—Improperium expectavit cor meum et miseriam…
Las puertas se abrieron cuando el coro de niños empezaba a cantar el Improperium.
Precedidos de un sacerdote con un incensario, una fila de eclesiásticos encapuchados y envueltos en largos hábitos entró desfilando solemnemente. Para ir acompañando a la persona más poderosa de la Tierra no eran demasiados, pero su número estaba limitado por cuestiones de espacio.
El subterráneo de la catedral de San Marcos no tenía más de treinta metros de largo. Apenas había espacio en él para el coro y los guardias, y con la entrada del séquito papal no cabía ni un alfiler.
—Et sustinui qui simul mecum contristaretur et non fuit; consolantem me quaesivi et non inveni.
Con la capucha calada hasta las cejas, el Papa se inclinó respetuosamente entre los cantos de los sacerdotes hacia el altar. La caja con los restos del santo reposaba en silencio sobre él. Una vez acabado el cántico, el obispo de Venecia rezó una oración.
—Kyrie eleison. Christe eleison. In media vita morte sumus. Kyrie eleison… Amen.
Apoyándose en la mano del obispo, el Papa se retiró del altar. Normalmente, habrían seguido el discurso de recepción y los sacramentos, pero habían decidido abreviar esa parte de la ceremonia. Los rumores decían que el Papa más joven de la historia tenía fobia a las masas y que incluso se había llegado a desmayar en plena misa en alguna ocasión. En medio del silencio, el Papa adolescente se dirigió con pasos inseguros hacia la puerta.
En ese momento, unas palabras límpidas llegaron a oídos de los asistentes.
—Alessandro XVIII, Pontífice número trescientos noventa y nueve del Vaticano. Tú y yo tenemos algo pendiente.
Al girarse hacia la voz, las miradas de los presentes se concentraron en uno de los miembros del coro que se había levantado. Entre el humo del incienso, brillaba con intensidad el filo de un hacha.
—Soy Endre, Endre Kuda, marqués de Zagreb, del Imperio de la Humanidad Verdadera. Si hay algún mono que quiera oponérseme, que saque la cabeza.
Todo fue tan deprisa que los guardias no tuvieron tiempo ni siquiera de levantar sus armas. El diablo hermoso como un ángel entró en haste y, dando un salto sobre la multitud sorprendida, descargó su arma mortífera sobre el estupefacto Papa…
—¿¡Eh!?
Con un sonido limpio, el cuerpo de Endre salió disparado por los aires. Al aterrizar sobre una pared cubierta de mosaicos, torció la cara, sorprendido.
—¡Im…, imposible! ¿¡Tú!?
—Estate calladito, Endre —dijo el Pontífice mientras dejaba caer la capucha.
Era una mujer con el cabello decolorado de marfil que empuñaba un grueso sable. Al ver los ojos ambarinos, el anciano vampiro se dio cuenta de que le habían engañado.
—¡Tú, Astharoshe Asran! ¿¡Cómo…!?
—Endre Kuda. En el nombre del Padre, del Hijo y del espíritu Santo, estás detenido por cuarenta asesinatos —gritó el obispo de Venecia o, mejor dicho, el hombre de gafas de culo de botella que iba vestido con sus ropas.
—La resistencia es inútil. Ríndete inmediatamente.
—¡Pero ¿qué…?!
Todo había ocurrido demasiado deprisa. ¿Y el Papa? ¿Dónde se había metido el Papa de verdad?
—Encontramos una nota en la caja fuerte de Marco Corleone, en la que le amenazabas con matar a su hija si no falsificaba la autentificación de los restos del santo. La ceremonia la cancelamos entonces… Todos los religiosos que ves aquí son agentes de Ax. No tienes escapatoria. Te conmino a que tires el arma y te rindas.
—La nota la encontraron los herederos del muerto. Si no los hubieras asesinado, no habría salido nunca a la luz. ¡Ríndete, idiota! Te has cavado tú mismo tu propia tumba. ¡Ya no puedes huir!
