6
EL FIN DEL MUNDO
La sombra

Cuando ella depositó el viejo sueño sobre la mesa, tardé en darme cuenta de que aquello era un viejo sueño. Tras permanecer largo rato con los ojos clavados en él, alcé la cabeza y me volví hacia la muchacha, que estaba de pie, a mi lado. Ella miraba el viejo sueño que descansaba sobre la mesa, bajo sus ojos. Pensé que el nombre de «viejo sueño» no cuadraba con aquel objeto. Las palabras «viejo sueño» sugerían un texto antiguo o, en todo caso, algo de contornos más vagos e imprecisos.

—Eso es un viejo sueño —dijo. Y en el tono de su voz se apreciaba una resonancia indefinida y sin rumbo que decía que, más que explicármelo a mí, se lo confirmaba a sí misma—. Para ser exactos, el viejo sueño está en su interior.

Asentí, todavía sin comprender.

—Cógelo —dijo ella.

Tomé el objeto con cuidado y lo recorrí con los ojos, buscando algún vestigio de viejo sueño. Pero, por más atentamente que lo observé, no descubrí el menor indicio. Aquello era un simple cráneo de animal. De un animal no muy grande. El hueso frontal del cráneo estaba reseco, como si hubiera permanecido largo tiempo expuesto al sol y su color original hubiera palidecido. La mandíbula, proyectada con fuerza hacia delante, permanecía ligeramente abierta, como si hubiera quedado congelada en el preciso instante en que se disponía a decir algo, y las dos pequeñas cuencas oculares, despojadas de su contenido, conducían a su vacío interior.

El cráneo poseía una ligereza antinatural y, debido a ello, había perdido casi toda su cualidad material. No quedaba reminiscencia alguna de la vida que había vibrado en él. Le habían arrebatado toda la carne, todos los recuerdos, todo el calor. En medio de la frente tenía una pequeña cavidad, rugosa al tacto. Cuando la palpé con el dedo y la observé, se me ocurrió que podía tratarse de la huella de un cuerno desaparecido.

—¿Es el cráneo de uno de los unicornios de la ciudad? —le pregunté a la chica.

Ella asintió.

—Los viejos sueños se han infiltrado en su interior y están ahí —respondió en voz baja.

—¿Y debo leerlos ahí?

—Ése es el trabajo del lector de sueños —dijo ella.

—¿Y qué tengo que hacer con lo que lea?

—Nada. Sólo tienes que leer.

—No lo comprendo —dije—. Entiendo que tenga que leer los sueños de los cráneos. Pero no entiendo que baste con eso. No sé, me da la sensación de que eso no es un trabajo. Un trabajo debe tener algún objetivo. Como, por ejemplo, apuntar lo que leo en alguna parte, ponerlo en orden alfabético y clasificarlo.

Ella sacudió la cabeza.

—No sé explicarte bien dónde está el sentido. Tal vez lo descubras por ti mismo conforme vayas leyendo. En todo caso, el sentido de tu trabajo no tiene mucho que ver con tu trabajo en sí.

Puse el cráneo sobre la mesa y, esta vez, probé a observarlo desde lejos. Lo envolvía un profundo silencio que hacía pensar en la nada. Sin embargo, tal vez el silencio no procediera de fuera sino que brotase de su interior, como el humo. Fuera como fuese, era de una naturaleza extraña. Me pregunté si aquel silencio no ligaría con fuertes lazos aquellos huesos con el centro de la Tierra. El cráneo, mudo e inmóvil, clavaba unos ojos sin sustancia en un punto de la nada.

Cuanto más lo observaba, más me parecía que el cráneo quería decirme algo. A su alrededor flotaba un aire de tristeza, pero era incapaz de explicarme a mí mismo qué expresaba esa tristeza. Había perdido las palabras precisas.

—Lo leeré —dije, y volví a coger el cráneo de encima de la mesa y lo sopesé—. Sea como sea, no tengo elección.

