8
EL FIN DEL MUNDO
El Coronel

—No creo que exista la menor posibilidad de que puedas recuperar tu sombra —me dijo el coronel, tomándose el café a sorbitos.

Como la mayoría de personas acostumbradas durante largos años a dar órdenes a los demás, el coronel hablaba con la espalda bien recta y el mentón proyectado hacia delante. Sin embargo, en su actitud no había altanería o prepotencia alguna. De su larga vida castrense había conservado una postura erguida, una vida regular y una ingente cantidad de recuerdos. Para mí, era el vecino ideal. Amable, tranquilo y buen jugador de ajedrez.

—El guardián tiene razón —dijo el anciano coronel—. Tanto en el aspecto teórico como en el práctico, las probabilidades de que puedas recuperar tu sombra son nulas. Mientras estés en esta ciudad, no puedes tenerla, y tú ya no podrás salir jamás de aquí. Esta ciudad es lo que en el ejército se llama una ratonera. Se puede entrar, pero no salir. Al menos, mientras esté rodeada por la muralla.

—Yo no sabía que iba a perder mi sombra para siempre —dije—. Pensé que era algo provisional. Nadie me lo explicó.

—En esta ciudad nadie te explicará nunca nada —dijo el coronel—. La ciudad sigue su propio ritmo. No le importa quién sabe qué o quién no sabe qué. Pero sí: es una verdadera lástima.

—¿Y qué será de la sombra a partir de ahora?

—No le pasará nada. Se va a quedar allí y ya está. Hasta que muera. ¿Has vuelto a verla después?

—No. Lo he intentado varias veces, pero el guardián no me lo ha permitido. Dice que es por razones de seguridad.

—¡Ah! Entonces, no hay nada que hacer —dijo el anciano sacudiendo la cabeza—. La custodia de la sombra corresponde al guardián, en él recae toda la responsabilidad. Nada puedo hacer yo. Ese hombre tiene muy mal genio y es muy rudo, casi nunca hace caso de lo que le dicen. La única solución es tener paciencia y esperar a que le cambie el humor.

—Eso haré —dije—. Pero no entiendo qué diablos le preocupa tanto.

Cuando acabó de tomarse el café, el coronel dejó la tacita sobre el plato, se sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió las comisuras de los labios. Al igual que el resto de su ropa, el pañuelo era viejo, y estaba muy usado, pero limpio y bien cuidado.

—Le preocupa que tú y tu sombra volváis a uniros. Porque, entonces, tendría que volver a empezar desde el principio.

Tras pronunciar estas palabras, volvió a concentrarse en el tablero de ajedrez. Este juego tenía unas piezas y unos movimientos un poco distintos al ajedrez que yo conocía, por lo que, generalmente, ganaba el anciano.

—El mono se come al prior, ¿de acuerdo?

—Adelante —dije. Y moví la torre para cortar la retirada del mono.

Tras asentir varias veces, el anciano volvió a quedarse con los ojos clavados en el tablero. Los lances del juego auguraban una victoria casi segura del anciano coronel, pero éste, en vez de atacar sin darme tregua, movía las piezas con tiento, tras considerar reflexivamente cada uno de los pasos que daba. Para él, el juego consistía más en poner a prueba su propia capacidad que en vencer al adversario.

—Separarte de tu sombra y dejarla morir es muy duro —dijo el anciano y, con un hábil movimiento en diagonal del caballero, bloqueó el espacio entre el rey y la torre. De este modo, mi rey quedó totalmente desprotegido. Tres jugadas más y me daría jaque mate—. Todos hemos tenido que pasar por ahí. Yo también. Si te despojan de tu sombra antes de que la hayas conocido, cuando todavía eres un niño que apenas se entera de nada, aún es soportable. Pero cuando ocurre a edades más avanzadas, duele más. A mí se me murió a los sesenta y cinco años. Y, a esta edad, ¡tienes tantos recuerdos!

—¿Cuánto tiempo puede vivir una sombra después de que la hayan separado de su cuerpo?

—Depende de la sombra —dijo—. Hay sombras llenas de ánimo y otras que no lo tienen. Pero en esta ciudad no sobreviven mucho tiempo. Esta tierra no les sienta bien. Aquí el invierno es largo y crudo. Ninguna sombra alcanza a ver dos primaveras.

Permanecí unos instantes con la mirada fija en el tablero, pero finalmente me di por vencido.

