y fui hasta la estación de tren de Shinjuku. Metí el coche en un aparcamiento, cogí la bolsa, me dirigí a la consigna de equipajes y pedí que me la guardaran. Al advertirle al encargado que la bolsa contenía un objeto frágil y que la manejara con cuidado, colgó del asa una tarjeta roja que llevaba dibujada una copa de cóctel y un letrero donde ponía: FRÁGIL. Vi cómo colocaba mi bolsa de deporte Nike de color azul en un anaquel y recogí el comprobante. A continuación fui al quiosco, compré un sobre y sellos por valor de doscientos sesenta yenes, metí el comprobante en el sobre, lo cerré, pegué los sellos y envié la carta por correo urgente a un apartado de correos secreto que había abierto bajo el nombre de una empresa ficticia. De esta manera, no era probable que dieran con él. A veces utilizaba este medio como precaución.
Después saqué el coche del aparcamiento y volví a casa. Sentía alivio al pensar que ya no tenía nada que pudieran robarme. Metí el coche en el garaje, subí las escaleras, entré en el piso y, después de ducharme, me metí en la cama y dormí como si nada hubiese sucedido.
A las once, tuve visita. Por la manera en que se habían desarrollado los acontecimientos, ya suponía que aparecerían hacia esa hora, de manera que no me sorprendí demasiado. Pero es que aquellos individuos, en vez de tocar el timbre, tiraron la puerta abajo. Además, no sólo derribaron la puerta, la reventaron golpeándola con una barra de hierro de las que se usan para demoler edificios y lo hicieron con tal violencia que incluso el suelo tembló como la gelatina. Fue horrible. Con la fuerza que tenían, podían haber ido directamente al portero y haberle obligado a que les entregara la llave maestra de los apartamentos. Habría sido de agradecer que abrieran tranquilamente con la llave. Así me habría ahorrado la reparación de la puerta. Además, tras semejante alarde de brutalidad, era muy posible que a mí me echaran del piso.
Mientras esa gente golpeaba la puerta para tirarla abajo, me puse los pantalones, me pasé la sudadera por la cabeza, me oculté la navaja detrás del cinturón, fui al lavabo y oriné. Luego, por si acaso, abrí la caja fuerte, pulsé el botón de emergencia del magnetófono y borré la grabación, abrí la nevera, saqué una cerveza y una ensalada de patatas, y me las tomé para almorzar. En la galería había una escalera de incendios, de modo que, de haberlo deseado, habría podido escapar, pero estaba muy cansado y me daba una pereza tremenda andar huyendo de un lugar para otro. Además, si huía, no resolvería ninguno de los problemas a los que me enfrentaba en aquellos momentos. Porque la verdad era que estaba metido —o que me habían involucrado— en una serie de problemas sumamente complejos que era incapaz de resolver yo solo. Y tenía que hablar seriamente de ellos con alguien.
Había ido al laboratorio subterráneo de un científico que había solicitado mis servicios y había procesado unos datos. De pasada, éste me había regalado el cráneo de un unicornio y yo me lo había llevado a casa. A continuación, un empleado del gas, sobornado presuntamente por los semióticos, se había plantado en mi casa y había intentado robarme el cráneo. De madrugada, la nieta del hombre que me había contratado me llamaba por teléfono, me decía que su abuelo había sido atacado por los tinieblos y me pedía ayuda. Nos habíamos citado en un lugar, pero ella no había aparecido. Por lo visto, yo tenía en mi poder dos objetos de gran valor. Uno era el cráneo, y el otro, los datos resultantes del shuffling. Y ambos los había dejado en la consigna de la estación de Shinjuku.
Un buen embrollo. Necesitaba que alguien me diera alguna pista. Si no, ya me veía huyendo eternamente con el cráneo bajo el brazo sin entender ni jota.
Apuré la cerveza, me terminé la ensalada de patatas y, en el instante en que, satisfecho, lanzaba un suspiro, se oyó un estruendo similar a una explosión, la puerta blindada se partió por la mitad y apareció el hombre más grande que había visto en toda mi vida. Llevaba una camisa hawaiana de estampado llamativo, unos pantalones militares de color caqui llenos de manchas de aceite y unas zapatillas de tenis tan grandes como unas aletas de bucear. Iba rapado, tenía una nariz rechoncha y el cuello tan grueso como el tórax de una persona normal. Sus párpados eran gruesos y plomizos, y el blanco de sus ojos somnolientos resaltaba de una manera desagradable. Parecían ojos artificiales, pero, mirándolos con atención, comprobé que sus pupilas efectuaban un movimiento rápido de vez en cuando, así que debían de ser auténticos. Mediría un metro noventa y cinco. Tenía los hombros muy anchos y la enorme camisa hawaiana, que envolvía su corpachón como una sábana partida por la mitad, le tiraba tanto a la altura del pecho que los botones parecían a punto de salir disparados.
