I

Incluso después de atravesar el tercer cruce, los pasos que sonaban a su espalda no desaparecieron. Sin que pudiera aguantarse más, le hermana Agnes echó a correr. El hábito, húmedo por la niebla, se le pegaba a las delgadas piernas.

«¿Quién será?».

Agnes tembló pensando en la figura siniestra que había visto anteriormente al girarse.

Al salir de la comisaría de policía no había notado que la siguiera nadie. El eco de los pasos había empezado a sonar cuando pasaba por la zona de Zeedijk, solitaria como un cementerio. Por muchas esquinas que tomara, los pasos seguían resonando a su espalda.

La noche de Ámsterdam era silenciosa como el interior de un ataúd.

La ciudad se encontraba por debajo del nivel del mar, protegida por diques. Por ello, en noches frías como aquélla, las calles se llenaban de una niebla blanca salida de las olas marinas. Evidentemente, a nadie le gustaba salir en noches así. Si no la hubieran llamado a la comisaría, no había duda de que Agnes también se habría quedado en su celda del convento.

No había nadie a quien pudiera pedir ayuda pero, cuando ya iba a quedarse sin aliento, Agnes se dio cuenta de que la suerte le había sonreído. En el canal flotaba un pequeño barco, una góndola del tipo que los nobles locales utilizaban para sus encuentros amorosos. No se sentía bien subiendo sin permiso, pero tampoco veía en ningún lugar rastro de sus dueños. Bajó hasta la altura del agua y se montó de un salto en la embarcación.

Una vez escondida en la góndola, no había tenido tiempo en contar hasta diez cuando vio aparecer aquella figura cortando la niebla.

Era una sombra oscura, envuelta en una capa como un dios de la muerte y con una capucha que le tapaba los ojos. Lo más extraño, sin embargo, era la barra de hierro que llevaba a tu espalda. No estaba claro cuál era su uso, pero se dio cuenta de que era tan grande como ella misma. Se mirara por donde se mirara, no parecía una persona muy de fiar.

—…

El perseguidor se detuvo al lado de la góndola. Parecía que se había dado cuenta de que su objetivo se había desvanecido. Como un perro de caza que hubiera perdido el rastro, movía nerviosamente la cabeza a derecha e izquierda.

«Dios mío, ayúdame… Dios mío…».

Reprimiendo un escalofrío, Agnes se agarró al rosario que llevaba. Desde el fondo de la capucha, unas pequeñas luces verdosas miraban decididamente hacia la góndola. Parecían ojos…, no…

La mirada se desvió.

Como si no hubiera pasado nada, la figura echó a andar a grandes pasos. El eco de sus botas resonó entre la niebla hasta desaparecer completamente.

—¡Ah…! —suspiró profundamente Agnes, saliendo e la embarcación—. ¿Quién será?

Era una pregunta retórica, porque sabía muy bien la respuesta.

Desde aquella maldita noche de una semana antes, cada vez que salía tenía la sensación de que la vigilaban. No había duda de que ese hombre era el responsable.

Agnes sintió unas ganas inmensas de llorar mientras se disponía a remontar el camino de vuelta a con la falda recogida, empapada por la niebla. Quería irse a casa. Allí tampoco tenía a nadie, pero al menos las paredes eran gruesas y la puerta era alta…

Justo al echar a andar, la muchacha resbaló y estuvo a punto de caerse.

Un landó que antes estaba detenido en medio de la niebla le había pasado rozando.

—¡Cuidado, jovencita! Las noches de niebla son peligrosas —dijo una voz fría, salida del vehículo que había estado a punto de atropellarla—. ¿Eh? ¡Pero si sois la hermana Agnes! ¡Qué casualidad! Precisamente os estaba buscando. ¡Qué feliz coincidencia!

Desde la escalerilla del coche, un joven le sonreía con aire burlón. Acompañado de una decena de sirvientes y vestido con un traje de noche de elegante satén, era la imagen del típico noble de la ciudad, la clase dominante en la Alianza de las Cuatro Ciudades. La espada ropera forrada de oro y el anillo de zafiros en forma de lirio indicaban que le gustaba el lujo.

Agnes dio un paso atrás. En la sonrisa del hombre brillaban unos dientes demasiados afilados.

—¡Ah…, yo…!

Los sirvientes bloquearon el paso a la monja, que intentaba alejarse del coche.

