En el palacio de las espadas, la Secretaría de Estado del Vaticano, la mañana empezaba muy pronto.
Aunque aún no había amanecido siquiera, la ocupante de la oficina principal ya había completado su tarea y se disponía a descansar. Era la hora en la que se veía empezar a salir hacia sus tareas a los funcionarios religiosos, pero el sonido que se filtraba por la pared permitía adivinar que en la oficina contigua los trabajadores estaban ya muy ocupados.
—«Renovado el tratado de comercio y amistad con el Reino de Albión». La maquinaria informativa del Ministerio de Propaganda está funcionando bien. El caso del secuestro no aparece por ningún lado, ni las quejas de Albión.
Mirando atentamente la portada del diario a través del monóculo, la cardenal Caterina Sforza levantó la taza de té. Disfrutando del aroma que exhalaba el líquido amarillo claro, se llevó la taza de fina porcelana a los labios y arrugó las cejas.
—¿Eh? ¿Has cambiado la receta, Kate? Manzanilla, miel, limoncillo… ¿y menta?
—Correcto. Y una gota de esencia de membrillo.
El holograma proyectado sobre la mesa sonrió ligeramente. Era una religiosa elegante, con bolsas bajo los ojos como de haber llorado.
—Como habéis tenido tanto trabajo últimamente, he pensado combinar una receta buena para la garganta.
—Ya veo. No sé si me gusta más ésta o la que hacías antes, pero de todos modos es deliciosa. Muchas gracias —dijo con elegancia Caterina, mientras doblaba el periódico que estaba leyendo.
Descruzó las piernas bajo el hábito y se llevó la mano a la afilada barbilla.
—Por cierto, Kate…, hablando del secuestro, ¿avanza la investigación?
—Sí, aunque tenemos relativamente pocos datos. Faltan muchas pistas acerca de lo que puede haber detrás del caso… Perdonad nuestra ineficacia.
La monja del holograma lanzó un suspiro como si estuviera avergonzada y bajó el tono.
Ya hacía una semana del secuestro. El caso se había mantenido en secreto y sin tener que tomar medidas demasiado severas, pero aún quedaban muchos interrogantes acerca del trasfondo del asunto.
Las motivaciones del criminal, la existencia de cómplices, la manera de introducirse en la aeronave… Como el secuestrador se había suicidado, quedaban muchas preguntas sin respuesta. ¿Hasta qué punto era cierto que le habían obligado a hacerlo? ¿De verdad creía que el Vaticano, el ángel guardián de la humanidad, iba a liberar a los vampiros presos?
—Sabemos que el criminal subió a la Tristán en el aeropuerto de Massilia, donde se hizo una parada para repostar. Abel salió ayer hacia allí para investigar. Aparte de eso, tenéis el informe…
Caterina puso cara de desinterés, mirando distraídamente su mesa de trabajo.
Era raro que hubiesen llevado a cabo un acto terrorista de tal magnitud y no hubieran dejado ninguna prueba. Más que raro, era inquietante.
Además, estaba la declaración que el agente le había oído hacer al conde de Mainz antes de que se suicidara.
«Me obligaron…».
«Los Rosenkreuz…».
—La Orden de los Caballeros de la Rosacruz —murmuró, cabizbaja, la cardenal—. Hace ya diez años de aquello… Los contra mundi han llegado.