Cuando abrió los ojos, Agnes vio un espacio que le resultaba muy familiar. Era la celda que había ocupado en la iglesia desde que había entrado con cinco años.
—Es… Esto es… ¡Ay, ay, ay! —gimió al intentar levantarse.
Un dolor terrible le recorría el hombro. Al intentar la mano para agarrárselo, se dio cuenta de que estaba vendado.
—¿Quién me ha curado?
Agnes se levantó, extrañada. A través de las cortinas se podía ver que el sol ya estaba alto. Había dormido bastante. Desde aquel momento en que el vampiro la había atrapado con sus garras, los recuerdos eran borrosos. Sólo tenía la imagen de un chorro de sangre entre la blanca niebla y una figura oscura.
Al girar la cabeza, la joven puso cara como de aguzar el oído. ¿De dónde venía aquel ruido?
—¿?
Agnes salió al oscuro pasillo.
Desde la capilla se oía un ruido metálico. Por la rendija de la puerta no se veía más que el norme crucifijo y el órgano de la pared, pero…
—¿Qu…, quién es ése?
Frente al altar, un hombre de melena rubia hacía la vertical con una sola mano, bañado por la luz de las vidrieras.
Era joven, de unos veinticinco años. Su torso desnudo era musculoso y el brazo extendido en paralelo al suelo sostenía aquella barra de hierro. El brazo derecho se movía rítmicamente, curvando el codo hasta que la barbilla le tocaba al suelo y volvía a levar luego el peso de todo el cuerpo.
—Novecientas ochenta y ocho. Novecientas ochenta y nueve… ¿Ya te has levantado? ¿Qué tal las heridas?
—¿Eh?
Agnes dio un salto, sorprendida, y se golpeó contra la pared. El dolor que le recorría el hombro le hizo dar un grito.
—Novecientas noventa. Novecientas noventa y una… Ve con cuidado. No te recomiendo que te muevas mucho todavía. Se te puede abrir la herida —le advirtió el joven, sin dejar de hacer flexiones.
Con los ojos llorosos, Agnes se dio cuenta de que el hombre tenía el cuerpo lleno de horribles cicatrices y profundos cortes. La parte entre el codo y la mano, sin embargo, era suave y limpia como la de un recién nacido, lo que producía un efecto extraño.
Agnes volvió en sí de repente al darse cuenta de que estaba mirando sin recato el cuerpo desnudo de un hombre y, apartando la vista avergonzada, gritó:
—¿Quién eres?
—Novecientas noventa y nueve. Mil. Ya está.
Al acabar la última flexión, el joven se puso de pie de un salto. Sus movimientos eran ágiles, como si no notara el cansancio. Una vez que se hubo secado el sudor, se cubrió el torso con un vestido negro, lo que hizo que Agnes se quedara estupefacta.
—¿¡Lleváis sotana!? ¿So…, so…, sois un…?
—Soy Hugue, un sacerdote itinerante —se presentó con voz serena el joven, después de arreglarse el cuello de la sotana—. Me han enviado desde Roma para investigar el caso de los asesinatos de la semana pasada. Hermana Agnes, ya que eres la única superviviente, hay dos o tres cosas que quería preguntarte… ¡Ah, sí!, he preparado algo de comida. ¿Quieres que hablemos mientras desayunamos?
La comida que había servida en el refectorio no era para nada lujosa, pero se notaba bien hecha. Además, era la típica de los Países Bajos.
—Lo siento, pero he usado la cocina sin permiso. Espero que no sea un problema.
—¡No os preocupéis! —negó con fuerza Agnes.
¿Cuánto hacía que no comía tan bien? Desde los asesinatos no había tenido siquiera fuerzas para cocinar para ella misma. No había tenido ni siquiera apetito…
—¿Qué ocurre, hermana Agnes? ¿No tienes hambre?
—¿Eh?
Al girarse hacia el rostro que se dirigía a ella con preocupación, Agnes se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar y se frotó, nerviosa, los ojos.