—En cinco jugadas se puede ganar cualquier partida —aseguró el coronel—. Merece la pena intentarlo, ¿no crees? En cinco jugadas cabe la posibilidad de que el adversario cometa un error. Hasta el final, nunca se puede cantar victoria.

—Voy a intentarlo —dije.

Mientras yo pensaba, el anciano se acercó a la ventana, entreabrió con los dedos las gruesas cortinas y a través de la rendija contempló el paisaje.

—Ahora estás atravesando el momento más duro. Pasa como cuando se te cae un diente de leche, hasta que te sale el nuevo. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—¿Cuando te arrancan la sombra y todavía no ha muerto?

—Exacto —asintió el anciano—. Yo aún lo recuerdo. Eres incapaz de mantener bien el equilibrio entre las cosas del pasado y las que pertenecen al futuro. Por eso vacilas. Pero en cuanto te salga el diente nuevo, te olvidarás del otro.

—¿Cuando pierda mi corazón, quiere decir?

El anciano no respondió a eso.

—Perdone que le haga tantas preguntas —me disculpé—. Apenas sé nada de esta ciudad y muchas cosas me desconciertan. Cómo funciona la ciudad, por qué la rodea una muralla tan alta, por qué cada día salen y entran las bestias, qué son los viejos sueños: no sé nada. Y usted es la única persona a quien puedo preguntárselo.

—No creas que yo conozco las razones de todo —dijo el anciano con calma—. Además, hay cosas que no pueden explicarse con palabras y otras que no tengo por qué explicarte. Pero no temas. La ciudad, en cierto sentido, es justa. A partir de ahora te irá mostrando, una a una, las cosas que necesites, las cosas que debas saber. Y tú tendrás que ir entendiéndolas por ti mismo, una tras otra, conforme te vayan llegando. ¿Comprendes? Esta ciudad es perfecta. Y perfección significa tenerlo todo. Pero si tú no eres capaz de asimilar de manera provechosa las cosas que te sucedan, te encontrarás con que no hay nada. Un vacío perfecto. Recuerda bien lo que voy a decirte: lo que puedan enseñarte los demás acaba en sí mismo, lo que aprendes por tu propia cuenta forma parte de ti. Y te será de gran ayuda. Abre los ojos, aguza el oído, haz trabajar la cabeza, descifra el significado de las cosas que te muestra la ciudad. Ya que tienes corazón, sírvete de él mientras puedas. Es lo único que puedo enseñarte.

Si el barrio obrero donde vivía ella era una zona que había visto desaparecer el fulgor de antaño en las tinieblas, el barrio de residencias oficiales que se extendía en la parte sudoeste de la ciudad era una zona que iba perdiendo el color, sin pausa, envuelta en una luz seca. La gracia que le había aportado la primavera se había diluido durante el verano, y el viento que soplaba en otoño había acabado de erosionarla. Sobre la suave y extensa ladera de la llamada Colina del Oeste se sucedían blancas residencias oficiales de dos plantas. En su origen, aquellos edificios habían sido concebidos para albergar cada uno a tres familias, y el único espacio comunitario que tenían era el amplio vestíbulo situado en su parte central. Los remates de madera de cedro de la fachada, los marcos de las ventanas, los porches estrechos, los antepechos de las ventanas: todo estaba pintado de blanco. Hasta donde alcanzaba la vista, todo era blanco. La ladera de la Colina del Oeste mostraba todos los matices del blanco. Un blanco recién pintado, tan brillante que parecía artificial; un blanco que amarilleaba tras permanecer largo tiempo expuesto al sol; un blanco al que la lluvia y el viento parecía que le hubieran arrebatado la esencia y hubiese quedado reducido a nada, a pura inexistencia: todos esos matices del blanco se sucedían hasta el infinito a lo largo de los caminos de grava que cruzaban la colina. Las casas no tenían cercas. A los pies de los estrechos porches sólo había largos parterres de un metro de anchura. Los parterres estaban muy bien cuidados y, en primavera, en ellos florecían el azafrán, los pensamientos y las caléndulas, y, en otoño, los cosmos. Por contraste con las flores, los edificios parecían aún más ruinosos.

