El enorme espacio subterráneo era tan grande como un teatro de ópera.
Alrededor de la pared estaban dispuestos los asientos de los invitados. Entre las mesas preparadas con lujosos platos, reían una decena de hombres y mujeres vestidos con traje de noche. Los camareros se movían atareados entre ellos. Aquella noche, asientos estaban vacíos, pero también había un espacio para el público general, conectado a través de una escalera.
Pero en el fondo del espacio cónico que ocupaba la pared central de la sala no había un escenario.
Verdaderamente, merecía el nombre de Coliseo.
La superficie de asfalto era tan grande como un campo de fútbol y estaba rodeada de una alambrada de gran altura. En el centro se veía el agujero oscuro del ascensor que servía de entrada.
—¿Eres la monja superviviente?
El hombre que había visto en la foto estaba sentado solo ante una gran mesa. Observaba malhumorado a Agnes mientras removía una fondue de queso. Tenía una luz salvaje en los ojos y, bajo la característica nariz aguileña, los gruesos labios daban impresión de voracidad. No parecía muy inteligente, pero tenía aspecto de ser el tipo de persona que pierde el control si se enfada.
—Soy Karel Van der Welf, el señor de Ámsterdam dentro de los Cuatro Condes. Ya sabes por qué te hemos traído aquí, ¿verdad?
—¿Do…, dónde está el padre Hugue? —preguntó Agnes, controlando como pudo el castañeteo de los dientes.
—Tranquila. No te preocupes que lo verás en seguida. Pero antes… —rió Karel, posando sobre la mesa la larga barra de hierro que había usado el sacerdote—, cuéntame lo que sabes. Ya se lo he preguntado al cura. Tú viste la cara del asesino, ¿no? ¿Qué tipo de persona era? ¿Hombre o mujer? ¿Joven o viejo? ¿Cómo iba vestido?
—…
Agnes parpadeó.
Ya le había contado a Hugue detalladamente todo lo que sabía. ¿No le había preguntado eso el vampiro? Si le había dicho que Agnes había visto al asesino, ¿por qué no le había dado los detalles?
Al pensar un poco se dio cuenta. Hugue lo había hecho para protegerla.
—¿Por qué te callas? Cuéntamelo todo rápidamente. No tengo mucha paciencia. Si hablas, os dejaré ir a los dos.
Mientras le hablaba así, a Karel le brillaba una luz nerviosa en los ojos cobrizos. Agnes respondió fríamente:
—Antes de hablar de eso…, ¿dónde está el padre? No diré nada hasta que lo vea.
—¡Je…! ¿Una terrana insignificante como tú pretende negociar conmigo? —dijo el vampiro con aire amenazador. No parecía estar dispuesto a tolerar las amenazas de una muchacha—. Escúchame bien, habla y no te pasará nada… ¡Habla! ¿Quién mató a los religiosos?
Agnes casi se desmayó ante los rugientes colmillos afilados, pero, reuniendo todas sus fuerzas, aguantó impertérrita.
—¡Quiero ver al padre! ¡No hablaré hasta que lo vea!
Terriblemente irritado, el vampiro hizo un gesto con la mano.
—Pues ahí lo tienes. A ver si así estás contenta.
En aquel momento, se oyó un ruido en el fondo del coliseo y, al girarse, Agnes se quedó helada.
—¡¿Pa…, padre?!
Quien acababa de salir del ascensor era sin duda alguna Hugue.
Pero ¿qué le habían hecho? Tenía el cuerpo empapado en sangre. Parecía un milagro que pudiera tenerse aún en pie. Además, llevaba los pies encadenados. ¿Podría moverse?
—¡Qué empiece el espectáculo! —gritó Karel, haciendo chascar los dedos.
Con gran ruido, se elevó una de las paredes de la superficie de combate, dejando ver sólo un oscuro túnel… no, algo se movía allí dentro.
—¿?
Agnes tragó saliva y se quedó en silencio, concentrándose en el sonido metálico que salía del fondo del túnel. Por el ritmo, no podía ser otra cosa que ruido de pasos.