El gigantón echó una ojeada a la puerta que acababa de reventar con la misma expresión con la que yo miraría el tapón de una botella de vino recién descorchada y luego se volvió hacia mí. No parecía abrigar hacia mi persona sentimientos especialmente complejos. Me miró como si yo formara parte del mobiliario. Y la verdad es que me hubiera gustado serlo.
Se hizo a un lado y, tras él, apareció un hombrecillo de un metro y medio de altura, delgado, de facciones regulares. Llevaba un polo Lacoste de color azul celeste, pantalones chinos de color beige y zapatos marrón claro. Sin duda se vestía en una tienda de ropa infantil de marca. En su muñeca brillaba un Rolex de oro, pero, como no era un Rolex para niños, le quedaba enorme. Recordaba uno de esos aparatos transmisores que llevan los de Star Trek. Debía de estar en la segunda mitad de la treintena o a principios de la cuarentena. Con veinte centímetros más, habría podido trabajar como doble de un actor de televisión.
El gigantón entró en la cocina sin quitarse los zapatos, rodeó la mesa hasta situarse frente a mí y agarró una silla. Entonces el canijo entró a paso lento y se acomodó en ella. El gigantón se sentó sobre el fregadero, cruzó sobre el pecho unos brazos del grosor de los muslos de una persona normal y clavó en mi espalda, un poco más arriba de los riñones, unos ojos mortecinos. Debería haber huido por la escalera de incendios, no cabía la menor duda. Había cometido un grave error de apreciación.
El canijo no se dignó mirarme; tampoco me saludó. Sacó un paquete de Benson & Hedges y un encendedor Dupont de oro. A la vista estaba que los gobiernos de los países extranjeros exageraban respecto al desequilibrio de la balanza comercial. El hombrecillo jugueteó con el encendedor, haciéndolo rodar entre dos dedos con gran habilidad. Aquello parecía circo a domicilio, aunque, claro está, yo no recordaba haber solicitado sus servicios.
Busqué por encima del refrigerador, localicé un cenicero con la marca Budweiser que me habían dado en la bodega, le limpié el polvo con los dedos y lo dejé frente al canijo. Este encendió un cigarrillo con un chasquido breve y claro, y exhaló el humo entrecerrando los ojos. Su pequeñez llamaba la atención. Cara, manos, piernas: todo en él era diminuto y proporcionado. Era como una copia reducida de una persona normal. En consecuencia, el Benson & Hedges parecía largo como un lápiz de colores nuevo.
Sin abrir la boca, el canijo mantenía los ojos clavados en el ascua del cigarrillo. En una película de Jean-Luc Godard, en este punto habría aparecido un subtítulo que indicara: «Él contempla cómo se va consumiendo el cigarrillo», pero, por suerte o por desgracia, las películas de Godard están completamente pasadas de moda. Cuando una gran parte de la punta del cigarrillo se hubo convertido en ceniza, el hombrecillo la sacudió sobre la mesa. El cenicero, ni siquiera lo miró.
—En fin, esa puerta… —dijo el canijo con una voz aguda y penetrante— teníamos que romperla. Así que la hemos roto. De haberlo querido, habríamos podido abrirla tranquilamente con una llave, pero no era el caso. No te lo tomes a mal.
—Aquí no hay nada. Por más que busquéis, no encontraréis nada —insistí.
—¿Buscar? —dijo el canijo como si se sorprendiera—. ¿Buscar? —Con el cigarrillo en la comisura de los labios, se rascó la palma de la mano—. ¿Buscar, dices? ¿Buscar qué?
—Pues no lo sé. Pero algo habréis venido a buscar. Por eso habéis reventado la puerta, ¿no?
—No sé de qué hablas —insistió—. Me parece que estás confundido. Nosotros no queremos nada. Hemos venido a hablar contigo. Sólo a hablar. No buscamos nada, no queremos nada. Bueno, una Coca-Cola, si la tienes, sí me la bebería.
Abrí el refrigerador, saqué dos de las latas de Coca-Cola que había comprado para mezclar con el whisky y las puse encima de la mesa junto con dos vasos. Luego me saqué una lata de cerveza Ebisu para mí.
