7
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Cráneo. Lauren Bacall. Biblioteca

Regresé a mi apartamento en taxi. Cuando salí a la calle, ya había anochecido por completo y la ciudad estaba llena de gente que volvía de trabajar. Como además lloviznaba, tardé bastante en encontrar un taxi libre.

Ya de ordinario, me cuesta mucho encontrar taxi. Por razones de seguridad siempre dejo pasar de largo dos taxis libres, como mínimo, antes de subir a uno. He oído que los semióticos cuentan con varios taxis falsos y que se sirven de ellos para recoger a los calculadores cuando éstos han acabado un trabajo y llevárselos quién sabe adónde. Quizá sea sólo un rumor. Ni a mí ni a nadie que conozca le ha sucedido nada parecido. Pero es mejor andarse con cien ojos.

Por eso siempre procuro ir en metro, o en autobús, pero en aquellos instantes estaba exhausto, muerto de sueño, llovía y, sólo pensar en coger un tren o un autobús, atestados de gente a la hora punta de la tarde, me daban escalofríos: total, que decidí parar un taxi, tardara lo que tardase. Una vez dentro del taxi, estuve varias veces a punto de dormirme y tuve que luchar denodadamente para no sucumbir a la somnolencia. Cuando llegara a casa y me tendiese en la cama, podría dormir cuanto quisiera. No era el momento. Era un lugar demasiado peligroso.

De modo que concentré toda mi atención en un partido de béisbol que retransmitían por la radio. No entiendo demasiado de béisbol profesional, pero me decanté, sin más, por el equipo atacante y fui en contra del que defendía el campo. Mi equipo perdía por tres a uno. El segunda base, con dos out, bateó, pero el corredor se aturdió, tropezó y cayó entre la segunda y la tercera bases, con lo cual los out acabaron siendo tres y el equipo 110 pudo anotar ningún punto. El comentarista dijo que aquello era horroroso, y pensé que tenía toda la razón. Es cierto que cualquiera puede atolondrarse y caer, pero, en pleno partido de béisbol, es mejor no hacerlo entre la segunda y la tercera bases. Además, tal vez debido al abatimiento que le produjo este percance, el lanzador envió un tiro directo descafeinado al bateador del equipo contrario, que acabó anotando un home run en el ala izquierda del campo, con lo que el marcador subió a cuatro a uno.

Cuando el taxi se detuvo frente a mi casa, el marcador seguía cuatro a uno. Pagué el importe de la carrera y me apeé con la sombrerera y mi cabeza embotada. La lluvia había cesado casi por completo.

En el buzón no había ninguna carta. En el contestador automático tampoco había ningún mensaje. Por lo visto, nadie me necesitaba. Perfecto. Yo tampoco necesitaba a nadie. Saqué hielo del refrigerador y, en un vaso grande, me preparé un generoso whisky con hielo, al que añadí un poco de soda. Luego me desnudé, me metí en la cama y, recostado en la cabecera, fui tomándome el whisky a sorbitos. Tenía la sensación de que iba a desmayarme de un momento a otro, pero no era razón suficiente para renunciar a mi exquisito ritual de final del día. Estos breves instantes que van desde que me acuesto hasta que me duermo no tienen parangón. Me meto en la cama con algo de beber y escucho música, o leo. A mi modo de ver, estos momentos equivalen a una hermosa puesta de sol o a respirar aire puro.

Iba por la mitad de mi whisky cuando sonó el teléfono. El aparato está sobre una mesa redonda, a unos dos metros de los pies de la cama. Esa noche no me apetecía lo más mínimo levantarme y acercarme al teléfono, así que me quedé mirándolo y oyendo cómo sonaba con ojos distraídos. Sonó trece o catorce veces, pero lo ignoré. En una película antigua de dibujos animados el aparato hubiese vibrado a cada timbrazo, pero, por supuesto, en la realidad no ocurrió nada de eso. El aparato sonó y sonó, acurrucado sobre la mesa, inmóvil. Lo estuve mirando mientras me tomaba el whisky.

Al lado del teléfono, yo había dejado la cartera, la navaja y la sombrerera que me habían regalado. De pronto, se me ocurrió que tal vez fuese mejor abrirla enseguida y ver qué contenía. Quizá fuera algo que había que meter en el frigorífico, o tal vez un ser vivo. O quizá algo de gran valor. Pero estaba demasiado cansado. En primer lugar, de tratarse de algo así, tendrían que haberme dicho algo al respecto. Esperé a que el teléfono dejara de sonar, apuré el whisky de un trago, apagué la luz de la mesilla y cerré los ojos. Al cerrarlos, como si hubiera estado aguardando la ocasión, el sueño se precipitó sobre mí desde el cielo como una gigantesca red negra. Mientras me sumergía en sus profundidades, me dije: «Vete a saber lo que iba a ocurrir a continuación».

Cuando me desperté, la estancia estaba a oscuras. El reloj señalaba las seis y cuarto, pero no logré distinguir si era por la mañana o por la noche. Me puse los pantalones, fui a la puerta del apartamento, la abrí y miré hacia la puerta del piso de al lado. Allí estaba la edición matinal del periódico: así averigüé que era por la mañana. En estos casos, es muy práctico estar suscrito a un periódico. Tal vez yo también debía suscribirme a uno.