Ella esbozó una sonrisa, tomó el cráneo de mis manos, limpió cuidadosamente el polvo que se acumulaba en su superficie con dos trapos distintos y depositó aquellos huesos, que habían acrecentado su blancura, sobre la mesa.

—Bueno, voy a enseñarte cómo se leen los viejos sueños —dijo—. Pero sólo te explicaré el proceso, por supuesto. Yo no soy capaz de leerlos. El único que puede hacerlo eres tú. Mira con atención. Primero, pones el cráneo mirando de frente hacia ti y, luego, apoyas suavemente los dedos de ambas manos aquí, en las sienes. —Posó los dedos sobre los huesos parietales del cráneo y me dirigió una mirada, como para cerciorarse de que la entendía—. Después fijas la vista en el hueso frontal. No lo hagas con mucha intensidad, míralo dulcemente, con suavidad. Pero no puedes desviar la mirada. Por más que te deslumbre, no la apartes.

—¿Deslumbrar?

—Sí, en efecto. Cuando lo mires fijamente, el cráneo despedirá luz y calor, así que tú sólo has de descifrar con calma esta luz con las yemas de los dedos. Así podrás leer los viejos sueños.

Repetí para mis adentros el procedimiento que me había enseñado. No podía imaginar, claro está, cómo era la luz de la que hablaba ni qué tacto debía de tener, pero, por lo pronto, había asimilado el procedimiento. Mientras contemplaba los finos dedos de la muchacha posados sobre los huesos, me asaltó la vívida impresión de que ya había visto antes aquel cráneo en algún otro lugar. Tanto los huesos —tan blancos que parecían haber sufrido repetidos lavados— como la cavidad de la frente provocaban una peculiar sacudida en mi corazón, tal como me había sucedido con el rostro de la muchacha cuando la vi por primera vez. Sin embargo, no pude discernir si era un auténtico retazo de memoria o sólo una ilusión causada por una deformación momentánea del espacio y del tiempo.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella.

Sacudí la cabeza.

—Nada. Estaba pensando. Me parece que he entendido bien qué debo hacer. Ahora falta ponerlo en práctica.

—Cenemos primero —dijo ella—. Es que, en cuanto nos pongamos a trabajar, ya no tendremos tiempo.

De una cocina pequeña que había al fondo, trajo una olla y la puso a calentar sobre la estufa. La comida consistía en potaje de verduras con cebollas y patatas. No tardó en calentarse y, en cuanto comenzó a hervir, produciendo un sonido muy agradable, la muchacha vertió el contenido de la olla en los platos y los llevó a la mesa junto con pan de nueces.

Sentados frente a frente, cenamos sin decir palabra. La comida era frugal y era la primera vez que probaba los condimentos que la aliñaban, pero no sabía mal y, además, al terminar, sentí que me había entonado. Luego, la muchacha sirvió té caliente. Un té verde, con un regusto amargo, hecho de plantas medicinales.

La lectura de los sueños no era una tarea tan sencilla como las explicaciones de la chica daban a entender. El rayo de luz era muy fino y, por más que concentrara toda mi atención en las yemas de los dedos, no lograba orientarme a través de aquel confuso laberinto. Con todo, mis dedos podían percibir con nitidez la presencia de los viejos sueños. Estos consistían en una especie de rumor, un torrente de imágenes deshilvanadas. Pero mis dedos todavía no eran capaces de traducirlos y convertirlos en mensajes claros. Sólo alcanzaban a constatar su existencia.

Cuando finalmente terminé de leer dos sueños, ya habían dado las diez de la noche. Le devolví a la chica los cráneos, cuyos sueños acababa de descifrar, me quité las gafas y me masajeé despacio los ojos embotados.

—Estás cansado, ¿verdad? —me preguntó ella.

—Un poco —respondí—. Mis ojos todavía no están acostumbrados. Al clavar la vista, absorben la luz de los viejos sueños y, al final, acaba doliéndome la cabeza. Es un dolorcillo sin importancia, pero la vista se me nubla y ya no puedo fijarla.