—Supongo que él también querrá una —dije señalando al gigantón, que estaba a mis espaldas.
En cuanto el canijo lo llamó, doblando un dedo, el otro se acercó silenciosamente y cogió la lata de Coca-Cola de encima de la mesa. Para lo corpulento que era, se movía con una agilidad sorprendente.
—Cuando te la acabes, haz «aquello» —le dijo el canijo. Luego se dirigió hacia mí—: Una pequeña demostración —añadió concisamente.
Me volví y observé cómo el gigantón se bebía la Coca-Cola de un trago. Al terminar, tras darle la vuelta a la lata para comprobar que no quedaba ni una gota, se la puso entre las palmas de las manos y, sin alterar un ápice su expresión, la aplastó por completo. Con un ruido similar al que produce el papel de periódico barrido por el viento, la lata roja de Coca-Cola quedó convertida en una fina lámina de metal.
—Bueno, esto puede hacerlo cualquiera —dijo el canijo. Tal vez pudiera hacerlo cualquiera, pero yo no.
Entonces el gigantón cogió la lámina de metal con los dedos y, esbozando una levísima mueca, la rasgó limpiamente de arriba abajo. En cierta ocasión yo había visto cómo partían una guía de teléfonos, pero era la primera vez que rasgaban, ante mis ojos, una lata de Coca-Cola aplastada. Mientras no lo probara, no podría asegurarlo, pero debía de ser muy difícil.
—También puede doblar una moneda de cien yenes. Y eso no lo hace cualquiera —dijo el hombrecillo.
Asentí con un movimiento de cabeza.
—También puede arrancar un par de orejas de cuajo.
Asentí con otro movimiento de cabeza.
—Hasta hace tres años, era luchador profesional de lucha libre —dijo el canijo—. Era bastante bueno. Si no se hubiera lesionado la rodilla, posiblemente hubiera llegado a ser campeón. Es joven, fuerte y más ágil de lo que parece. Pero con una rodilla lesionada no se puede competir. En la lucha libre tienes que ser rápido.
Como el hombrecillo, en este punto, me clavó la mirada, volví a asentir con la cabeza.
—Desde entonces yo cuido de él. Es mi primo, ¿sabes?
—¡Vaya! Veo que en vuestra familia no hay nadie de tamaño mediano —dije.
—Repite eso —dijo el canijo clavándome la mirada.
—Nada, nada —dije.
El canijo permaneció unos instantes dudando qué hacer, pero, al final, lo dejó correr, tiró el cigarrillo al suelo y lo apagó de un pisotón. Decidí no protestar.
—Tendrías que relajarte un poco. Sincérate conmigo y verás qué tranquilo te sientes después. Si uno no está relajado, no puede hablar con el corazón en la mano, ¿verdad? —dijo el canijo—. Todavía estás demasiado tenso.
—¿Puedo sacar otra cerveza de la nevera?
—¡Faltaría más! Es tu casa, tu nevera y tu cerveza, ¿no es cierto?
—Y mi puerta —añadí.
—Olvídate de la puerta. Si no, volverás a ponerte tenso. Total, esa puerta barata era una porquería. Con el sueldo que ganas, podrías mudarte a un sitio con una puerta de verdad.
Dejé correr el tema de la puerta, saqué otra cerveza del frigorífico y bebí unos sorbos. El canijo se sirvió la Coca-Cola en el vaso y, tras esperar a que el gas dejara de chisporrotear, se tomó la mitad.
—Sentimos mucho haberte puesto nervioso. Mira, voy a explicarte de qué va todo esto: hemos venido a ayudarte.
—¿Tirándome la puerta abajo?
Al oírlo, la cara del hombrecillo enrojeció violentamente y sus fosas nasales se dilataron.
—Ya te he dicho que te olvidaras de la puerta, ¿de acuerdo? —dijo muy despacio.
Luego se volvió hacia el gigantón y le repitió la frase. Éste hizo un gesto de asentimiento, dándole la razón. El canijo parecía un tipo muy irascible. Y a mí no me gusta tener tratos con gente irascible.
—Hemos venido en plan amistoso —siguió el canijo—. Tú estás confuso y nosotros hemos venido a explicarte unas cuantas cosas. En fin, quizá hablar de confusión sea un poco exagerado. Digamos, si lo prefieres, que estás un poco desorientado, ¿de acuerdo?
—Estoy confuso y desorientado. No tengo ninguna información, ninguna pista. Ni siquiera tengo puerta.