Agnes estaba en lo cierto. Lo que apareció fue la gigantesca caricatura de una figura humana. Levantando el escudo que llevaba en la mano izquierda, el traje de combate hizo una grotesca reverencia hacia el público. Hecho eso, apuntó hacia el sacerdote con su maza, tan grande como un niño.
—Empezad.
Ante la orden de Karel, uno de los sirvientes se llevó una trompeta a los labios. Incluso antes de que empezaran a sonar las notas, el traje de combate ya había comenzado a moverse con una velocidad inusitada.
—¡Padre!
Al mismo tiempo que Agnes se cubría instintivamente la boca con la mano, la maza golpeó con fuerza contra el suelo. Trozos de asfalto grandes como puños salieron volando.
Pero el sacerdote ya no se encontraba allí. Había escapado por poco. Arrastrando los pies encadenados, había corrido hasta un ángulo muerto, pero sus movimientos eran lentos como los de un anciano cerca de la muerte. Con la crueldad de un gato que juguetea con su presa, el traje de combate acorraló a Hugue en una esquina el cuadrilátero.
—¡Esquivad, padre!
La maza volvió a caer. Al ir a apartarse, el sacerdote se clavó la alambrada en el hombro. El arma golpeó contra la musculosa espalda.
—¡!
Hugue cayó de rodillas escupiendo sangre. Sin embargo, el traje de combate no le remató directamente, sino que le dio una patada en el estómago.
—¡Ba…, ba…, basta!
—Eso depende de ti, hermana —rió el vampiro mientras se relamía, sin dejar de remover la fondue—. Habla. Si me describes al asesino, dejaré libre al cura.
Desde el fondo del coliseo se oyó una voz débil.
—No, no le digas nada. Si hablas, también te matará a ti.
—Qué tío más pesado… ¡Willem!
El traje de combate se puso en movimiento. Levantando lentamente la pierna, la posó sobre la cabeza del sacerdote. Si perdía el equilibrio, el cráneo quedaría hecho pedazos como un huevo roto.
—¿Qué pasa, hermana? Si no hablas pronto, el cura va a acabar como este queso.
—…
Mirando el recipiente humeante y la barra de hierro, Agnes se quedó sin palabras. No había nada que hacer.
Ante los ojos tenía un verdadero demonio. Dijera lo que dijera, iban a acabar muertos los dos.
El sacerdote ya no podía ayudarla. Ahora se avergonzaba de haber actuado de manera tan orgullosa antes, cuando al final se había quedado sentada allí, sin hacer nada. Aquel hombre se había sacrificado por ella…
—De acuerdo.
—¡No, Agnes!
Ignorando la débil voz, la joven prosiguió como si se hubiera decidido.
—Os lo contaré todo.
—Perfecto —dijo Karel, irguiéndose y frotándose las manos con satisfacción como una mosca—. ¿Y bien? ¿Qué pinta tenía?
—Cuando volvía a la Iglesia me crucé con un hombre de rizos castaños y ojos lila. Tenía un aire un poco frío…
—¿¡Ese maldito Memling!? —la interrumpió Karel, dirigiéndose a sus subordinados—. ¿Lo habéis oído? ¡Si que fue ese desgraciado!
—¡Excelencia! —gritaron los servidores mirando a la espalda de su señor.
Al volverse instintivamente hacia allí, Karel se encontró con el contenido hirviente de la fondue.
—¡Mier…! ¡Esa niñata! —gritó el vampiro.
Si hubiera sido un terrano, sin duda habría quedado ciego, pero para ser un methuselah no eran heridas tan serias. De todos modos, no pudo abrir los ojos durante unos segundos, que fueron vitales para Agnes.
La monja agarró la barra de hierro que había sobre la mesa. Era mucho más ligera de lo que había pensado. Antes de que Karel pudiera recuperarla, ya había salido volando hacia el ring.
Por algún milagro, la barra fue a parar directamente a las manos extendidas de Hugue, que seguía tendido sobre el asfalto.
—¡Luchad, padre! —gritó la muchacha.
No pudo decir nada más, porque justo entonces unas potentes garras la lanzaron contra el suelo.
—¡Maldita mocosa!
La muchacha cayó sin ni siquiera un grito. El vampiro rugió de manera implacable y levantó el brazo para descargar el golpe de gracia sobre la monja.