—Al principio, a todos les pasa lo mismo —dijo ella—. Hasta que los ojos no se habitúan, cuesta. Pero tranquilo: pronto te acostumbrarás. Durante un tiempo, será mejor que nos lo tomemos con calma.

—Sí, creo que será lo mejor.

Ella inició los preparativos para volver a casa. Levantó la tapa de la estufa, recogió con una pequeña pala las brasas de carbón al rojo vivo y las enterró en un cubo de arena.

—No dejes que el cansancio se adueñe de tu corazón [1] —dijo ella—. Mi madre siempre me lo decía. Me decía que, aunque el cansancio llegue a dominar nuestro cuerpo, debemos seguir siendo dueños de nuestro corazón.

—Sí, es un buen consejo —dije.

—Lo cierto es que no sé qué es el corazón. No sé qué significa exactamente, ni tampoco sé cómo se usa. Sólo he aprendido la palabra.

—El corazón no se usa —dije—. El corazón está ahí y basta. Es como el viento. Es suficiente con que puedas sentir su latido.

Ella tapó la estufa, llevó la cafetera esmaltada y las tazas al fondo, las lavó y, una vez que hubo terminado, se envolvió en un abrigo de una tosca tela azul. Un azul sombrío, como un jirón arrancado del cielo que, a lo largo del tiempo, hubiese ido perdiendo sus recuerdos primigenios. Sin embargo, ella permaneció de pie, al lado de la estufa apagada, sumida en sus reflexiones.

—¿Vienes de otro país? —me preguntó como si se acordara de repente.

—Sí.

—¿Y cómo era tu tierra?

—No me acuerdo de nada —dije yo—. Lo siento, pero no tengo ni un solo recuerdo. Cuando me quitaron la sombra, todos los recuerdos de mi viejo mundo se fueron juntos. En todo caso, era una tierra muy lejana.

—Pero tú sabes qué es el corazón, ¿verdad?, tienes uno.

—Creo que sí.

—Mi madre también tenía corazón —dijo ella—. Pero ella desapareció cuando yo tenía siete años. Y seguro que fue por culpa de que tenía un corazón, como tú.

—¿Desapareció?

—Sí, desapareció. Pero cambiemos de tema. Aquí es de mal agüero hablar de las personas desaparecidas. Háblame de la ciudad donde vivías. De algo te acordarás, ¿no?

—Sólo recuerdo dos cosas —dije—. Una, que la ciudad donde vivía no estaba rodeada por ninguna muralla y, otra, que todos caminábamos arrastrando una sombra.

Sí. Todos arrastrábamos una sombra. Pero al llegar a esta ciudad, tuve que confiar mi sombra al guardián de la puerta.

—Con ella no puedes entrar —me dijo el guardián—. O dejas tu sombra, o te despides de entrar en la ciudad. Tú eliges.

Y yo abandoné mi sombra.

El guardián me hizo permanecer de pie en un descampado que se encontraba junto a la puerta. El sol de las tres de la tarde proyectaba con nitidez mi sombra sobre el suelo.

—Quédate quieto —dijo el guardián. Y se sacó un cuchillo del bolsillo, introdujo la afilada hoja entre la sombra y el suelo, empezó a blandir el cuchillo, como si tanteara algo, de izquierda a derecha, y con mano experta arrancó de un tirón la sombra del suelo.

La sombra tembló un poco, como si se debatiera, pero finalmente se dejó despegar del suelo y, exangüe, se acurrucó en un banco. Desgajada de su cuerpo, ofrecía un aspecto mucho más mísero y exhausto del que yo esperaba.

El guardián plegó la hoja de la navaja. Ambos permanecimos unos instantes contemplando aquella sombra huérfana de su propio cuerpo.

—¿Qué te parece? Cuando se despega, tiene un aspecto muy extraño, ¿verdad? —dijo—. Total, no sirve para nada. Sólo pesa, nada más.

—Lo siento, pero tendremos que separarnos por un tiempo —le dije a la sombra mientras me acercaba a ella—. No tenía intención de dejarte, pero no me queda más remedio. Así que, por algún tiempo, ten paciencia y quédate aquí sola esperando, ¿de acuerdo?