—No tengáis tanto miedo, hermana. No os vamos a comer —rió groseramente uno de los sirvientes con ojos de serpiente—. El señor Pieter os quiere preguntar algo sobre el asesinato del sacerdote de la semana pasada. ¿Nos acompañáis un momento?

—Yo…, yo no sé nada… —dijo la monja con voz entrecortada por el castañeo de los dientes—. Cuando llegué, ya estaban todos muertos… ¡De verdad! ¡Yo no vi nada!

—¿Ah, no? Bueno, de todos modos, sois la única superviviente del caso. Tenemos muchas preguntas que haceros. Venid con nosotros, por favor —dijo el noble, ofreciéndole la mano de largas uñas.

—¡No me toques, monstruo! —gritó Agnes, retrocediendo con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Monstruo? —respondió el hombre—. ¿Me habéis llamado monstruo?

El tono había cambiado peligrosamente. Uno de los sirvientes se acercó, nervioso, a su señor.

—Tranquilizaos, señor Pieter. Vuestro hermano ha dicho claramente que teníamos que llevarla viva…

—¡No me eches el aliento encima, terrano asqueroso!

De un golpe del delgado brazo, el sirviente salió volando con fuerza hasta el fondo de la calle. Sin ni siquiera mirar al cuerpo que había caído contra los adoquines, el hombre agarró a Agnes de los hombros.

—¿Una terrana insignificante me llama monstruo? Mocosa, te la estás jugando…

Mientras los dientes rechinaban con un sonido metálico, las uñas se clavaron en la carne blanca de los hombros. El vampiro bajó la cara lentamente hasta el nivel de la monja temblorosa. La boca se abrió como una flor venenosa mostrando los colmillos curvados y la lengua afilada lamió el cuello de su víctima…

Arqueándose hacia atrás, lanzó un rugido monstruoso.

—¿¡Señor Pieter!?

Sin preocuparse de la monja, que había caído al suelo, los sirvientes se abalanzaron precipitadamente sobre su señor. La lengua del vampiro estaba atravesada por una espada delgada como un palillo.

Entre la confusión, uno de ellos se volvió hacia el origen del arma.

—¿¡Quién demonios eres!?

En la calle había un hombre vestido de negro de los pies a la cabeza. Bajo la capucha brillaban levemente dos ojos verdes y, de su espalda, colgaba un largo palo.

—Suelta a la chica, vampiro —dijo ignorando la pregunta del sirviente—. Dejemos las presentaciones para luego; primero, soltadla. Desapareced inmediatamente y os dejaré escapar. Si no…, os mataré aquí mismo.

¿Os mataré? ¿Le había dicho en serio a un vampiro, la criatura más poderosa de la Tierra, que le mataría?

—¡No me hagas reír! —respondió airado el vampiro con la boca llena de sangre, mientras blandía la espada que le había atravesado antes la lengua—. ¿Matar? ¿Qué me vas a matar? No sé de qué agujero apestoso has salido, pero esta bromita te costará cara.

El rugido se combinó con el gemido cortante del aire. Había lanzado la espada de vuelta contra su dueño. Impulsada por la fuerza monstruosa del hijo de la noche, el arma alcanzó la velocidad subsónica. Todos creían que habían visto una explosión de sangre.

—¿¡Qué!?

El vampiro y sus servidores lanzaron un grito de sorpresa.

Con un leve movimiento de la mano, el hombre hizo que la espada desapareciera con un sonido limpio.

—No te esfuerces. No puedes matarme —murmuró el hombre con voz serena, mientras plantaba delante de sí el palo con el que había desviado la espada.

—¡Hmmm!, veo que para ser un terrano no lo haces mal del todo.

Pieter se relamió groseramente y llevó la mano a su espada.

—¡Nos vamos a divertir! ¿Qué te parece esta amiguita?

Con un ruido horrible, la espada salió de su vaina.

Casi no había sacado el arma completamente cuando el vampiro dio un salto y salió disparado a tal velocidad que ningún ojo humano habría sido capaz de seguirlo.

Sin embargo, el hombre no mostró ningún signo de temer la muerte que se le echaba encima. Simplemente, movió la barra hasta la cadera izquierda y bajó ligeramente su centro de gravedad.

—¡Terrano idiota! ¿Te crees que me vas a detener con eso? —rió Pieter, alzando la espada.