El canijo agarró el encendedor de oro y lo arrojó contra la puerta de la nevera. El impacto produjo un siniestro sonido sordo, y en la puerta de la nevera apareció una abolladura bien visible. El gigantón recogió el encendedor del suelo y lo puso sobre la mesa. Todo volvió al estado inicial, sólo quedó la marca en la puerta del frigorífico. Para calmarse, el canijo se bebió el resto de la Coca-Cola. Y es que a mí, cuando me topo con una persona irascible, me entran ganas de poner a prueba su irascibilidad.
—Ya me dirás qué importancia tiene una estúpida puerta como ésta. ¡O dos puertas! Piensa en la gravedad de la situación. Porque la situación es muy grave. Tanto que ni siquiera importaría que te hubiésemos destrozado todo el piso. Así que no vuelvas a mencionar la puerta.
«¡Mi puerta!», pensé en mi fuero interno. No se trataba de que la puerta fuese barata o no. Una puerta es un símbolo.
—De acuerdo, dejemos correr lo de la puerta. Pero después de lo que ha pasado es posible que me echen del apartamento. Este edificio es muy tranquilo y aquí vive gente decente, ¿sabes? —dije.
—Si alguien pretende echarte, llámame. Ya me encargaré yo de que entre en razón. Tú no te preocupes, nadie te molestará.
Me dio la impresión de que eso complicaba aún más las cosas, así que opté por no provocarlo más; asentí en silencio y bebí más cerveza.
—Quizá me esté metiendo donde no me llaman, pero voy a darte un consejo. Pasados los treinta y cinco, es mejor dejar la cerveza —dijo el canijo—. La cerveza es para los estudiantes o para los obreros. Echas barriga, y es una bebida sin clase. Cuando llegas a cierta edad, sientan mejor el vino o el brandy. Orinar demasiado daña el metabolismo. Es mejor dejarla, créeme. Bebe un alcohol más caro. Si bebes cada día un vino de esos que vale veinte mil yenes la botella, tienes la sensación de que te lava el cuerpo.
Asentí y seguí bebiendo cerveza. ¡Menudo entrometido! Para poder beber tanta cerveza como yo quería sin echar barriga, iba a nadar a la piscina, salía a correr.
—Pero ¡en fin!, no soy quién para dar consejos —dijo el canijo—. Todo el mundo tiene sus debilidades. Las mías son el tabaco y los dulces. Los dulces me vuelven loco. Aunque son malísimos para los dientes y provocan diabetes.
Asentí con un movimiento de cabeza.
El hombre cogió otro pitillo y lo prendió con el encendedor.
—Crecí al lado de una fábrica de chocolate, ¿sabes? Quizá eso me marcó. No creas que era una de esas fábricas importantes, como la Morinaga o la Meiji, no. Era una fábrica de pueblo, poco conocida. Una de esas marcas que se venden en las tiendas de chucherías o en las ofertas del supermercado. En fin, una de esas fábricas de chocolate barato. Total que, todos los días, siempre, en mi casa olía a chocolate. Todo olía a chocolate: las cortinas, la almohada, el gato. Todo. Por eso ahora me gusta tanto el chocolate. Porque cuando lo huelo, me acuerdo de mi infancia.
El hombre echó una ojeada a la esfera de su Rolex. Estuve tentado de volver a sacar a colación la puerta, pero me dije que la historia se alargaría demasiado y cambié de idea.
—Bueno —dijo el canijo—, tenemos poco tiempo, es mejor que dejemos de charlar. ¿Estás un poco más tranquilo?
—Un poco.
—Vayamos entonces al grano —prosiguió—. Tal como te he dicho antes, hemos venido con el propósito de aclarar tus dudas. Así que pregunta lo que quieras. Si puedo, te responderé. —Con la mano me hizo un gesto que indicaba: «¡Vamos! ¡Adelante!»—. Pregunta lo que quieras.
—Primero me gustaría saber quiénes sois y hasta qué punto estáis informados.
—¡Buena pregunta! —dijo y miró a su compañero como en busca de su aprobación. Cuando el gigantón asintió con un gesto, se volvió hacia mí—. La verdad, eres listo. No te andas con rodeos. —Sacudió la ceniza en el cenicero—. Enfócalo de la siguiente manera: nosotros hemos venido a ayudarte. La organización a la que pertenecemos es un asunto, por el momento, irrelevante. Y, respecto a lo que sabemos, pues lo sabemos casi todo. Lo del profesor, lo del cráneo, lo de los datos del shuffling, casi todo. También sabemos cosas que tú desconoces. ¡Siguiente pregunta!