Total, que había dormido alrededor de diez horas. Como el cuerpo me pedía más descanso y, además, no tenía nada que hacer en todo el día, me planteé echar otra cabezadita, pero al final cambié de opinión y decidí levantarme. El placer de despertarse junto a un sol nuevo, todavía por estrenar, no tiene precio. Me metí bajo la ducha, me lavé bien, me afeité. Después de hacer los veinte minutos de gimnasia acostumbrados, desayuné lo que encontré. El frigorífico estaba casi vacío, tenía que hacer acopio de provisiones. Me senté a la mesa de la cocina y, mientras tomaba un zumo de naranja, anoté a lápiz la lista de la compra. No me bastó con una hoja, necesité dos. De todas formas, como el supermercado todavía no estaba abierto, decidí que haría la compra cuando saliera a almorzar.

Arrojé dentro de la lavadora toda la ropa sucia que había en la cesta del cuarto de baño y, cuando estaba frotando mis zapatillas de tenis en el fregadero, me acordé de pronto del misterioso regalo del anciano. Dejé de lavar la zapatilla derecha, me sequé las manos con un trapo de cocina, volví al dormitorio y cogí la sombrerera. La caja seguía pareciéndome muy ligera en relación con su tamaño. Su ligereza producía una sensación desagradable. Era liviana en exceso. Me daba que pensar. Tal vez fuese una especie de intuición profesional; algo, no obstante, sin fundamento.

Recorrí la habitación con la mirada. Estaba extrañamente silenciosa. Parecía que hubieran eliminado el sonido, pero, cuando carraspeé para cerciorarme, se oyó un carraspeo normal. Abrí la hoja de mi navaja y probé a dar golpecitos en la mesa con la empuñadura: también esta vez se oyó el «toc-toc» habitual. Al parecer, cuando experimentas el fenómeno de la eliminación del sonido, durante un tiempo tiendes a sentir hacia el silencio una suspicacia mayor que la acostumbrada. Abrí la ventana de la galería. El ruido de los coches y los trinos de los pájaros penetraron en la habitación de un modo tranquilizador. ¡Qué evolución ni qué ocho cuartos! El mundo debe estar lleno de sonidos diferentes.

Después corté con la navaja multiusos, con sumo cuidado para no dañar su contenido, la cinta adhesiva. La parte superior de la caja estaba repleta de bolas de papel de periódico arrugado. Desplegué dos o tres hojas y las leí: eran noticias normales y corrientes de un Mainichi Shimbun de tres semanas atrás, de modo que fui a la cocina a buscar una bolsa de basura y, tras estrujar los papeles, los arrojé en su interior. En la caja habían embutido el papel de los periódicos de dos semanas enteras. Todos del Mainichi Shimbun. Una vez retirado todo el papel, debajo apareció un blando relleno de polietileno, o quizá de estireno espumoso, en trozos del tamaño del dedo de un niño. Fui sacándolo con ambas manos y arrojándolo a la bolsa de basura. No tenía la menor idea de qué había dentro de la sombrerera, pero lo cierto era que aquel regalo daba mucho trabajo. Cuando hube apartado aproximadamente la mitad de polietileno, o de estireno espumoso, topé con algo envuelto en papel de periódico. Ya estaba un poco harto del asunto, así que volví a la cocina, saqué una lata de Coca-Cola de la nevera, me la llevé a la habitación y me la bebí despacio, sentado sobre la cama. Luego, sin más, se me ocurrió cortarme las uñas con la navaja. Un pájaro con el pecho de color negro se acercó a la galería y empezó a picotear con voracidad las migas de pan que había esparcidas sobre la mesa, como de costumbre. Una mañana tranquila.

No tardé en recuperar los ánimos. Me dirigí a la mesa y extraje de la caja, con sumo cuidado, el objeto envuelto en papel de periódico. Estaba rodeado de varias vueltas de cinta adhesiva de un modo que recordaba una obra de arte contemporáneo. Por la forma, parecía una sandía, pero larga y estrecha, muy liviana. Dejé la caja y la navaja en el suelo y, sobre la amplia superficie de la mesa, fui desprendiendo con cuidado el papel y la cinta adhesiva. Apareció el cráneo de un animal.

«¡Diantres!», pensé. ¿Qué le había hecho suponer al viejo que me haría ilusión tener un cráneo? Porque, lo mirases como lo miraras, nadie en su sano juicio iba por ahí regalando calaveras.

La forma de la cabeza se parecía a la de un caballo, pero el tamaño era mucho menor. En todo caso, deduje basándome en mis conocimientos de biología, aquel cráneo debía de haber pertenecido a un mamífero no muy voluminoso, herbívoro, con pezuñas o cascos, y cabeza alargada y delgada. Pensé en algunos animales con esas características. El ciervo, la cabra, la oveja, la gacela, el reno, el asno… Posiblemente hubiera algunos más, pero no logré recordar los nombres de otros animales con esos rasgos.

De momento, decidí poner el cráneo sobre el televisor. No era una visión demasiado atractiva, cierto, pero no se me ocurría otro sitio mejor. Seguro que Ernest Hemingway lo habría puesto sobre la chimenea, junto con las cabezas de ciervo, pero en mi casa, como es lógico, no hay chimenea. Por no haber, no hay ni aparador. Ni siquiera un triste mueble zapatero. De modo que el único lugar donde podía poner el cráneo de aquel animal de filiación incierta era sobre el televisor.