—¿Por algún tiempo, dices? ¿Hasta cuándo? —preguntó la sombra.

Le respondí que no lo sabía.

—¿Estás seguro de que no te arrepentirás? —me dijo la sombra en voz baja—. Desconozco las circunstancias, pero eso de que una persona se separe de su sombra me parece muy extraño. ¿A ti no te lo parece? Es un error y, además, juraría que este lugar ya es por sí solo una equivocación. Una persona no puede vivir sin su sombra y una sombra no puede vivir sin su persona. Sin embargo, aquí, nosotros viviremos divididos en dos existencias. Aquí hay algo que no es normal. ¿No te parece?

—Tienes razón. Es antinatural —reconocí—. Pero aquí todo es antinatural. Y en un lugar antinatural, no queda otro remedio que hacer las cosas adecuándote a esa falta de naturalidad.

La sombra sacudió la cabeza.

—Eso sólo son palabras. Pero yo veo más allá de esas palabras. El aire de aquí no me sienta bien. Es diferente del de cualquier otro lugar. El aire de aquí no nos conviene ni a ti ni a mí. No deberían haberte obligado a abandonarme. Hasta ahora nos había ido muy bien a los dos juntos, ¿o no? ¿Por qué me abandonas?

De todos modos, ya era demasiado tarde. La sombra había sido ya arrancada de mi cuerpo.

—Dentro de poco, en cuanto me instale, vendré a buscarte —le prometí—. Es probable que nuestra separación sea sólo temporal. No puede durar eternamente.

La sombra lanzó un pequeño suspiro y, exangüe, levantó hacia mí una mirada perdida. El sol de las tres de la tarde caía sobre nosotros. Yo sin sombra, la sombra sin cuerpo.

—Eso no es más que una esperanza —dijo la sombra—. Las cosas no funcionarán. ¿Sabes?, tengo un mal presentimiento. A la primera ocasión que se presente, huyamos los dos. Volvamos juntos al mundo de donde venimos.

—No podemos regresar a nuestro mundo. Yo no sé cómo volver, y tú tampoco, ¿me equivoco?

—Ahora, no. Pero encontraré la manera de escapar, aun a costa de mi vida. Quiero que nos veamos de vez en cuando y hablemos. ¿Vendrás a visitarme?

Asentí, posé una mano sobre su hombro y luego me dirigí hacia donde se encontraba el guardián. Éste, mientras yo hablaba con mi sombra, había estado recogiendo las piedras caídas en la explanada frente a su cabaña y las había ido amontonando en un lugar donde no molestaran. Cuando me acerqué, el guardián se limpió en los faldones de la camisa el polvo blanco que tenía adherido a las manos y posó su manaza en mi espalda. No logré adivinar si era un gesto de familiaridad o, por el contrario, una exhibición de la fuerza de su mano.

—Cuidaré muy bien de tu sombra —dijo el guardián—. Le daré de comer tres veces al día, la sacaré a pasear una vez al día. Puedes estar tranquilo. No tienes por qué preocuparte.

—¿Podré verla de vez en cuando?

—Veamos… —dijo el guardián—. No podrás verla en cualquier momento, cuando se te ocurra. Pero tampoco existe ninguna razón que impida que puedas verla alguna que otra vez. Cuando la ocasión sea propicia y las circunstancias lo permitan, si a mí me parece bien, podrás verla.

—Y cuando quiera que me la devuelvas, ¿qué tendré que hacer?

—Por lo visto, aún no has entendido bien cómo funcionan aquí las cosas —dijo el guardián, todavía con la mano posada en mi espalda—. En esta ciudad nadie puede tener sombra. Por otra parte, una vez que entras en la ciudad ya no puedes salir de ella. Así que tu pregunta no tiene ningún sentido.

Y, de este modo, perdí mi sombra.

Al salir de la biblioteca, me ofrecí a acompañarla a casa.