—No. No pasa nada —negó mientras sorbía silenciosamente por la nariz—. Es que al acordarme de eso… Perdón, padre.
—…
Hugue miró a la joven con cara confusa y, finalmente, le posó la mano en el hombro.
—Siento mucho las muertes de tus compañeros —dijo con voz cálida—. Creciste en esta iglesia desde los cinco años, ¿verdad?
—Sí. Mi padre era caballero de una casa aristocrática… ¿Conocéis la casa de Watteau?
—Algo he oído… —respondió el sacerdote, después de pensar un poco.
La casa de Watteau era una de las más antiguas familias de mercenarios de los Países Bajos. Durante generaciones, habían servido como superintendentes de la policía de la Alianza de las Cuatro Ciudades. Habían demostrado su capacidad de mantener el orden y de ejercer con justicia las funciones policiales en la Alianza, que no tenía ejército. Claro que había que hablar de ellos en pasado. Nueve años atrás, fueron atacados por un grupo de vampiros con base en Brujas y habían sido todos asesinados, desde el cabeza de la casa hasta el último miembro. Los padres de la muchacha habían sufrido el mismo destino que el resto de la casa.
—Aquella noche yo estaba enferma y me había quedado al cuidado de una nodriza. Cuando oí la noticia, me puse muy triste. No podía creer que mi padre y mi madre, que hasta el día antes habían estado siempre conmigo, ya no estuvieran en este mundo… Entonces, pensé que ya no volvería a sentir nunca aquella tristeza pero…
Ya no pudo aguantarse más. Sin limpiarse las lágrimas que le corrían por las mejillas, Agnes rompió a llorar.
—Otra vez…
—Los culpables pagarán —respondió Hugue con voz serena—. Yo haré que los culpables paguen. Confía en mí… Pero antes tienes que contarme algunas cosas, hermana Agnes. Aquella noche, llegaste justo después de que se produjeran los asesinatos. ¿No viste a nadie sospechoso en los alrededores de la iglesia?
—No vi a nadie… Se lo he dicho muchas veces a la policía —respondió Agnes, sonándose con el pañuelo que le había alcanzado el sacerdote.
—Sí, ya he leído los informes. Pero no parece posible que no vieras a los asesinos… ¿Y por qué te perseguía la chusma de ayer?
—¿Chusma?
Agnes levantó la cara y se encontró con una foto que le presentaba Hugue.
La imagen era bastante borrosa, pero en el centro se apreciaba a un hombre de mala pinta, con nariz aguileña.
—El conde de Ámsterdam, Karel Van Welf. Es el vampiro que domina los bajos fondos de esta ciudad. El vampiro que te atacó ayer era su hermano. Lo que quiere decir que estás en su punto de mira.
—¿¡!?
La monja tensó todo el cuerpo al ver la foto.
—¿Por qué? ¿¡Por qué me persiguen!?
—Eso no lo sabemos. Al principio pensé que querían deshacerse de los testigos. Pero para eso no hacía falta secuestrarte. Por eso supongo que… Bueno, da lo mismo —se interrumpió Hugue, pensando que no era bueno asustar aún más a la pálida muchacha—. Lo importante es que me cuentes lo que sabes. ¿No recuerdas nada del día del crimen? Cualquier cosa, por insignificante que parezca.
—Bueno, esto probablemente no tiene nada que ver pero…
¿Tenía algún sentido que le contara aquello? De todos modos, no tenía mucho más que decir…
—Aquella noche, al volver a la iglesia me crucé con un hombre.
—¿Un hombre?
—Sí. Era un hombre de aire aristocrático, con pelo castaño y ojos lila. Iba vestido con un abrigo gris… ¡Ah!, llevaba tatuada una flor en el dorso de la mano. Pero si hubiera sido el asesino, seguro que también me habría matado a mí.
—…
Jugueteando con la barra de hierro, el sacerdote se quedó ensimismado durante unos momentos.
—Gracias. Ha sido de gran ayuda… Ahora tenemos que sacarte de la ciudad —dijo mirando fijamente a la monja que le observaba con preocupación.