Al arrojar a la basura el relleno que quedaba en la caja, descubrí en el fondo —envuelto, obviamente, en papel de periódico— un objeto largo y delgado. Al abrirlo, descubrí que eran las tenazas de acero inoxidable que el anciano utilizaba para golpear los cráneos. Las sostuve en la palma de la mano y me quedé observándolas unos instantes. A diferencia del cráneo, las tenazas eran muy pesadas y tan imponentes como la batuta de marfil que utilizaba Furtwangler para dirigir la Filarmónica de Berlín.

Sólo para ver qué pasaba, me planté, tenazas en mano, delante del televisor y di un golpecito en la frente del cráneo del animal. Se oyó un «aggh» parecido a la respiración nasal de un perro de gran tamaño. Yo esperaba un sonido más duro, la verdad, un «toe» o un «tac», y no negaré que me pareció un poco raro, pero eso no me daba ningún derecho a quejarme. Porque si haces de eso un problema y empiezas a buscarle los tres pies al gato, no acabas nunca. Total, por más que refunfuñes, el sonido no cambiará y, aunque lo hiciera, ¿cambiarían con ello las cosas?

Cuando me harté de contemplar el cráneo y de darle golpecitos, me aparté del televisor, me senté en la cama, me puse el teléfono sobre las rodillas y marqué el número de mi agente del Sistema para confirmar mi agenda. El agente contestó al teléfono y me dijo que tenía un trabajo para dentro de cuatro días y me preguntó si había algún inconveniente. Le dije que no. A fin de evitar posibles problemas en el futuro, se me pasó por la cabeza consultarle acerca de la legalidad del uso del shuffling, pero cambié de idea pensando que, si lo hacía, la cosa se alargaría demasiado. Los documentos eran oficiales y me habían remunerado debidamente. Además, el anciano me había dicho que no había contactado conmigo a través del agente para preservar el secreto. ¿Para qué complicar innecesariamente las cosas?

A eso tenemos que añadirle que yo no sentía una gran simpatía por el agente que me habían asignado. Era un hombre de unos treinta años, alto y delgado, el típico sujeto que cree saberlo todo. Con un individuo así, era preferible evitar, en lo posible, embrollar las cosas.

Tras concretar algunos aspectos prácticos de mi próximo trabajo, colgué, me senté en el sofá de la sala de estar, abrí una lata de cerveza y empecé a ver la cinta de vídeo de Cayo Largo, con Humphrey Bogart. Me encanta Lauren Bacall en esta película. También está bien en El sueño eterno, por supuesto, pero en Cayo Largo tiene algo especial que no le encuentro en otras películas. He visto Cayo Largo montones de veces para descubrir a qué diablos se debe, pero todavía no he hallado la respuesta. Quizá sea porque, en ella, Bacall simboliza la necesidad de simplificar la existencia humana. Pero no podría jurarlo.

Aunque trataba de mantener la mirada fija en la pantalla, los ojos se me iban automáticamente hacia el cráneo, que estaba sobre el televisor. De modo que, incapaz de concentrarme en la película tal como acostumbraba, en el instante en que llega el huracán detuve la cinta, dejé de ver la película y, mientras me terminaba la cerveza, me quedé mirando distraídamente la calavera de encima del televisor. Entonces me asaltó la sensación de que ya la había visto antes en alguna otra parte. Pero no lograba recordar nada más. Saqué una camiseta de un cajón, cubrí el cráneo con ella y seguí viendo Cayo Largo. De este modo conseguí por fin concentrar toda mi atención en Lauren Bacall.

A las once salí de mi apartamento, compré toda la comida que se me antojó en el supermercado de cerca de la estación y, luego, me pasé por la bodega para comprar vino tinto, agua mineral con gas y zumo de naranja. Recogí una chaqueta y dos sábanas en la tintorería, compré un bolígrafo, sobres y papel de carta en la papelería y, en la droguería, adquirí una piedra de afilar del grano más fino que encontré. Me pasé por la librería y compré dos revistas; entré en la ferretería y adquirí bombillas y cintas de casete; en la tienda de fotografía, compré un carrete de fotos para una Polaroid. De paso, me acerqué a la tienda de discos y me hice con varios discos. Gracias a ello, los asientos traseros de mi pequeño coche se llenaron de bolsas de la compra. Es posible que sea un comprador nato. En cada una de mis esporádicas salidas a la ciudad, acabo reuniendo una montaña de pequeños objetos, igual que una ardilla en noviembre.

El coche lo utilizo exclusivamente para las compras. Ha sido así desde el primer día: lo adquirí porque había comprado demasiadas cosas y no podía acarrearlas hasta casa. Con los brazos llenos de bolsas, entré en un local donde vendían coches de segunda mano que descubrí por casualidad y me encontré con que había todo tipo de vehículos. A mí los coches no me gustan y tampoco entiendo gran cosa, así que solté: «Uno cualquiera que no sea muy grande».

Mi interlocutor, un hombre de mediana edad, sacó un catálogo para que yo pudiera elegir el modelo, pero yo no tenía ningunas ganas de mirarlo, así que le expliqué que deseaba un coche para utilizarlo cuando fuera de compras. No pensaba correr con él por la autopista, ni llevar de paseo a ninguna chica, ni ir de viaje con la familia. No necesitaba un motor de gran potencia, ni aire acondicionado, ni radio, ni ventana en el techo, ni neumáticos de alto rendimiento. Le dije que quería un coche pequeño, de buena calidad, fiable, que maniobrara bien, que no despidiera mucho humo por el tubo de escape, que no fuera muy ruidoso y que se averiara poco. En cuanto al color, si lo tenían en azul marino, perfecto.