—¡Excelencia! El…, el… —gritó una voz, justo antes de que la garra se descargara sobre Agnes.
Al girarse, el vampiro fue testigo de una escena sorprendente.
—¿¡!?
En el centro del ring, el traje de combate se había quedado inmóvil en posición de pisar a su enemigo. Y no era sólo eso.
—¡Wi…, Willem!
Parecía una broma pesada. La mitad superior del traje de combate se deslizó lentamente hasta caer al suelo. Con un ruido de cristales rotos, estalló en mil pedazos al golpear el asfalto. De la mitad inferior, que se había quedado congelada, empezó a brotar sangre fresca a chorros.
Al lado de los restos de la máquina, se veía al sacerdote con la barra apoyada en un costado. Había conseguido destruir también, de algún modo, las cadenas que llevaba en los pies.
—Ahora te toca a ti, Karel Van der Welf.
Los ojos verdes lanzaron una mirada fría hacia el vampiro, que contemplaba la escena atónito. Estaba descubriendo una emoción poco conocida para los methuselah: el terror. La voz de Hugue tenía la fuerza de las llamas del infierno.
—Espérame ahí, voy a buscarte…
—¡Matadle! ¡Disparadle!
En respuesta a las órdenes, los sirvientes, que eran todos militares o policías profesionales, levantaron sus armas, apuntaron hacia el centro del Coliseo y apretaron el gatillo. La figura del sacerdote desapareció en la tormenta de acero.
Una pared gris pareció levantarse ante Hugue.
Cuando las balas comenzaron a rebotar en ella con un sonido limpio, los espectadores se dieron cuenta de que era la barra de hierro, que se movía con gran rapidez. Y no era sólo eso. El remolino de acero subía volando hacia ellos a una velocidad increíble.
—¡Qu…, qué rapidez! ¡No puede ser! ¡Alto el fuego o nos daremos entre nos…!
El hombre que intentaba llamar la atención de sus compañeros cayó escupiendo sangre. La barra de hierro le había partido el cuello.
Una sombra saltó por encima del cadáver y aterrizó entre el público. Los sirvientes intentaron disparar de nuevo entre gritos, pero la barra los abatió como moscas uno tras otro.
—¡Qué te has creído, terrano de mierda!
Una aristócrata vestida de azul, que hasta aquel momento había permanecido sentada, arrojó su copa y se levantó. En las manos elegantes le brillaban unas garras horriblemente afiladas.
—¡Muere!
Hugue detuvo el zarpazo llevando la barra a la altura de los ojos, pero la dama vampiro la golpeó con la otra mano por el lado opuesto. Por muy experto que fuera con la barra, no podría detener también ese ataque.
Pero el sacerdote ni se inmutó e hizo un leve movimiento con la mano derecha, que era con la que sujetaba el arma. Se oyó un chirrido metálico y apareció una pequeña grieta en la barra, de donde brotó una luz blanca…
Con un estrépito parecido al que se habría producido si se hubiera partido la propia atmósfera, se abrió una flor brillante de sangre, y la cabeza de la dama cayó rodando sobre una mesa. El tronco permaneció de pie unos instantes, como si no se hubiera dado cuenta de lo que acababa de ocurrir, pero en cuanto empezó a brotar la sangre, se desplomó y cayó escalera abajo.
Finalmente, los methuselah se dieron cuenta de lo que estaba pasando.
El sacerdote, plantado delante de la monja caída, blandía una luz en la mano derecha. Era un filo increíblemente fino que dibujaba elegantes curvas en el aire.
—¿Qué es eso?
—In…, increíble. Que haya matado a un methuselah sólo de un golpe…
Entre sus familiares, Karel se esforzó por recuperar la dignidad del líder.
—Has matado a… ¡Tú no eres un simple cura!
Rodeado de una decena de vampiros, Hugue no mostraba ningún signo de temor. El brillo del filo se le proyectaba sobre el rostro. Dando la vuelta al arma, que hasta entonces apuntaba hacia abajo, la levantó hasta la altura de los ojos.
—Soy Hugue. Agente de Ax —dijo mientras hacía girar el filo—. Nombre en clave Sword Dancer.
—Un agente… ¡Eres un asesino del Vaticano! —exclamó Karel con voz entrecortada.