Antiguamente, debía de haber sido un barrio elegante. Al pasear por la colina, encontraba, aquí y allá, vestigios de un refinamiento pasado. Sin duda en aquellas calles habían jugado los niños, habían sonado acordes de piano, habían flotado los olores de cenas recién cocinadas. Yo, como si atravesara varias puertas transparentes, podía sentir en mi piel todos estos recuerdos.

Tal como indicaba su nombre, Residencia Oficial, el barrio había estado habitado antaño por funcionarios del gobierno. Ni de alto ni de bajo rango, personas que ocupaban puestos de categoría intermedia. Y, en aquel lugar, todos habían intentado llevar adelante sus modestas vidas.

Pero ahora ya no quedaba ni rastro de ellos. ¿Adonde habían ido? Lo ignoraba.

Después habían llegado los militares retirados. Habían perdido sus sombras y vivían día tras día, como mudas de insectos adheridas a los muros soleados, en la Colina del Oeste barrida por los fuertes vientos. Poco les quedaba por proteger o defender. En cada edificio vivían de seis a nueve viejos soldados.

El guardián me había asignado un cuarto en una de las viviendas de la Residencia Oficial. En el mismo edificio vivían un coronel, dos comandantes, dos tenientes y un sargento. El sargento se encargaba de la comida y de los pequeños quehaceres de la casa, y el coronel emitía juicios. Igual que en el ejército. Los ancianos eran, todos ellos, seres solitarios que —eternamente ocupados en los preparativos de la guerra, en combates, en retiradas, en revoluciones y contrarrevoluciones— habían perdido la oportunidad de formar una familia.

Por la mañana se levantaban temprano, desayunaban deprisa, por la fuerza de la costumbre, y luego emprendían su trabajo sin que nadie se lo hubiese ordenado. Unos raspaban con la espátula la pintura vieja de las paredes, otros arrancaban los hierbajos del jardín delantero, otros reparaban los muebles y otros arrastrando un carrito, bajaban al pie de la colina a buscar las raciones de comida. Cuando acababan su sesión de trabajo matutino, los ancianos se reunían en un rincón soleado y hablaban de sus recuerdos.

Me habían asignado una habitación del primer piso orientada al este. Una pequeña elevación me obstruía la vista y el paisaje que se divisaba desde mi ventana no era bonito, pero, en un extremo, se veía el río y la torre del reloj. El cuarto parecía llevar largo tiempo deshabitado, el yeso de las paredes tenía manchas oscuras por todas partes y una blanca capa de polvo se acumulaba en el quicio de la ventana. Había una cama vieja, una mesa pequeña y dos sillas. En la ventana colgaban gruesas cortinas que olían a moho. La madera del suelo estaba en mal estado y chirriaba a cada paso que daba.

Por las mañanas, mi vecino, el coronel, venía a mi cuarto y desayunábamos juntos; por las tardes, corríamos las cortinas y manteníamos la habitación a oscuras.

—Eso de correr las cortinas y encerrarse en una habitación a oscuras, en días soleados como hoy, debe de ser muy duro para un joven, ¿verdad? —dijo el coronel.

—Pues sí.

—Para mí es de agradecer haber encontrado a alguien para jugar al ajedrez. A los tipos de aquí el juego no les interesa demasiado. Siempre soy el único que quiere jugar.

—¿Por qué abandonó usted su sombra?

El anciano estaba contemplando sus dedos bañados por la luz del sol que penetraba por la rendija de la cortina, pero se apartó enseguida de la ventana y tomó asiento de nuevo frente a mí.

—Supongo que fue porque llevaba mucho tiempo defendiendo esta ciudad. Y debí de tener la sensación de que, si dejaba la ciudad y me iba a otra parte, mi vida perdería su sentido. Claro que ahora esto carece ya de importancia.

—¿Se ha arrepentido alguna vez de haberla abandonado?

—No, nunca —dijo el anciano negando varias veces con la cabeza—. Nunca me he arrepentido. No es algo de lo que tenga que arrepentirme.

Le maté el mono con la torre y, de esta forma, abrí espacio para que pudiera moverse mi rey.

—Buena jugada —dijo el anciano—. Con la torre puedes proteger los cuernos y, además, liberas el rey. Pero ¿te das cuenta?, al mismo tiempo mi caballero gana en movilidad.

Mientras el anciano pensaba con calma la jugada, calenté agua y preparé otro café.

Me dije que en el futuro pasaría muchas tardes como aquélla. En esa ciudad rodeada por la alta muralla, tenía muy pocas opciones.