El vendedor me recomendó un pequeño coche amarillo de fabricación nacional. El color no era de mi agrado, pero, al probarlo, vi que el coche era fiable y que maniobraba bien. Me gustó su diseño sencillo y que no tuviera ningún accesorio superfluo; además, como se trataba de un modelo viejo, era barato.

—Un coche es básicamente eso —me dijo el vendedor—. Hablando con franqueza, la gente está loca.

Le dije que tenía toda la razón.

Así fue como adquirí un coche para las compras. Jamás lo utilizo para otra cosa.

Al terminar las compras, metí el coche en el aparcamiento de un restaurante que había por allí cerca, pedí una cerveza, ensalada de gambas y aros de cebolla fritos y me los fui comiendo solo, en silencio. Las gambas estaban demasiado frías; el rebozado de la cebolla, un poco hinchado. Sin embargo, cuando barrí el interior del local con la mirada, no vi a ningún cliente que llamara a la camarera y protestara o que estrellara su plato contra el suelo, de modo que decidí comérmelo todo sin chistar. Por la ventana del restaurante se veía la autopista. Por ella circulaban coches de diferentes colores y estilos. Mientras los contemplaba, pensé de nuevo en el excéntrico anciano y en su nieta rellenita. Por más simpatía que les tuviera, ellos vivían en un mundo insólito que superaba con creces mi comprensión. El absurdo ascensor, el enorme agujero al fondo del armario, los tinieblos, la eliminación del sonido: todo era de lo más singular. ¡Y, encima, me ofrecían un cráneo de animal como regalo de despedida!

Para matar el tiempo mientras me traían el café de sobremesa, rememoré, uno a uno, diferentes detalles de la joven rolliza: sus pendientes rectangulares, su traje chaqueta de color rosa, sus tacones, sus pantorrillas, su nuca gordezuela, sus facciones… Esa clase de cosas. Recordaba con relativa claridad cada una de las partes, pero la imagen global, la suma de todas ellas, resultaba extrañamente imprecisa. Quizá se debiera a que, en los últimos tiempos, no me había acostado con ninguna mujer rolliza. Y por eso era incapaz de evocar su figura. Hacía ya casi dos años que no me acostaba con ninguna gorda.

Sin embargo, tal como había dicho el anciano, por más que se las llame igual, existen en el mundo diferentes tipos de gordura. Una vez —creo que fue el año en que ocurrió el incidente del Ejército Rojo Japonés—, me acosté con una chica con unas caderas y unos muslos tan enormes que casi se los podría calificar de excepcionales. Ella trabajaba en un banco y, a fuerza de encontrarnos cara a cara, empezamos a intimar, fuimos a tomar una copa y, de pasada, nos acostamos. Fue entonces cuando descubrí que la parte inferior de su cuerpo era extraordinariamente voluminosa. Como ella siempre había permanecido sentada tras el mostrador, jamás hasta esa noche había alcanzado a ver la mitad inferior de su cuerpo.

—Eso es porque, cuando estudiaba, practicaba el ping-pong —me explicó ella, pero aquella relación causa-efecto no me convenció. Porque jamás había oído que el ping-pong produjese tal cosa.

Pero su gordura era muy atractiva. Al aplicar la oreja sobre su cadera, tenía la sensación de estar tendido en el campo una tarde de primavera. Sus muslos eran mullidos como una colcha bien aireada y, a partir de ellos, descendiendo en una suave curva, se llegaba a su sexo. Cuando alabé su gordura —si me gusta algo, enseguida me vienen palabras de alabanza a los labios—, ella se limitó a decir: «¿Ah, sí?», como si no me creyera.

Claro que también me he acostado con mujeres de obesidad uniforme. Con mujeres sólidas y macizas. La primera fue una profesora de órgano electrónico, y la última, una estilista autónoma.

Vamos, que la gordura también posee diferentes matices. Y es que, con cuantas más mujeres te acuestas, más tiendes a la doctrina científica. El goce del acto sexual en sí va decreciendo. El deseo, por supuesto, nada tiene que ver con la doctrina. Sin embargo, cuando el deseo sexual sigue los debidos canales, surge una catarata llamada acto sexual y, al final, se acaba llegando al fondo de la cascada que rebosa de cierto tipo de doctrina. Y, exactamente igual que con los perros de Pavlov, el deseo sexual genera un circuito consciente que te lleva directamente al fondo de la cascada. Pero esto, en definitiva, quizá se deba únicamente a que estoy cumpliendo años.

Dejé de pensar en el cuerpo desnudo de la joven gorda, pagué la cuenta y salí del restaurante. Después me dirigí a la biblioteca del barrio y, detrás del mostrador de consultas, encontré a una joven delgada de pelo largo.

—¿Tienen algo sobre los cráneos de los mamíferos? —pregunté.

Ella estaba absorta en la lectura de un libro de bolsillo, pero alzó la cabeza y me miró.

—¿Cómo? —dijo.

—Algo… sobre los cráneos… de los mamíferos —repetí, separando bien cada cláusula.

—Cráneos de mamíferos —dijo ella como si cantara una canción. Pronunciado de aquella forma, sonaba como el título de un poema. Como cuando el poeta, antes de recitar un poema, anuncia el título a su audiencia. Me dije que, le consultaran lo que le consultasen, ella debía de repetirlo de la misma forma.

