No dejéis con vida ninguna bruja.
Diario de la Huida a Egipto 22,18.
—¡Qué horror! —suspiró Abel Nightroad, ajustándose el puente de las gafas redondas.
Era una noche hermosa.
Posada sobre los arbustos de retama, una pareja de ruiseñores cantaba dulcemente y en el cielo algo velado brillaban las dos lunas entre los jirones algodonosos de las nubes.
Sin embargo, lo que iluminaba la luz plateada dentro de la casa era una montaña de cadáveres. Las masas de carne estaban tan destrozadas que resultaban irreconocibles y parecían exhalar un vapor rojizo.
—¡Qué horror! ¿Quién puede haber hecho esto? —suspiró Abel de nuevo.
Si hubiera llegado un poco antes a la taberna…
—¿¡Eh!? ¿Quién anda ahí? —gritó Abel en dirección a la barra.
Había visto una figura oscura. Un hombre alto y fornido avanzaba con pasos inseguros, llevando un objeto parecido a una pelota en los brazos…
Cuando la luz de la luna le iluminó, un grito lastimero se escapó de los labios de Abel. El hombre estaba completamente empapado en un líquido escarlata, como si hubiera estado nadando en un mar de sangre. La cabeza femenina que llevaba aún chorreaba sangre fresca. Y los colmillos que le brillaban en la boca…
—¡Uf!
Cuando se giró con las piernas enredadas ya era demasiado tarde. Lanzando un rugido, el vampiro se abalanzó de un salto sobre el espigado sacerdote y agarró con fuerza a su presa por los hombros. Los colmillos que aún goteaban sangre cayeron sobre el cuello…
En un instante, se oyó un estrépito; fue como si la misma noche se rasgara. El cuerpo gigantesco golpeó el suelo y abrió la boca en un intento de gritar, pero lo único que salió de entre sus labios fue un chorro de sangre y entrañas desgarradas. Las balas siguieron cayendo sin piedad sobre el cuerpo, hasta que dejó de moverse por completo.
—¿¡Qué día…!? —murmuró Abel con esfuerzo, aún afectado por el susto.
Aparte del dolor en los tímpanos, no tenía ninguna herida. Las balas no le habían ni rozado.
A través del techo, agujereado por las balas, se oyó el ruido pesado de unas botas. Con precisos pasos mecánicos, alguien bajó por las escaleras.
—¡Pa…, padre Tres! Erais vos…
—Positivo —respondió una voz tan monótona que daba miedo.
Quien había aparecido en la sala era un joven sacerdote. Bajo los cabellos cortos, su rostro se veía bien proporcionado, pero permanecía inexpresivo como una máscara. En las manos llevaba una enorme pistola Jericó M13 Dies Irae de trece milímetros que aún emitía un humo azulado.
—¿Qué hacéis aquí? ¿No estabais investigando unos secuestros en masa en una institución benéfica?
—…
El padre Tres Iqus, sacerdote de la agencia Ax, no contestó. En silencio, apretó el gatillo dos veces más en dirección al suelo.
—¡!
Con un alarido apagado, el vampiro, que empezaba a resucitar, volvió a quedarse inmóvil.
—¡Pa…, padre Tres!
—No lo he matado. Tenemos que preguntarle algunas cosas… Pero, padre Nightroad, ¿qué hacéis aquí? ¿Tiene relación con el caso de la Tristán?
—Sí, me enteré de que el grupo al que pertenecía el secuestrador, Fleurs du Mal, tenía su base aquí. Pero he llegado tarde. Tantas víctimas…
—¿Víctimas? Negativo. Estáis equivocado —explicó sin emoción Tres, mientras cambiaba los cargadores—. Estos cuerpos no han sido víctima de los vampiros… Los cadáveres son de vampiros.
—Entonces, ¿se han matado unos a otros? ¿Por qué?
—No es posible responder a eso aún. Los datos son insuficientes —respondió mirando fríamente hacia el piso superior—. Las víctimas del caso de secuestro ya han sido asesinados… No es posible tomarles declaración.
—¡Qué espantoso! Los secuestrados eran todos niños huérfanos, ¿verdad que…? ¡Uf!
Tapando la boca de su compañero para hacerle callar, Tres escudriñó la oscuridad. Como quien busca en una noche tranquila como la muerte una señal de vida…
—¿Y ese ruido…?
—Es ahí.
La pistola señaló hacia el fondo de la cocina. Al otro lado de la puerta de la bodega, se oía el leve sonido de unas ropas que se movían.
—Se estima que los miembros de Fleurs du Mal ascienden a más de una veintena…
—Positivo. Y quedan aproximadamente unos doce… Vamos a entrar.
De la calma a la acción. A las palabras a media voz les siguió un estruendo capaz de despertar a un muerto.
Cuando las bisagras de la puerta salieron despedidas, el cuerpo de Tres se había convertido en un torbellino. El proyector montado en la pistola rasgó al oscuridad y la potencia de fuego del arma se concentró en la figura que se movía en el centro de la luz…
—¡No, padre Tres! ¡Esperad! —gritó Abel, agarrando el brazo de su compañero en el preciso instante en que iba a apretar el gatillo—. ¡No disparéis! ¡Es una niña…!
En medio del foco luminoso, una chiquilla rubia abría de par en par los ojos pardos.