El arma estaba hecha de titanio omega, la más potente aleación metálica. Unida a la velocidad y la fuerza de un methuselah, intentar detenerla con aquella barra de hierro era lo mismo que hacerlo con una hoja de papel.

En el momento del impacto, Pieter creyó ver cómo la capa del hombre flotaba, pese a que no había viento.

—¡Qué pena que no he tenido tiempo ni de preguntarte el nombre, gusano! —gritó Pieter, aterrizando aún en postura de combate al lado del hombre.

—Hugue —le dijo una voz al oído.

Si lo había matado, ¿cómo podía seguir hablando?

Justo al pensar eso, Pieter se dio cuenta de que el mundo se había vuelto del revés.

Pero estaba de pie sobre el suelo. ¿Cómo se había girado el mundo? ¿O era sólo la espalda del terrano al que estaba mirando?

—¿Eh?

En el mundo invertido, la capa cortada caía de los hombres del terrano. Y debajo de la capucha…

Lo último que vio el vampiro fue la cara del hombre: los pálidos cabellos rubios, tan comunes en los Países Bajos, el bello rostro blanco y los ojos melancólicos.

—Soy Hugue. El padre Hugue —susurró el joven.

Cuando se dio cuenta de que le habían cortado el cuello, la cabeza de Pieter cayó rodando al suelo por su propio peso.

—¡Pero es que yo no sé nada sobre el caso de Oude Kerk!

El conde Ámsterdam, Karel Van der Welf, sacaba los colmillos hacia la oscuridad. La característica nariz aguileña estaba perlada de un sudor frío.

—De verdad que no sé nada. ¡Ninguno de mis familiares se ha acercado a esa iglesia!

—Lo que quiere decir que, Karel…

Tres hologramas rodeaban al methuselah vestido de azul. Quien había hablado con el tono de un gato que juguetea con un ratón era el joven del esmoquin rojo de la derecha.

—Te hemos sobrevalorado. Si alguien puede venir de fuera y hacer algo así sin que te des cuenta… Qué triste para alguien que pertenece a los Cuatro Condes… —prosiguió la figura, mirando fijamente a Karel mientras se sacudía teatralmente los bucles castaños.

—Cállate, Memling. ¿Quién te ha pedido tu opinión? Como sigas pasándote de listo, te mataré.

—¿Me matarás? ¿A Hans Memling? ¡Qué chiste más bueno! Ven a Amberes cuando quieras. Te daremos la bienvenida como te mereces. Mira, te dejo decidir el día y la hora para…

—¡Silencio! —gritó el holograma central del anciano vestido de negro, interrumpiendo la pelea de los methuselah.

Tenía los cabellos blancos, pero las cejas eran negras como el carbón. Los ojos agudos como los de un ave rapaz y los labios firmes le daban un aire severo. El anciano, Thierry D’Alsace, conde de Bruselas, les reprendió con cara de haber mordido algo amargo.

—¡Pensad un poco en la situación en que nos encontramos! Precisamente ahora ha habido un ataque contra la iglesia en nuestro territorio. ¿Acaso no veis lo que va a ocurrir?

—El conde de Bruselas tiene razón. No es el momento de pelearnos entre nosotros —asintió gravemente el joven de traje blanco que había al lado del anciano.

Era un hombre delgado, que recordaba a un contable terrano. Sin embargo, los ojos rasgados que cubrían las gafas plateadas tenían una luz inteligente. El joven, Guy de Granvel, conde de brujas, susurró con voz sombría:

—Hay que hacer lo que sea para encontrar pronto al criminal. Conde de Ámsterdam, ¿es posible que se esconda en la ciudad algún methuselah errante que no pertenezca a los Cuatro Condes?

—Imposible —respondió inmediatamente Karel.

Los Cuatro Condes era el nombre que recibían las cuatro familias methuselah basadas clandestinamente en la Alianza de las Cuatro Ciudades.

En los últimos diez años, el poder de las cuatro familias había crecido espectacularmente y, después de destruir a las familias rivales y las otras organizaciones criminales de terranos, se habían convertido en un conglomerado que extendía su poder completamente sobre los bajos fondos de la Alianza. Era imposible que un methuselah errante llegara a la ciudad sin que Karel se enterara.