«Lahistoria-delteatro-deguiñol».

«Introducción-alTaichi».

Pensé que sería divertido que existiera realmente un poema con este título.

Ella reflexionó unos instantes, mordisqueándose el labio inferior, y dijo:

—Espere un momento. Voy a comprobarlo.

Se dio la vuelta y tecleó simplemente: «mamíferos». Aparecieron unos veinte títulos en la pantalla del ordenador. La muchacha borró dos terceras partes con el lápiz óptico. Tras guardar el resto en la memoria, tecleó concisamente: «cráneos». Salieron siete u ocho títulos más; ella borró sólo dos y puso los demás debajo de los que había guardado antes. También la biblioteca había cambiado. La época en que metían las fichas de préstamo en una funda de plástico situada en la contraportada del libro era ya un sueño. Cuando era pequeño, me encantaba mirar las fichas de préstamo con las fechas estampadas una junto a otra.

Mientras ella se valía del teclado con mano experta, yo contemplé su espalda delgada y su pelo largo. Me costaba decidir si podía resultarme simpática o no. Era hermosa, amable, parecía inteligente y recitaba los títulos de los libros como si fueran títulos de poemas. No había ninguna razón que me impidiese sentir simpatía hacia ella.

La muchacha pulsó el interruptor de la impresora, imprimió la lista que había en la pantalla del ordenador y me la entregó.

—Puede elegir entre estos nueve libros —me dijo.

Eran los siguientes:

  1. Mamíferos: introducción a su estudio

  2. Enciclopedia ilustrada de los mamíferos

  3. El esqueleto de los mamíferos

  4. Historia de los mamíferos

  5. Yo, un mamífero

  6. Anatomía de los mamíferos

  7. El cerebro de los mamíferos

  8. El esqueleto animal

  9. Los huesos hablan

Con mi carné podía pedir prestados tres libros. Elegí los números 2, 3 y 8.

Yo, un mamífero y Los huesos hablan también parecían interesantes, pero no guardaban una relación directa con el problema que me ocupaba en esos instantes.

—Lo siento mucho, pero Enciclopedia ilustrada de los mamíferos es un libro de consulta y no está en préstamo —dijo rascándose la sien con el bolígrafo.

—Escucha —le dije—, es un asunto muy importante. Te lo devolveré sin falta mañana por la mañana. No te causaré ninguna molestia, ya lo verás. ¿Podrías prestármelo sólo por hoy?

—Es que los libros con ilustraciones y gráficos los consulta mucha gente, ¿sabes? Y si mis jefes se enteran de que te lo he dejado en préstamo, me echarían una bronca.

—Sólo por hoy. Nadie se dará cuenta.

Permaneció unos instantes dudando qué hacer. Mientras, se pasaba la punta de la lengua por detrás de los dientes de abajo. Tenía una lengua rosada, muy bonita.

—De acuerdo. Pero sólo por esta vez. Y tráelo mañana antes de las nueve y media de la mañana.

—Gracias —dije yo.

—De nada —dijo ella.

—Por cierto, querría hacer algo para agradecerte el favor. ¿Qué te gustaría?

—Aquí enfrente hay un Thirty One Ice Cream. ¿Podrías ir a comprarme un helado? Un cucurucho doble, con pistacho debajo y café con ron encima. ¿Te acordarás?

—Un cucurucho doble, con pistacho debajo y café con ron encima —verifiqué yo.

Salí de la biblioteca y me dirigí al Thirty One Ice Cream; ella fue hacia el fondo a buscarme los libros. Cuando regresé con el helado, todavía no había vuelto, de modo que me quedé ante el mostrador, con el helado en la mano izquierda, esperando pacientemente a que volviera. Unos ancianos que leían el periódico sentados en los bancos lanzaban miradas de extrañeza, alternativamente, hacia mi rostro y hacia el helado que sostenía en la mano. Por fortuna, el helado estaba muy duro y tardaba en fundirse. Sólo que, plantado allí con un helado que no me comía en la mano, me sentía incómodo, como si fuera una estatua de bronce abandonada.

Sobre el mostrador, descansaba de bruces, como un conejito dormido, el libro de bolsillo que ella leía cuando entré. Era el segundo volumen de El viajero del tiempo, la biografía de H.G. Wells. Al parecer, el libro no era de la biblioteca, sino suyo. Al lado había, uno junto a otro, tres lápices bien afilados. Y siete u ocho clips esparcidos. ¿Cómo es que había clips por todas partes? No conseguía entenderlo.

O, por una u otra razón, los clips habían invadido el mundo de repente, o era una simple casualidad y yo le concedía excesiva importancia. Con todo, era extraño, muy difícil de explicar. Fuera a donde fuese, había clips esparcidos de forma que yo pudiera verlos, como si formaran parte de un plan preconcebido. Me daba que pensar. Últimamente, había demasiadas cosas que me daban que pensar. El cráneo de animal, los clips. Tenía la sensación de que existía alguna conexión entre ellos, pero no se me ocurría qué clase de conexión podría haber entre un cráneo de animal y unos clips.

Poco después, la chica de pelo largo volvió con los tres tomos entre los brazos. Me entregó los libros, tomó, a cambio, el helado, se agachó detrás del mostrador para que no pudieran verla desde delante y empezó a comérselo. Vista desde arriba, su nuca, que se mostraba sin defensa, era muy hermosa.