Al mismo tiempo, un joven methuselah que intentaba sorprender al sacerdote por la espalda cayó con el corazón atravesado. El filo, que había penetrado hasta las cervicales, dibujó un arco en el aire y cortó en diagonal a otro vampiro que le atacaba de frente, lo que provocó una tormenta de sangre.
—¡Haste! ¡Entrad en haste para detenerle!
Nunca habían imaginado que un terrano pudiera vencerlos. Los methuselah cayeron en orden bajo la furia del filo.
—No es más que un terrano. ¡Entrad en haste! —gritó un anciano vampiro a sus confundidos compañeros.
El estado de haste era el as en la manga de los methuselah, puesto que les permitía sobreestimular el sistema nervioso hasta conseguir una capacidad de reacción superior en más de diez veces a la normal. No podían mantenerlo durante largos lapsos de tiempo porque requería mucha energía, pero matar a un insignificante terrano no les llevaría más de dos o tres segundos.
Una vez en haste, el anciano se abalanzó contra la espalda desprotegida del sacerdote, que acababa de decapitar a uno de sus familiares. Como un lobo que cayera sobre un animal herbívoro, sacó los colmillos y…
—¿¡Qué!?
Después de morder el vacío, los colmillos golpearon unos contra otros con un chirrido insufrible. El sacerdote, que un instante antes estaba allí, había desaparecido. ¿Dónde se había metido?
—Hacéis demasiados movimientos innecesarios.
Antes de que pudiera volverse hacia la voz que le susurraba, el vampiro cayó con el corazón atravesado limpiamente desde atrás por el filo.
—Y no nos tomáis en serio.
—¡Maldito gusano!
Incluso después de que le atravesara, el anciano no se dio por vencido y agarró el arma que le salía por el pecho.
—¡Excelencia, detenedle! —gritó al mismo tiempo que expiraba.
Al encogerse, el corazón del vampiro aprisionó con fuerza el arma.
—¡Muere, terrano! —gritó Karel, abalanzándose sobre el sacerdote a la vez que blandía una de las hachas que decoraban la pared.
Gracias a sus instintos de guerrero, Hugue pudo levantar la vaina vacía para oponérsele, pero obviamente aquello no era un arma. El ataque cayó con gran fuerza sobre el caballero desarmado.
Se oyó el estrépito agudo del acero golpeando contra el acero.
Hugue había parado el hacha con una pequeña daga. Antes de tener tiempo de darse cuenta de que el arma había salido de la vaina que suponía vacía, Karel salió volando por los aires. Con una fuerza inaudita para un terrano, el sacerdote se había deshecho de su atacante.
—¡Uf!
Sin embargo, con la habilidad propia de un methuselah, Karel contraatacó casi inmediatamente y saltó sobre el sacerdote con el hacha en alto. Cuando cayó sobre él, Hugue ya había sacado el filo del cadáver del anciano.
—¡Demasiado tarde! —rugió Karel.
El sacerdote esperaba el ataque del aristócrata con el filo preparado sobre el costado derecho.
Ante los ojos le pasaron todas las muertes que había provocado hasta entonces y las que provocaría en el futuro. Tal vez también viera su propia muerte, aunque su momento no hubiera llegado todavía.
Emitiendo un grito salvaje, saltó como impulsado por un resorte y lanzó el ataque con todas sus fuerzas contra el hacha que caía sobre él.
—Omnes enim, qui acceperint gladium, gladio peribunt[18]. Amén.
El filo había hecho pedazos el hacha y, sin perder potencia, había atravesado las cervicales del vampiro.
Las heridas que tenía la muchacha en la espalda eran tan profundas que se le veían los huesos. Aún no había peligro pero si no la trataban pronto, podía jugarse la vida. Aunque sobreviviera, era seguro que le quedarían secuelas.
—Te llevaré al hospital en seguida… No te preocupes. Te pondrás bien.
—¿Le habéis matado? —preguntó Agnes, soportando el dolor—. ¿Le habéis matado, padre?
—Todavía no.
El filo había atravesado las cervicales de Karel y lo había dejado clavado en la pared, pero había evitado por diez micras el punto que le habría causado la muerte instantánea. Para un methuselah como él, no había peligro de morir en aquella situación. Sin embargo, el menor movimiento podía costarle muy caro.