—Si fuéramos un territorio fronterizo como los del marqués de Hungaria o el conde de Curlandia, podría ser… —señaló D’Alsace con las cejas fruncidas—, pero la Alianza está en medio de los Estados terranos. Sin nos hemos mantenido a salvo hasta ahora ha sido gracias a no provocar a la Iglesia. Pero ahora que han asesinado y han vampirizado a religiosos, no nos las veremos sólo con el gobierno de la Alianza. Seguro que vendrán.

—¿Vendrán?

—Me refiero a los fanáticos que se creen los guardianes de los terranos, los que sólo piensan en exterminarnos totalmente.

Al susurro de Guy, que parecía estar recitando una elegía, se le sumó el grito agudo de Memling.

—¡El Vaticano! ¡Esos asesinos! ¿¡Por culpa de quién nos hemos metido en este lío!?

—Basta, Memling. No es el momento de crear disensiones internas —dijo D’Alsace, controlando al methuselah de rizos castaños, y se giró hacia Karel—. De momento, intentaremos usar nuestra influencia en el gobierno para retrasar la entrada del Vaticano. Mientras tanto, Karel, encuentra al autor del asesinato de los religiosos.

—De…, de acuerdo. Ahora estamos buscando a la única superviviente. En cuanto la encontremos, podremos saber más detalles.

—¡Hmmm! Creo que ya lo sabes, pero es importante apresurarse. No tenemos mucho tiempo.

Mirando severamente a Karel, la silueta de D’Alsace se volvió borrosa y desapareció dejando un leve brillo. La imagen del joven de esmoquin rojo ya se había esfumado antes.

Karel se dirigió con voz oscura a la única imagen que quedaba.

—¿Qué pasa, Guy? ¿Quieres decir algo más?

—Sí… Hay algo que me preocupa.

El delgado methuselah se arregló las gafas como insinuando algo. Fuera por respeto o por modestia, se quedó en silencio. Cuando ya no pudo soportarlo más, Karel le preguntó directamente:

—¿Qué te preocupa?

—Todo el caso. ¿No te parece extraño que en nuestro territorio, y precisamente en el tuyo, el del número dos, se haya producido abiertamente el asesinato de religiosos a manos de un methuselah…? Por culpa de eso han aumentado las posibilidades de intervención del Vaticano y tu posición dentro de los Cuatro Condes se ha resentido. ¿No te parece que todo cuadra demasiado bien?

—¡Hmmm!, ¿quieres decir…?

Karel se frotó pensativamente la nariz. Dentro de la organización pertenecía a los más belicosos, pero usar la cabeza no era lo suyo. De todos modos, el caso que les ocupaba le había parecido raro desde el principio.

Una semana antes, habían asesinado a diez religiosos en una iglesia de Ámsterdam. Todos tenían la columna partida y señales de haber sido mordidos. No había ninguna duda de que había sido obra de un methuselah.

Pero, tal y como había dicho antes, la probabilidad de que lo hubiera hecho un methuselah errante era muy baja. Los miembros de la familia condal de Ámsterdam, empezando por su hermano menor Pieter, le eran todos fieles. Lo que quería decir que…

—¿Hay un traidor en alguna otra familia?

—No quiero pensarlo. Pero hay quien busca tu ruina dentro de los Cuatro Condes. No es imposible pensar que…

—Nos ha traicionado… ese maldito Memling —gritó Karel, golpeando la mesa de caoba.

Claro, ¿cómo no se le había ocurrido hasta entonces?

Entre las Cuatro Ciudades, Ámsterdam era la segunda, después de Bruselas. Si lograra deshacerse de Karel y apoderarse de su territorio, Memling conseguiría una ventaja decisiva, que le permitiría llevar en solitario las riendas de la organización de los Cuatro Condes.

Era impensable que el anciano D’Alsace o el joven Guy planearan algo así. Guy respetaba a Karel y no olvidaba las deudas que tenía con él. D’Alsace, por otra parte, pese a haber sido terrible en el pasado, últimamente empezaba a mostrar signos de vejez e intentaba evitar los problemas en la medida de lo posible.

Pero Memling era distinto. Se las daba de artista y derrochaba su dinero en obras de arte y en hermosas mujeres y muchachos. Desde Amberes, envidiaba la riqueza de Ámsterdam. Además, le guardaba rencor a Karel por haberle negado préstamos repetidas veces. No era raro que alguien así se arriesgara incluso a implicar al Vaticano en sus planes.