—No es necesario que me acompañes —dijo ella—. No me da miedo volver sola y tu casa está en la dirección opuesta.

—Me gustaría acompañarte —dije—. Estoy muy nervioso y, aunque vuelva directamente a casa, no creo que pueda dormir.

El uno al lado de la otra, cruzamos el Puente Viejo en dirección al sur. El viento todavía frío de principios de primavera mecía las ramas de los sauces que crecían en las isletas del río, y la luz de la luna, extrañamente directa, arrancaba destellos de las piedras redondas del suelo, a nuestros pies. El aire cargado de humedad erraba, brumoso y pesado, sobre el paisaje. Ella se soltó el pelo, que llevaba atado con una cinta, lo recogió con la mano, se lo echó hacia un lado y lo introdujo dentro del abrigo.

—Tienes un pelo muy bonito —le dije.

—Gracias —repuso ella.

—¿Te lo había dicho alguien antes?

—No, nunca. Tú eres el primero.

—¿Y qué efecto te ha producido?

—Pues no sé —dijo y, con las manos embutidas en los bolsillos del abrigo, me miró a la cara—. Ya he comprendido que has alabado mi pelo. Pero, en realidad, no es más que eso. Mi pelo ha despertado algo en tu interior y es de eso de lo que estás hablando, ¿verdad?

—No. Yo estoy hablando de tu pelo.

Ella esbozó una pequeña sonrisa y pareció buscar algo en el aire.

—Lo siento. Es que no logro acostumbrarme a tu manera de hablar.

—No importa. Ya te acostumbrarás.

Su casa estaba en el barrio obrero. El barrio obrero era una zona venida a menos situada en el sudoeste del área industrial. De hecho, la mayor parte del área industrial era un lugar triste que desprendía una intensa sensación de abandono. Incluso los grandes canales, antes llenos a rebosar de agua y por los que habían transitado gabarras y lanchas, tenían ahora las compuertas de las esclusas cerradas y el agua se había secado, mostrando, aquí y allá, el lecho. Un cieno blanco, endurecido, emergía como el cadáver arrugado de un enorme animal prehistórico. En la orilla había amplias escalinatas para la descarga de las mercancías, ahora en desuso, y altos hierbajos hundían con fuerza las raíces entre las grietas de las piedras. Cascos de botellas y piezas oxidadas de maquinaria asomaban entre el cieno y, a su lado, se pudrían las cubiertas planas de las barcas de madera.

A lo largo del canal se sucedían las fábricas desiertas. Las puertas cerradas, las ventanas sin cristales, la hiedra trepando por las paredes, las barandillas oxidadas de las escaleras de emergencia cayéndose a pedazos, los hierbajos invadiéndolo todo.

Tras atravesar las hileras de fábricas, se llegaba al barrio obrero. Lo constituían unos edificios de cinco plantas. Antaño habían sido elegantes apartamentos para gente adinerada, me dijo ella, pero, al cambiar los tiempos, los habían subdividido y los habían destinado a viviendas de obreros pobres. Sin embargo, esos obreros habían dejado de serlo. Porque la mayor parte de las fábricas donde trabajaban habían cerrado sus puertas. Y ahora que sus cualificaciones técnicas ya no tenían utilidad alguna, se limitaban a construir los pequeños objetos que la ciudad necesitaba. Su padre era uno de ellos.

Al otro lado del pequeño puente de piedra, sin barandilla, que atravesaba el último canal, estaba el barrio donde ella vivía. De un edificio a otro, cruzaban unas galerías que recordaban a las escalas que se tendían hacia las murallas durante las guerras medievales.

Ya casi era medianoche y las luces de la mayoría de las ventanas estaban apagadas. Ella me tiró de la mano y, como si quisiera huir de la mirada de un enorme pájaro que acechara a los hombres desde lo alto, cruzó a paso rápido aquellos corredores parecidos a laberintos. Luego, se detuvo frente a un edificio y me dijo adiós.

—Buenas noches —le dije yo.

Y subí solo la Colina del Oeste, de regreso a casa.