—Muchas gracias —dijo ella.

—De nada. Por cierto, ¿para qué usas estos clips?

—¿Los clips? —repitió ella como si cantara—. Pues los utilizo para unir hojas de papel. Ya sabes para qué sirven, ¿no? Los hay por todas partes, todo el mundo los utiliza.

Tenía toda la razón. Le di las gracias, cogí los libros y salí de la biblioteca. Clips, los había por todas partes. Por mil yenes, podría adquirir los clips que gastaría a lo largo de toda mi vida. Me pasé por la papelería y compré mil yenes de clips. Y volví a casa.

Ya en casa, metí la comida en la nevera. Envolví bien la carne y el pescado en celofán, y congelé lo que tenía que congelar. También congelé el pan y el café en grano. El tofu lo introduje en un bol con agua. La cerveza la metí en el refrigerador, y puse delante las verduras menos frescas. Colgué en el armario la chaqueta de la tintorería, dejé el detergente en el estante de la cocina. Luego esparcí los clips junto al cráneo, encima del televisor.

Una extraña combinación.

Curiosa como la de una almohada de plumas y un helado o como un tintero y una lechuga. Salí a la galería y los contemplé de lejos, pero la impresión fue la misma. Aquellos objetos no tenían un solo punto en común. Sin embargo, no cabía duda de que, en algún lugar que yo no conocía —o que no recordaba—, debía de existir un puente secreto.

Me senté en la cama y me quedé largo tiempo con la vista clavada en el televisor. Pero no conseguí acordarme de nada. Simplemente, el tiempo fue transcurriendo deprisa. Una ambulancia y un coche con un altavoz haciendo propaganda de derechas pasaron por el barrio. Me entraron ganas de tomarme un whisky, pero me aguanté. Debía mantenerme sobrio, tenía que pensar. Poco después, volvió el coche de derechas. Quizá se hubiese perdido por mi barrio. En esa zona había muchas curvas y era fácil perderse.

Descorazonado, me levanté, me senté ante la mesa de la cocina y hojeé los libros que había traído de la biblioteca. Decidí buscar primero los mamíferos herbívoros de tamaño medio y, luego, ir mirando sus esqueletos, uno a uno. El número de herbívoros de tamaño medio era muy superior al que suponía. Sólo en la familia de los cérvidos ya había unos treinta.

Tomé el cráneo de encima del televisor, lo deposité sobre la mesa de la cocina y lo fui comparando con todas las ilustraciones del libro, una tras otra. Empleé una hora y veinte minutos en mirar noventa y tres cráneos distintos, pero ninguno se correspondía con el que tenía en la mesa. Me encontraba de nuevo en un callejón sin salida. Cerré los tres libros y los amontoné en una esquina de la mesa. No podía hacer nada.

Desalentado, me tumbé encima de la cama y empecé a ver la cinta de vídeo de El hombre tranquilo, de John Ford. Entonces sonó el timbre de la puerta. Al atisbar por la mirilla, vi a un hombre de mediana edad con el uniforme de la Compañía de Gas de Tokio. Sin quitar la cadena de seguridad, abrí la puerta y le pregunté qué quería.

—La revisión periódica de fugas de gas —dijo el hombre.

—Espera un momento —repuse.

Volví al dormitorio, me metí en el bolsillo la navaja que había dejado sobre la mesa y abrí la puerta. Hacía sólo un mes que habían venido a hacer la revisión periódica de la instalación del gas. Tampoco la actitud del hombre era natural.

A pesar de ello, fingí indiferencia y continué viendo El hombre tranquilo. El hombre inspeccionó primero el gas del cuarto de baño con un instrumento parecido a un aparato para medir la tensión arterial y después se dirigió a la cocina. El cráneo seguía sobre la mesa. Con el sonido del televisor alto, me dirigí de puntillas a la cocina y, tal como esperaba, me encontré al hombre introduciendo el cráneo en una bolsa negra de basura. Abrí la hoja de la navaja, entré precipitadamente en la cocina, me planté a sus espaldas, lo sujeté por detrás metiendo los brazos por debajo de sus axilas y, cruzándolos sobre su nuca, le puse la punta de la navaja en la nuca, justo bajo mi nariz. El hombre arrojó la bolsa de plástico a toda prisa sobre la mesa.

—No tenía intención de hacerlo —se justificó con voz temblorosa—. Simplemente, al verlo, de repente me han entrado ganas de quedármelo y lo he metido en una bolsa. Ha sido un impulso. ¡Perdóneme!

—No voy a perdonarte —dije yo. Jamás había oído que un empleado de la compañía del gas sintiera el impulso irrefrenable de quedarse unos huesos de animal que veía sobre la mesa de una cocina—. ¡O me dices la verdad o te rebano el cuello!

A mis oídos estas palabras sonaron completamente falsas, pero el hombre no pareció considerarlas así.

—¡Perdón! Se lo diré todo. ¡Perdóneme! —dijo—. La verdad es que me han ofrecido dinero por robarlo. Se me han acercado dos hombres por la calle, me han preguntado si quería hacer un trabajillo y me han dado cincuenta mil yenes. Me han dicho que, cuando se lo llevara, me pagarían cincuenta mil más. Yo no quería hacerlo, pero uno de los hombres era enorme y tenía toda la pinta de que, si me negaba, me las haría pasar moradas. No me ha quedado más remedio, créame. Me han obligado. ¡Por favor, no me mate! Tengo dos hijas que van al instituto.