—¿Eh?
—Si salimos ahora juntos hacia la estación aún puedes subirte en el expreso que va directo a Roma. Hasta que se solucione el caso, es mejor que estés a salvo en el Vaticano. Cuando llegues, intenta hacer un retrato del hombre y envíamelo —le propuso el sacerdote.
—Pe…, pero… ¡Yo quiero ayudaros a capturar a los asesinos! ¡Prometo que no seré un estorbo! ¡Dejad que os ayude a hacerles pagar su crimen!
—No. De ninguna manera, Agnes —se negó Hugue con tono frío, casi despiadado—. Tienes que permanecer escondida hasta que pase el peligro. Lo hago por ti…
—¿¡Qué!? ¿¡Cómo que por mí!? ¡Yo…!
—Escúchame, Agnes —dijo el sacerdote, agarrándola por la manga para evitar que se levantara.
En la mano tenía una señal tatuada que no parecía ni un dibujo ni una letra.
Más que intentar convencerla, Hugue le imploró.
—Una vez que te manchas las manos de sangre, sea de quien sea, ya no hay vuelta atrás. «Quien a hierro mata, a hierro muere». Sea por la razón que sea, sea contra quien sea, quien hace correr sangre se convierte a su vez en objetivo. Y sólo con la espada se pueden pagar esas deudas. Ésa es la única ley…, hasta que uno mismo cae víctima de la espada. ¿Quieres volverte así?
—¡Basta de palabrería! —gritó Agnes, pegándole una patada a la silla—. De acuerdo. Ya no os pediré nada más. ¡Yo no se lo perdonaré nunca a los asesinos!
—Espera, ¿dónde vas?
—No os concierne —dijo girándose Agnes, con voz cortante—. Si es así, iré yo sola a buscarlos. ¡Dejadme en paz!
—Imposible. No te lo permito.
Hugue no mostraba ninguna tensión al retener a la joven. Los dedos que agarraban a Agnes eran tan fuertes como el acero…
La mano se soltó de golpe del brazo de la chica. Más que soltarse, en realidad, salió despedida. Como si fuera un ser independiente, la mano se había retirado entre espasmos.
—Mierda, precisamente ahora… —murmuró Hugue, mirándose la mano—. Tranquilízate…
El mismo hombre que se había enfrentado tan sereno al vampiro hacía crujir entonces los dientes. Agnes no le prestó atención y aprovechó para escapar de la capilla.
—¡Espera, Agnes! —resonó la voz por el pasillo, como persiguiendo la monja.
De repente, explotó la pared.
—¡!
Golpeada por un puño invisible, Agnes salió disparada contra el lado opuesto.
—¡Hola, hermana!
Ante la muchacha, que se había quedado sin respiración, apareció una sombra en el agujero de la pared. Al ver los enormes brazos que se dirigían hacia ella, Agnes gritó:
—¡Un traje de combate!
Una figura humana, de unos tres metros, había agarrado a la monja, que no se podía mover. Era como la caricatura de una persona hinchada a base de levadura. Era una de las tecnologías perdidas que había sido posible rescatar: un exoesqueleto reforzado de combate.
—¡Agnes!
—¿Qué tal, padre? Gracias por lo de ayer.
Los ojos de la criatura se movieron hacia el sacerdote. La voz aguda que sonaba por el altavoz era, sin duda, una de las que había oído la noche anterior.
—No sabes la que me cayó ayer por tu culpa… ¡Eh!, suelta eso.
Señalando hacia la barra que blandía Hugue, el traje de combate agarró con fuerza a la monja.
—Suéltalo o acabaré con ella.
—¡No, padre! ¡Ah!
El grito de Agnes se volvió un gemido de dolor. En el rostro enrojecido se movía como la de un pez falto de oxígeno.
—De acuerdo…
Un ruido limpio acompañó a la voz serena.
—Suelta a la chica.
Agnes miró, sorprendida, la barra que había caído a sus pies.