—¿Ayer por la tarde pagasteis a un empleado del gas para que me robara el cráneo?
—Eso ya te lo he dicho antes. Nosotros no queremos el cráneo. Nosotros no queremos nada.
—Entonces, ¿quién fue? ¿Quién sobornó al empleado? Porque no me diréis que era un fantasma, ¿verdad?
—Nosotros no sabemos nada de eso —dijo el pequeñajo—. Y hay otra cosa que tampoco sabemos. Tiene que ver con los experimentos del profesor. Conocemos al detalle todo lo que está haciendo en estos momentos. Lo que no tenemos claro es hacia dónde se encaminan sus investigaciones. Y queremos saberlo.
—Tampoco yo lo sé —dije—. Yo no sé nada y, a pesar de eso, todo el mundo me crea problemas sin parar.
—Ya sabemos que tú no estás enterado de nada. A ti sólo te están utilizando.
—¿O sea que no habéis venido a buscar nada?
—Sólo a saludarte —dijo y dio unos golpecitos en el canto de la mesa con el encendedor—. Hemos pensado que era mejor que nos conocieras. Así, en el futuro, nos será más fácil intercambiar información y puntos de vista.
—¿Puedo jugar a imaginar un poco?
—Adelante, adelante. La imaginación es libre como los pájaros, inabarcable como el mar. Nadie puede detenerla.
—Pues yo creo que vosotros no sois hombres ni del Sistema ni de la Factoría. Actuáis de manera distinta. Seguro que pertenecéis a una pequeña organización independiente. Y estáis intentando ampliar vuestra esfera de influencia. Posiblemente, a costa de la Factoría.
—¡Anda! ¡Fíjate tú! —dijo el canijo mirando a su primo—. Ya te he dicho antes que era listo, ¿eh?
El gigantón asintió.
—Tan listo que parece mentira que viva en una porquería de casa como ésta. Tan listo que parece mentira que lo haya dejado su mujer —dijo el canijo.
Hacía tiempo que no me alababan tanto. Me sonrojé.
—Has acertado en casi todo —dijo el canijo—.Vamos detrás de la investigación que está desarrollando el profesor para colocarnos en una buena posición en esta guerra de datos. Estamos preparados y contamos con capital. Ahora te queremos a ti y las investigaciones del profesor. Con vosotros podremos derrocar desde los fundamentos el sistema bipolar Sistema-Factoría. Este es el aspecto positivo de la guerra de la información. Que es muy equitativo. Quien posee un sistema nuevo y bueno se lleva el gato al agua. Y la victoria está asegurada. Además, la situación es en la actualidad claramente antinatural. Un monopolio clarísimo, ¿no te parece? La parte legal de la información la monopoliza el Sistema, y la parte ilegal, la Factoría. No hay competencia posible. Y esto, lo mires como lo mires, contraviene las leyes del liberalismo económico. ¿Qué? ¿No te parece antinatural?
—A mí eso ni me va ni me viene —dije—. Yo estoy en la base, trabajando como una hormiguita. Y nada más. No opino nada. Así que si habéis venido aquí con la intención de que me una a vosotros…
—Me parece que no lo entiendes —dijo el canijo haciendo chasquear la lengua—. No queremos que te unas a nosotros. Sólo he dicho que te queremos a ti. ¡Siguiente pregunta!
—Quiero saber qué son los tinieblos —dije yo.
—¿Los tinieblos? Pues son unas criaturas que viven en el subsuelo. Están en los túneles del metro, en el alcantarillado, en lugares por el estilo. Se alimentan de los desechos de la ciudad y beben el agua de las cloacas. Apenas se mezclan con los seres humanos. Por eso se sabe tan poco de ellos. En principio, no son peligrosos, aunque de vez en cuando atrapan a alguien que se ha extraviado, solo, bajo tierra, y se lo comen. En ocasiones desaparece algún trabajador cuando hay obras en el metro.
—¿Y el gobierno no sabe nada?
—Claro que sí. El Estado no es tan tonto. Esos lo saben muy bien. Bueno, sólo los de arriba del todo.
—Entonces, ¿por qué no previenen a la gente? ¿O por qué no los echan?
—En primer lugar —dijo el hombre—, si se informara al país, cundiría el pánico. Es fácil de imaginar, ¿no? A nadie le gustaría tener unos bichos que no se sabe qué son pululando bajo los pies. En segundo lugar, no existe manera de acabar con ellos. Ni siquiera las Fuerzas de Defensa podrían ocupar la totalidad del subsuelo de Tokio y liquidar a los tinieblos. La oscuridad es su hábitat. Acabaría convirtiéndose en una auténtica guerra.