—¿Las dos? —pregunté, escamado.

—Sí, una está en primero, y la otra en tercero —dijo el hombre.

—Hum… ¿Y a qué instituto van?

—La mayor al instituto municipal de Shimura, y la pequeña, al Futaba de Yotsuya —dijo el hombre.

La combinación era extraña, pero el hombre parecía sincero. Decidí creerle.

Por si acaso, manteniendo todavía la navaja en su nuca, le saqué la cartera del bolsillo trasero del pantalón y miré su contenido. Llevaba sesenta y siete mil yenes, cincuenta mil en billetes nuevos. Aparte del dinero, llevaba el carné de empleado de la Compañía del Gas de Tokio y fotografías en color de su familia. Las dos hijas aparecían luciendo sus mejores galas de Año Nuevo. Ninguna de las dos era especialmente guapa. Como ambas tenían la misma figura, no pude discernir cuál era la de Shimura y cuál la de Futaba. También tenía un abono de los ferrocarriles nacionales, de Sugamo hasta Shinanomachi. El hombre parecía inofensivo, de modo que bajé el cuchillo y me aparté de su lado.

—Puedes irte —dije, y le devolví la cartera.

—Muchas gracias —dijo—. Pero ¿qué me pasará ahora? He aceptado el dinero, pero no podré llevarles el objeto.

Le dije que tampoco yo sabía qué iba a sucederle. Los semióticos —porque seguro que eran ellos— actuaban de manera impredecible. Lo hacían adrede, para que nadie pudiera descifrar sus pautas de conducta. Tanto podían arrancarle los dos ojos con la punta de un cuchillo como entregarle cincuenta mil yenes más y darle las gracias. Imposible adivinarlo.

—¿Y dices que uno era muy grande? —quise saber.

—Sí, enorme. Y el otro era muy pequeño. De un metro cincuenta, más o menos. El pequeño iba muy bien vestido. Los dos parecían unos tipos de cuidado.

Le enseñé cómo podía salir por detrás a través del aparcamiento, que da a un callejón estrecho. Una vez allí, le sería fácil orientarse. Con un poco de suerte, lograría volver a casa sin encontrarse con aquellos dos tipos.

—¡Muchas gracias! —dijo el hombre como si acabara de salvarle la vida—. No le dirá nada a la empresa, ¿verdad?

Le dije que no. Lo hice salir, cerré la puerta con llave y eché la cadena. Después me senté en la silla de la cocina, dejé la navaja con la hoja plegada sobre la mesa y saqué la calavera de la bolsa de plástico. Como mínimo, había averiguado algo. Que los semióticos iban detrás de aquel cráneo. Lo que quería decir que, para ellos, la calavera tenía un gran valor.

En aquellos instantes, ellos y yo nos encontrábamos en una posición equivalente. Yo tenía el cráneo, pero no sabía por qué era importante. Ellos conocían su valor —o lo intuían—, pero no tenían el cráneo. Estábamos empatados. Respecto al siguiente paso que podía dar, tenía dos opciones. Una era ponerme en contacto con el Sistema, explicarles la situación y pedirles que me ofrecieran protección frente a los semióticos o que se llevaran el cráneo a alguna parte. La otra era contactar con la joven gorda y pedirle que me explicara qué valor tenía ese cráneo. Sin embargo, la idea de involucrar al Sistema en aquel tinglado no me entusiasmaba. Probablemente me someterían a fastidiosas investigaciones y preguntas. A mí no me van las grandes organizaciones. Carecen de flexibilidad, suponen una gran pérdida de tiempo y esfuerzo. Hay demasiados cretinos dentro.

Contactar con la gordita tampoco era factible. No sabía el número de teléfono de su oficina. Cabía la posibilidad de ir directamente al edificio, pero en aquel momento era peligroso salir de casa y, además, era impensable que pudiera entrar, sin cita previa, en un edificio dotado de medidas de seguridad tan estrictas.

En conclusión, al final opté por no hacer nada.

Cogí las tenazas de acero inoxidable y le di otro golpecito en lo alto de la testa. Volvió a oírse el mismo «aggh» de antes. Era un sonido muy lúgubre, como si el animal, del que desconocía el nombre, estuviese vivo y gimiera. Tomé el cráneo en la mano y lo estudié con calma, preguntándome por qué produciría un sonido tan singular. Volví a golpearlo ligeramente con las tenazas. Se oyó el mismo «aggh».

Pero, al prestar atención, me pareció que el sonido salía de un solo punto del cráneo.

Lo golpeé repetidas veces hasta que logré hallar el lugar exacto. El «aggh» salía por un orificio de unos dos centímetros de diámetro que tenía en la frente. Pasé con suavidad las yemas de los dedos por el interior del orificio. El tacto era más rugoso que el que acostumbran a tener los huesos. Era como si le hubiesen arrancado violentamente algo. Algo… que podía ser un cuerno.

¿Un cuerno?

Si se trataba de un cuerno, entonces lo que yo tenía en la palma de la mano era el cráneo de un unicornio.

Hojeé otra vez la Enciclopedia ilustrada de los mamíferos buscando alguno que tuviera un cuerno en la frente. Pero, por más que busqué, no encontré ninguno. Sólo el rinoceronte cumplía, mal que bien, este requisito, pero, a juzgar por el tamaño y la forma del cráneo, era imposible que fuera de este animal.