Los religiosos presentes sacaron todos a la vez los rifles que llevaban debajo de los hábitos y le apuntaron.
—¡Ah! Ahora veo que no ha sido tan buena idea saltar tan rápidamente desde el coro…, pero igualmente —rió con rencor el joven—, ¿esperas que me rinda? ¡No digas tonterías, criaja!
—¡Tira el arma!
Justo en el momento en que Endre movió ligeramente la mano, Astharoshe empujó a Abel para que se agachara. El hacha pasó volando justo por el espacio que antes ocupaba el sacerdote.
—¡Me las pagarás, Astharoshe! ¡Ven aquí, mocosa!
—¡Alto, Endre!
El anciano vampiro echó a correr agarrando a uno de los niños del coro, y Astharoshe salió tras él.
—¡Astharoshe, persegu…! ¡Huy, ya se ha ido! ¡Vosotros, encargaos de los niños! —gritó Abel, aturullado por la velocidad de los acontecimientos.
Endre extendió la mano hacia el altar, que pesaba casi una tonelada, y lo lanzó contra el suelo. Detrás apareció un enorme agujero. Era un túnel construido antes del Armagedón. Astharoshe se lanzó hacia la abertura, persiguiendo al vampiro.
—¡No te escaparás!
La pintura fosforescente de las paredes proyectaba una luz extrañamente pálida. El ojo humano habría sido incapaz de distinguir en aquel espacio blanco las figuras de los dos methuselah en haste lanzados a la carrera. Quizá por su juventud, Astharoshe empezó a recortar la distancia que le separaba del fugitivo.
—¡Se ha acabado el juego, Endre!
Apuntando a la espalda del vampiro que corría con el niño bajo el brazo, el sable de combate brilló despiadadamente…
—¿¡Qué…!?
Justo antes de impactar contra su objetivo, el arma salió repelida de forma silenciosa.
El vampiro estaba rodeado de ocho esferas metálicas.
—¡Isis!
—¡Ja, ja, ja! ¡Tira el arma, marquesa de Kiev!
Endre se giró, salió del estado de haste y posó el dedo sobre el cuello del niño.
—Es la segunda vez que… No, si contamos la ocasión en que maté a tu colega, es la tercera, ¿verdad? Astharoshe, si valoras en algo la vida de este chaval, tira el arma.
—…
La imagen del cadáver destrozado de su compañera le apareció un momento a Astharoshe en el cerebro, pero no tardó en soltar el sable.
—Muy bien, quédate ahí quietecita… ¡Mira que venir a molestar precisamente ahora! Esto no va a quedar así —rió Endre mientras recogía el arma del suelo y pasaba la larga lengua por el filo—. No te creas que esto es todo lo que había planeado. De todos modos, el Papa que crees haber salvado va a morir. Todo está listo.
—Si te refieres a los diques móviles, ya tenemos gente ocupándose del asunto… No lograras inundar la ciudad.
—¡Ooooh! ¡Pero si lo sabes todo! —exclamó Endre con ojos de admiración—. Bueno, esto ya no es un juego… Hasta ahora te he tomado por una niñata, pero eso se ha acabado. ¡Te has ganado un buen castigo por entrometerte en mis planes, Astharoshe!
—Endre, hay dos cosas que no has entendido bien. La primera es pensar que estaba sola… —dijo Astharoshe mirando a Endre con una frialdad inusual para alguien enfrentado a su muerta inminente—. La segunda, pensar que tenía planes. ¡No me hagas reír! Si no eres más que un loco…
—¡Pe…, pero ¿qué…?!
Las palabras de Astharoshe habían sido tan insolentes que le costó un momento asimilar lo que estaba oyendo. Ante la sorpresa de Endre, su adversaria siguió atacándole con frases venenosas.