»Y hay otra cosa. Los tinieblos tienen una gran guarida bajo el palacio imperial, ¿sabes? Y si les sucediera algo, podrían abrir un agujero en plena noche, trepar hasta la superficie y arrastrar hacia el subsuelo a quien encontraran arriba. Si hicieran eso, Japón se sumiría en el caos más absoluto, ¿entiendes? Por eso el gobierno hace la vista gorda y no se mete con ellos. Además, piensa en la posibilidad opuesta. Aliándose con ellos, tendrían una fuerza colosal. En caso de un golpe de Estado, o de una guerra, quien tuviera a los tinieblos de su lado obtendría la victoria. Porque, incluso en caso de una guerra nuclear, ellos sobrevivirían. Sin embargo, nadie hasta hoy ha unido sus fuerzas con los tinieblos. Son unas criaturas terriblemente desconfiadas que jamás se relacionan con los humanos.
—Pues he oído decir que se han aliado con los semióticos —dije.
—Sí, corre ese rumor. Pero, aun suponiendo que fuese cierto, seguro que no es más que un pacto temporal que han establecido, por una razón u otra, una pequeña facción de los tinieblos con los semióticos. Una coalición permanente entre ellos es impensable.
—Sin embargo, los tinieblos han secuestrado al profesor.
—También he oído eso. Pero no lo sé a ciencia cierta. También cabe la posibilidad de que todo sea una farsa. De que el profesor haya fingido que lo han capturado para esfumarse. ¡Vete a saber! La situación es tan compleja que puede haber sucedido cualquier cosa.
—¿Y qué investigaba el profesor?
—El profesor llevaba a cabo una investigación especial —dijo y contempló su encendedor desde diversos ángulos—. Una investigación independiente, desde una posición enfrentada tanto a la organización de los calculadores como a la de los semióticos. Los semióticos intentan adelantarse a los calculadores y los calculadores intentan eliminar a los semióticos. El profesor se ha abierto paso a través de este intersticio y lo que estudia trastocará por completo el funcionamiento del mundo. Para eso te necesita a ti. Y no me refiero a tu capacidad como calculador, sino a ti como persona.
—¿A mí? —dije sorprendido—. ¿Y por qué me necesita a mí? No tengo ningún talento especial, soy una persona normal y corriente. Francamente, no me imagino en qué puedo contribuir a la transformación del mundo.
—También nos lo preguntamos nosotros —dijo el canijo jugueteando con el encendedor—. Tenemos una idea, pero no estamos seguros. Sea como sea, él ha desarrollado sus investigaciones centrándose en ti. Y, finalmente, ha concluido los preparativos y ya está listo para acometer el estadio final. Y tú sin enterarte de nada, ¿verdad?
—Y vosotros planeabais apoderaros de mí y de su investigación en cuanto concluyera ese último estadio del que hablas, supongo.
—Pues sí. Pero las cosas se han puesto feas. La Factoría se ha olido algo y ha empezado a moverse. Así que nosotros también nos hemos tenido que mover. ¡Un verdadero problema!
—¿Y el Sistema sabe algo?
—No, creo que todavía no se ha dado cuenta de nada. Pero como conocen al profesor, seguro que andan con los ojos muy abiertos.
—¿Y el profesor quién es?
—Trabajó unos años en el Sistema. No me refiero a tareas prácticas como las que haces tú, claro está. Él estaba en los laboratorios centrales. Su especialidad…
—¿En el Sistema? —dije. La historia se complicaba más y más. Por lo visto, todo giraba alrededor de mí, pero yo era el único que estaba en ayunas.
—Exacto. En resumen, que antes el profesor era colega tuyo —dijo el canijo—. Nunca os visteis, supongo, pero estabais en la misma organización. ¡Uf! Es que, a pesar de ser un único Sistema, la organización de los calculadores abarca un ámbito de actividades tan amplio y tan complejo, y se desarrollan además con tanto secretismo, que sólo un puñado de individuos de la cúspide saben realmente qué pasa, dónde pasa y de qué manera. Es decir, que la mano izquierda no sabe lo que hace la derecha, y el ojo izquierdo y el derecho miran cosas distintas. En pocas palabras, que la información es excesiva para recaer sobre unos mismos hombros. Los semióticos tratan de robar esa información, y los calculadores intentan protegerla. Pero las dos organizaciones han crecido tanto que, en estos momentos, nadie puede procesar ese alud de información.