Sin saber qué camino tomar, saqué hielo de la nevera y me tomé un Old Crow con hielo. Empezaba a anochecer y bien podía permitirme un whisky. También me comí una lata de espárragos. Me encantan los espárragos blancos. Cuando me terminé la lata, me preparé un emparedado de ostras ahumadas con pan de molde y me lo comí. Después me tomé un segundo whisky.

Arbitrariamente, decidí que el antiguo dueño de aquel cráneo debía de haber sido un unicornio. Porque, de no ser así, me encontraba en un punto muerto.

Estaba en poder de un cráneo de unicornio.

«¡Vaya por Dios!», me dije. «¿Por qué no dejan de pasarme cosas raras? ¿Qué he hecho yo? Soy un calculador independiente, un tipo práctico y realista. No soy ni ambicioso ni interesado. No tengo familia, amigos ni novia. Ahorro cuanto puedo para aprender violonchelo o griego cuando me jubile y pasar una vejez tranquila. ¿Por qué diablos me encuentro metido en historias estrambóticas de unicornios o de eliminación del ruido?».

Cuando me terminé el segundo whisky con hielo, fui al dormitorio, busqué en el listín telefónico, llamé a la biblioteca y dije:

—La encargada de consultas, por favor.

Diez segundos después se ponía la chica del pelo largo.

Enciclopedia ilustrada de los mamíferos —dije.

—Gracias por el helado —repuso ella.

—De nada —dije yo—. Por cierto, ¿podría pedirte otro favor?

—¿Un favor? —preguntó—. Depende…

—Querría que me buscaras algo sobre unicornios.

—¿Sobre unicornios? —repitió.

—¿No puede ser?

Siguió un largo silencio. Supuse que debía de estar mordisqueándose el labio inferior.

—¿Y qué tendría que buscarte exactamente?

—Todo —le dije.

—Mira, son ya las cuatro y cincuenta y cinco minutos, y antes de la hora de cierre hay mucho trabajo. Ahora no puedo. ¿Por qué no vienes mañana cuando abramos? Podrás buscar todo lo que quieras sobre unicornios y tricornios.

—Es que me corre mucha prisa. Es muy importante.

—Hum… Importante, ¿hasta qué punto?

—Tiene que ver con la evolución —dije.

—¿La evolución? —repitió.

Un poco sorprendida sí parecía. Debía de preguntarse si estaba ante un auténtico loco o ante una persona cuerda con visos de estar loca. Rogué porque se decidiera por la segunda opción. En este caso, quizá sintiera cierto interés humano hacia mí. Por unos instantes se extendió un silencio parecido a un péndulo mudo.

—Supongo que te refieres a la evolución que tuvo lugar a lo largo de millones de años, ¿no? Pues, no sé, pero diría que no es tan urgente. Creo que un día podrá esperar, ¿no te parece?

—Hay evoluciones que tardan millones de años y otras que no tardan más de tres horas. Mira, no es algo que pueda explicarte por teléfono. Es muy complicado. Pero necesito que me creas. Es un asunto de importancia capital. Tiene que ver con una nueva evolución del hombre.

—¿Como 2001: Una odisea en el espacio?

—Exacto —dije. Esa película la había visto varias veces en vídeo.

—Oye, ¿sabes lo que pienso de ti?

—Pues supongo que todavía no tienes claro si soy un loco inofensivo o un loco peligroso. Esta es la impresión que me da.

—Sí, más o menos —dijo ella.

—Ya sé que no soy el más indicado para decirlo, pero no soy mala persona —dije—. Y tampoco estoy loco. Algo terco y obstinado sí soy. Y un poco creído, también. Pero no estoy loco. Hasta ahora, por más inquina que me hayan tenido, jamás me han llamado loco.

—Hum… La verdad es que tu discurso suena coherente. No pareces mala persona, es verdad, y además me has comprado un helado. Está bien. Podemos quedar a las seis y media en una cafetería que está cerca de la biblioteca. Entonces te pasaré los libros. ¿De acuerdo?

—Verás, no es tan fácil. Resulta un poco difícil de explicar, pero hoy no puedo salir de casa. Lo siento muchísimo.

—Es decir —dijo y empezó a golpearse los incisivos con la punta de las uñas, o al menos, por el ruido, eso parecía—, que me estás pidiendo que te lleve los libros a casa. ¿Es eso? La verdad, no acabo de entenderlo.

—Hablando con franqueza, sí —dije—. Pero te lo pido como un favor, por supuesto.

—¿Apelando a mis buenos sentimientos?

—Exacto —dije—. Tengo mis razones.

Se produjo un largo silencio. Sin embargo, gracias a la melodía de Annie Laurie que anunciaba el cierre de la biblioteca, supe que no se debía a la eliminación del sonido. La joven había enmudecido. Nada más.

—En los cinco años que trabajo en la biblioteca, jamás me he topado con un caradura como tú —dijo ella—. Nunca me habían pedido que les llevara los libros a casa. Y, además, ¡el primer día! ¿No eres un poco sinvergüenza?

—La verdad es que sí. Pero ahora no tengo alternativa. Estoy en un callejón sin salida. No me queda más remedio que apelar a tus buenos sentimientos.

—¡Lo que me faltaba! —exclamó—. En fin… ¿Me indicas cómo llegar a tu casa?

Se lo indiqué con mucho gusto.