—No tenemos ninguna prueba. Pero hay que ir con cuidado, conde de Ámsterdam.

—Ya lo veo. Me las va a pagar ese maldito… Perdón, Guy, no olvidaré tu fidelidad.

Al conde de Brujas sonrió con sinceridad.

—No tienes que darme las gracias. A la vista del estado de D’Alsace, es normal que haga lo que pueda para apoyarte. Tú eres ahora la columna vertebral de nuestra organización.

—¿La columna vertebral? ¿Yo?

Karel se rascó alegremente la nariz, pero en seguida endureció el gesto. No le disgustaba oír aquellas palabras, pero no estaba la situación para dormirse. Había que pensar en el contraataque antes de que Memling actuara.

—Gracias, Guy. Cuando hayamos solucionado esto, hablaremos con calma. A ver si vienes y organizamos una cacería.

—Estaré encantado.

El joven methuselah hizo una reverencia y desapareció. La araña del techo se iluminó, y Karel puso las piernas sobre la mesa de caoba.

—Hay que pensar en cómo descubrir lo que está tramando Memling.

No era nada fácil. Había puesto en movimiento a todas sus fuentes de información en la ciudad y la policía, pero todavía no había encontrado una sola pista. Confiaba en que la monja superviviente hubiera visto el rostro del asesino…

—Excelencia… —le interrumpió una voz delgada desde la puerta—, soy Willem. Acabo de llegar.

Era el terrano de su hermano Pieter. Parecía que habían encontrado a la monja.

—Adelante. ¿Le habéis traído? —preguntó, girando la silla.

Al ver el semblante triste del terrano, Karel frunció el ceño.

Detrás de Willem, los sirvientes llevaban una camilla empapada en sangre. De la sábana que la cubría, asomaba una mano pálida. En los dedos torcidos como si agarraran el vacío había un anillo de zafiros en forma de lirio.

—Pero… ¿qué broma es ésta?

Al darse cuenta de la situación, Karel corrió hacia la camilla. Levantó la sábana con mano temblorosa y se quedó atónito al ver el cuerpo que cubría.

—Willem, ¿¡qué ha pasado!? ¿Cómo ha podido…?

—Un…, un sacerdote… —dijo el terrano con voz de mosquito—. Un sacerdote muy fuerte nos intentó detener…, y el señor Pieter le…

—¿Un sacerdote?

Karel lanzó un grito mirando la cara de su hermano. La amputación la había producido un objeto extremadamente afilado. Además, era un corte de precisión quirúrgica, dirigido con habilidad a uno de los pocos puntos débiles de los methuselah: las cervicales. Por mucho que se enorgullecieran de su fuerza vital casi inmortal, ninguno de su especie podría haber escapado de la muerte después de recibir una herida como aquélla. Estaba claro que había sido un asesino profesional, experto en matar a methuselah. Que Karel supiera, sólo en un sitio se entrenaban perros como aquéllos…

—¡El vaticano ya ha llegado! —rugió el vampiro con los ojos inyectados en sangre—. ¿A qué estáis esperando, idiotas? ¡Vamos a salir a capturar y matar a ese cura inmediatamente! ¡Poneos a punto!

—¿Ahora mismo? Pero, jefe, ya está a punto de amanecer. Sería mejor que retrasáramos…

Al ver que el reloj ya marcaba las cinco, Karel hizo rechinar los dientes. Aunque el sol salía más tarde en invierno, no les quedaban más que un par de horas hasta el amanecer.

¿Debían esperar a la noche? ¡Imposible! ¿Les podía confiar la misión a los terranos? Pero si había sido capaz de matar a Pieter, ¿tendrían alguna posibilidad sus hombres?

—Bueno, pues esperaremos. Willem, ¿ya has aprendido a usar aquello que tenemos en el depósito?

—¿Aquello? ¿Lo que compramos en el Reino Germánico? Bueno, puedo utilizarlo, pero ¿os parece prudente, jefe? —preguntó el terrano, levantando la mirada hacia su señor—. Si lo usamos en la ciudad, atraeremos mucha atención.

—La policía hará la vista gorda. Para algo les mantenemos contentos a base de sobornos —dijo Karel, sacando los colmillos, mientras tomaba el anillo de la mano inerte de su hermano—. ¡Da igual cuánta gente muera! ¡Hay que capturar como sea a la monja y el cura!