»En fin, que el profesor dejó la organización de los calculadores y emprendió su propia investigación. Sus estudios, que son interdisciplinarios, abarcan la fisiología cerebral, la fisiología, la craneología y la psicología. El profesor es una eminencia en todos los terrenos relacionados con los mecanismos que determinan la conciencia. Se puede decir, sin exagerar, que es un verdadero sabio, al estilo de los humanistas del Renacimiento, algo muy infrecuente en esta época.
Me sentí un pobre diablo al pensar que había estado explicándole qué era el lavado de cerebro y el shuffling a un personaje de tal envergadura.
—Tampoco exageraría si dijera que el sistema procesador de datos de los calculadores es, en su mayor parte, obra del profesor. Es decir, que vosotros sois unas abejitas a las que les han enchufado el sistema de funcionamiento técnico que él inventó. ¿Te molesta esta expresión?
—No, no. Adelante. No hagas cumplidos —contesté.
—En fin, que el profesor se fue. Cuando dejó el Sistema, los semióticos intentaron reclutarlo, por supuesto. Ya sabes que la mayoría de calculadores que dejan la organización se convierten en semióticos. Pero el profesor rechazó su oferta. Les dijo que realizaba una investigación independiente. Y, de este modo, se convirtió en enemigo tanto de los calculadores como de los semióticos. Para la organización de los calculadores, era un tipo que sabía demasiado, y para la de los semióticos, era un competidor. Ya sabes lo que ocurre con los semióticos: o estás con ellos o estás contra ellos. El profesor, muy consciente de eso, montó su laboratorio muy cerca de la guarida de los tinieblos. Has estado en su laboratorio, ¿verdad?
Asentí.
—Tuvo una gran idea. Con los tinieblos pululando por las inmediaciones, no hay quien se acerque al laboratorio. Porque frente a los tinieblos, ni la organización de los calculadores ni la de los semióticos llevan las de ganar, te lo digo yo. Para poder entrar y salir, el profesor emite unas ondas sonoras que los tinieblos detestan. Y, entonces, el paso queda libre, como Moisés cuando cruzó el mar Rojo. Un sistema defensivo perfecto. Aparte de la chica, creo que eres el único que ha entrado en su laboratorio. Imagínate lo valioso que eres para él. Sea como sea, parece que las investigaciones del profesor han entrado en su fase final y que, para completarlas, sólo le faltas tú. Por eso te ha llamado.
—Hum… —Era la primera vez en mi vida que yo significaba tanto para alguien. La idea de mi propia importancia me resultaba muy extraña. No conseguía acostumbrarme a ella—. Es decir —deduje—, que los datos que he procesado han sido un simple señuelo para atraerme y, por sí mismos, no tienen valor alguno, ¿no? Vamos, si es que el propósito del profesor era que yo fuese allí…
—No, ¡en absoluto! —saltó. Y echó otra ojeada al reloj de pulsera—. Los datos constituyen un programa creado con gran minuciosidad. Una especie de bomba de relojería. Ya sabes: cuando se agota el tiempo fijado por el temporizador, explota. Claro que todo esto son simples suposiciones. Hasta que no se lo preguntemos a él directamente, no sabremos la verdad de todo esto. ¡En fin! El tiempo se acaba y es mejor que dejemos la charla aquí. Porque tenemos cosas que hacer.
—¿Y qué le ha ocurrido a la nieta del profesor?
—¿Le ha pasado algo? —se extrañó—. Nosotros no sabemos nada. Es que no podemos controlarlo todo, ¿sabes? ¿Te interesa la chica?
—No —dije. Probablemente, no.
El canijo se levantó de la silla sin apartar los ojos de mi rostro, cogió el tabaco y el encendedor de encima de la mesa y se los guardó en el bolsillo.
—Creo que te han quedado las cosas muy claras y que has captado a la perfección en qué posición te encuentras tú y en qué posición estamos nosotros. Voy a añadir una cosa más. Nosotros tenemos un plan. Mira, nosotros, en estos momentos, conocemos mejor la situación que los semióticos y, por lo tanto, en esta carrera vamos en cabeza. Sin embargo, nuestra organización es mucho más débil que la Fábrica. Si ellos se lanzan a hacer un sprint, es muy probable que nos adelanten y que acaben pulverizándonos. Así que, antes de que esto ocurra, tenemos que distraer a los semióticos, tenemos que entretenerlos. ¿Entiendes?