—¿Qué quieres que haga? Su vida está en tus manos. ¿Quieres vengarte?
—…
Moviendo dificultosamente la cabeza, Agnes observó las manos ensangrentadas de Hugue y su mirada severa.
—No… —respondió la muchacha con una medio sonrisa—. No quiero vengarme.
—Gracias… —dijo Hugue, desde el fondo del corazón—. Te llevaré en seguida al hospital. Ahora descansa un poco.
Después de posar a Agnes en el suelo, el sacerdote se levantó y se arregló el hábito. Antes de ir al hospital tenía que encargarse de algo.
—Contesta, Karel Van der Welf —le preguntó al vampiro con una voz fría que no parecía la misma persona que un momento antes le había susurrado dulcemente a la monja—, ¿por qué querías interrogar a la hermana Agnes sobre los asesinatos? ¿No eran responsabilidad de tu familia?
—No…, no sé nada de eso… —respondió el vampiro, parpadeando débilmente. No podía mover ni un dedo—. Me han tendido una trampa… Ese maldito Memling…
—¿Una trampa? Ese Memling, ¿es el Hans Memling de Amberes? ¿Fue él el asesino?
—Puede… No me mates. Yo nunca he atacado a la Iglesia.
Aunque no hubiera sido el responsable del ataque, un sacerdote del Vaticano no le perdonaría nunca la vida a un vampiro, pero Karel le imploró igualmente entre lágrimas.
—No te miento. No sé nada, de verdad…
—Contéstame otra cosa, pues. Es sobre el ataque a la familia Watteau, diez años atrás. Si me respondes, te perdonaré la vida, si no… —continuó, acariciando el filo—. ¿Fuiste tú quien les atacó entonces? ¿Quién mató a los padres, amputó los dos brazos al hijo y raptó a la hija? —rugió Hugue, acumulando preguntas sin descanso—. ¿Quién los mató a todos y se llevó a la niña? ¿Quién secuestró a Agnes?
—El ataque a Brujas fue a petición de un terrano, Jan Van Mereen. Él dio las instrucciones…
—¿Jan Van Mereen? ¿El jefe de la familia Van Mereen? ¡Mentiroso! ¡Van Mereen tenía lazos familiares con los Watteau!
—No te miento. Llevaba mucho tiempo queriendo apoderarse del cargo de superintendente de Watteau… Los terranos nos llamáis monstruos, pero vosotros mismos sois igual o peor de…
—¿Quién lo llevó a cabo? —preguntó Hugue, sudoroso—. Contesta, Karel. Es lo último que te preguntaré. ¿Cómo se llamaba el vampiro que los atacó?
—Fue…, fue…
Agacharse en aquel preciso momento fue algo completamente instintivo. Si no lo hubiera hecho, no habría tenido tiempo de esquivar el virote de ballesta que cayó volando hacia él aunque hubiera oído su vuelo.
—¡No!
Aunque había conseguido salvarse de milagro, Hugue lanzó un grito de desesperación. El virote había atravesado a Karel en medio de la frente y le había provocado la muerte instantánea.
—…
Al girarse, el sacerdote vio una figura envuelta en una capa gris.
Llevaba un sombrero de ala ancha y una máscara plateada que impedían verle la cara. Sin embargo, cuando se cruzaron sus miradas, a Hugue le pareció ver que unos ojos lila reían bajo la máscara.
—¡Espera!
En un instante, la figura de la capa gris se volvió y desapareció en la oscuridad. Hugue se dispuso a salir en su persecución, pero se detuvo en el último momento.
La muchacha, desvanecida en el suelo, se movía nerviosamente con expresión de dolor.
—…
Seguía perdiendo sangre. Si la dejaba allí, era seguro que moriría.
No podía perder ni un segundo. Hugue lanzó un profundo suspiro y, quitándose la sotana, levantó en brazos con ella a la muchacha.
—Esperemos…
No había tiempo que perder. El sacerdote salió del Coliseo con la monja en brazos, pero se giró un momento antes hacia el pasillo por el que había desaparecido la figura de la capa gris.
—Esto no termina aquí.