—Tienes demasiado orgullo para ser tan inútil y cobarde. Quieres que te respeten, pero no tienes ningún talento ni te esfuerzas en nada. Lo único que sabes hacer es matar terranos y dártelas de artista… ¡Ja! ¡Cómo si alguien tan ruin como tú pudiera tener grandes planes! No me hagas reír. Casi tengo vergüenza ajena.
—¿Eh…?
El rostro angelical se volvió pálido un instante y luego se ruborizó para pasar finalmente al morado de la ira.
—¡Maldita niñata!
Las esferas metálicas que rodeaban a Endre cayeron al suelo. Blandiendo el sable, el vampiro lanzó un rugido.
—¡Tú…! ¡Y tú qué sabes! ¡Yo soy diferente! ¡Yo no soy como los otros! ¡Nadie me respeta! ¡Porque…, porque…, aaaaaaaah!
Una luz relampagueante salió disparada en dirección al corazón de Astharoshe, a la vez que Endre lanzaba un grito con la boca abierta.
—¡Muere, mocosa!
—¡Ahora, compañero!
La detonación que resonó por el túnel no fue muy fuerte, pero tuvo la potencia suficiente para abatir al viejo vampiro enajenado por la ira.
—¡Aaaah!
El cuerpo doblado golpeó contra la pared y dio un salto después de chocar contra el suelo. Endre se retorcía agarrándose la parte inferior del abdomen. Una bala de plata, el material más odiado por los methuselah, le había atravesado el estómago hasta la columna.
Endre lanzó un alarido mirando hacia el fondo del túnel, donde se encontraba el sacerdote de cabellos plateados, escondido tras la sombra de Astharoshe.
—¡Un te…, un terrano! ¿Cómo has podido? ¡Astharoshe!
—No pensaba que cayeras tan fácilmente en la trampa —rió la methuselah mientras pateaba sin piedad las esferas de Isis.
Mientras estuviera activado el campo magnético, ningún objeto podía salir del sistema de defensa total Isis. El tener que desactivarlo para atacar había sido un error fatal.
—Buen trabajo, padre.
—¿Cómo que buen trabajo? No seáis tan fría. ¿Os parece que es suficiente? —suspiró el sacerdote mientras se posaba el revólver humeante en el hombro—. Hemos tenido suerte de que saliera todo como habíamos previsto… La verdad es que no tengo tanta confianza en mis habilidades de tirador.
La cara de Abel era tan graciosa que Astharoshe no pudo reprimir una carcajada.
—Sabía que lo conseguiríais, compañero… ¡Ha sido un disparo magnífico!
—Sólo me llamáis «compañero» cuando os conviene… ¡Oh! Es la primera vez que os veo reír. Estáis muy guapa…
—Idiota… —le espetó Astharoshe, girando la cara.
No pudo ocultar, sin embargo, que se había sonrojado.
El trabajo ya había acabado. Sólo quedaba llevar a Endre de vuelta al Imperio. Por fin, podría abandonar esas tierras salvajes y regresar a la patria que tanto añoraba.
Podría volver llena de orgullo a la capital.
—Gracias por todo, padre.
—De nada.
Abel le devolvió, riendo, una reverencia afectada. Como si eso la hubiera deslumbrado, Astharoshe entrecerró los ojos.
Tal vez no volvieran a verse nunca más…
Por mucho que viviera, aquella figura regresaría a la tierra en cincuenta años. Astharoshe intentó grabarse aquella cara en la memoria. Para la methuselah, que no viviría eternamente, pero sí que pasaría aún unos trescientos años en aquella forma, cincuenta años pasaban volando. Aunque volviera al exterior, si se cruzaran, probablemente ya no le reconocería.
—Recordad mi cara —dijo Astharoshe—. Yo no puedo acordarme de todos los terranos idiotas que encuentro. O sea que tendréis que saludarme vos si nos volvemos a ver, ¿entendido? Cuando el Imperio haya conquistado toda la Tierra os contrataré para que cuidéis de mis gatos.
—Será un placer.
Sonriendo, Abel estrechó la mano de su compañera.