—Sí —dije. Lo entendía muy bien.
—Pero eso no podemos hacerlo solos. Tenemos que pedir ayuda a alguien. Tú, en nuestro lugar, ¿a quién se la pedirías?
—Al Sistema —dije.
—¡Anda! ¡Fíjate tú! —volvió a decirle el canijo al gigantón—. Ya te lo he dicho antes, ¿no?, que era listo. —Me miró de frente—. Pero para eso necesitamos un señuelo. Sin señuelo, no cae nadie. Y el señuelo lo serás tú.
—Digamos que no me entusiasma la idea —repuse.
—No se trata de que te entusiasme o no. No tenemos alternativa. Y ahora te haré yo una pregunta: de este piso, ¿qué es lo que tiene más valor para ti?
—Nada —contesté—. No hay nada que valga gran cosa. Todo son baratijas.
—Eso salta a la vista. Pero algún objeto habrá, aunque sólo sea uno, que no querrías que rompiéramos, supongo. Por más barato que sea todo, vives aquí, así que…
—¿Romper? —me sorprendí—. ¿Qué quieres decir con «romper»?
—Pues romper es… simplemente eso: romper. Como la puerta —dijo el canijo señalando la puerta retorcida, arrancada de sus goznes—. Romper por romper. Vamos a destrozártelo todo.
—¿Y eso por qué?
—Es muy difícil explicarlo en dos palabras. Además, te lo explique o no, el resultado será el mismo: te lo vamos a romper igual. Así que dime lo que no querrías que rompiésemos. Es un buen consejo, créeme.
—El aparato de vídeo —dije, resignado—. Y el televisor. Los dos son caros y, encima, acabo de comprarlos. Y, luego, el whisky que guardo dentro del armario.
—¿Y qué más?
—La cazadora de cuero y un traje nuevo de tres piezas. La cazadora tiene el cuello de piel, como las de los aviadores del ejército americano.
—¿Y qué más?
Reflexioné unos instantes. No, no había nada más. No soy de los que atesoran en su casa objetos de valor.
—Sólo eso —dije.
El canijo asintió. El gigantón asintió.
Primero, el gigantón fue abriendo todos los armarios, uno tras otro. Y del interior de uno sacó de un tirón un bullworker[10] que yo utilizaba a veces para trabajar la musculatura, se lo cruzó por la espalda e hizo un estiramiento dorsal completo. Jamás había visto a nadie que estirara completamente el bullworker por la espalda. Era la primera vez que presenciaba algo semejante. Era digno de verse.
Después agarró el bullworker con las dos manos, como si fuese un bate de béisbol, y se dirigió al dormitorio. Me asomé para ver qué hacía. Se plantó ante el televisor, blandió el bullworker por encima de la cabeza y, apuntando al tubo de rayos catódicos, lo golpeó con todas sus fuerzas. Acompañado del estrépito del cristal al romperse en añicos y de cien destellos de luz, el televisor de veintisiete pulgadas que me había comprado sólo tres meses atrás reventó como una sandía.
—¡Espera! —le dije haciendo ademán de levantarme, pero el canijo me detuvo dando una palmada sobre la mesa.
Acto seguido, el gigantón levantó el aparato de vídeo y golpeó repetidas veces, con todas sus fuerzas, el panel contra un trozo de televisor. Los botones salieron despedidos, el cable provocó un cortocircuito y un hilo de humo blanco flotó por el aire como un alma que ha alcanzado la salvación. Tras comprobar que el aparato de vídeo estaba destrozado, arrojó la chatarra contra el suelo y se sacó una navaja del bolsillo. La hoja afilada apareció con un nítido y seco chasquido. Luego abrió el armario ropero y me rajó de arriba abajo la cazadora de piloto y el traje de tres piezas de Brooks Brothers; las cuatro prendas me habían costado, en total, casi doscientos mil yenes.
—¡No hay derecho! —le grité al canijo—. ¿No me habías dicho que no me romperíais los objetos de valor?
—Yo no te he dicho eso —repuso el canijo, impasible—. Yo sólo te he preguntado si tenías algo que tuviese valor para ti. No te he dicho que no lo destrozaríamos. De hecho, eso es siempre lo primero que rompemos. Lógico, ¿no te parece?
—¡Estamos apañados! —exclamé, y saqué una lata de cerveza de la nevera y me la bebí. Y, junto al canijo, me quedé contemplando cómo el gigantón destrozaba por completo el pequeño y coqueto apartamento de dos dormitorios, sala y cocina.