Normalmente, el frío duraba un mes largo después del carnaval, pero aquel año la primavera había llegado bastante pronto. Se podía ir incluso sin abrigo.
En noches como aquélla se producía el fenómeno conocido como «agua alta», por el que la marea crecía silenciosamente hasta inundar las calles.
—Tiene que ser aquí…
La señal de que se acercaba el agua alta era que, aunque no había llovido, las calles estaban llenas de charcos. Evitando mojarse, Astharoshe avanzó hasta el edificio.
—Vengo a visitar a un paciente.
—¿De quién se trata?
—Se llama Abel, Abel Nightroad.
Al ser de noche, no se veía ni un alma en el hospital. Aparte del ruido del aire acondicionado, lo único que se oía en el pasillo eran los pasos de la methuselah.
—¿Será aquí…?
Cuando iba a tocar a la puerta de la habitación que le habían dicho, Astharoshe se detuvo de golpe. Había oído unas voces muy débiles.
—… murió…
—… para protegerla…
«¡No puede ser!».
Sin acordarse de llamar, Astharoshe abrió la puerta con fuerza.
—A…, Abe… ¿Eh?
—¿Quién sois?
Un grupo de hombres y mujeres vestidos de luto rodeaban la cama. La mujer que se había girado le preguntó con los ojos rojos:
—¿Erais amiga de mi hijo?
—Eh…, no…
No era allí.
El fallecido era un hombre joven, pero no era el sacerdote. Sus facciones marcadas, típicas de la zona, parecían las de alguien que durmiera. Astharoshe recordaba su cara, así como la de la chica que estaba agarrada al cuerpo.
Era el joven que había perecido protegiendo a su amada durante la persecución de Endre.
—Pe…, perdón. Me he equivocado de habitación.
—Ah, ¿sí? Pero ya que el destino os ha traído hasta aquí, ¿por qué no le ponéis una flor al pobrecito?
—¿Eh? Bueno…, yo…
Al ver la rosa que le ofrecían, a Astharoshe se le atragantaron las palabras. ¿Qué debía decir? ¿Qué podía decirles al muerto y a los que lo velaban?
La methuselah no pudo hacer nada más que posar la flor, con manos temblorosas, sobre la almohada del muerto.
—Lo…, lo siento mucho.
—No pasa nada. Es fácil equivocarse de habitación —respondió la mujer, que no había entendido las palabras de Astharoshe. Pese a su tristeza, le sonrió amablemente—. ¿A quién buscáis? ¿El sacerdote? Creo que está en la habitación contigua.
—Ya veo. Siento haberos molestado. Con vuestro permiso.
Después de disculparse educadamente, Astharoshe huyó de los llantos que llenaban la habitación y se metió en la adyacente.
—¡Hombre, pero si es Astharoshe!
Esa vez parecía que había dado con la habitación correcta. Al sacar la cabeza tímidamente por la puerta, la methuselah se encontró con una sonrisa que conocía muy bien.
—Estoy muy contento de que hayáis venido a verme.
—Te…, tenéis mucho mejor aspecto.
—Gracias. Pero todavía me duele al moverme —respondió Abel, riendo con una voz sorprendentemente firme—. Los médicos dicen que los cristales me rozaron el corazón y las venas principales. Me salvé de la muerte instantánea por medio milímetro… ¡Ja, ja, ja!
—¡Ah…!, ¡qué suerte!
Astharoshe pensó que para haber sido sólo un roce había sangrado demasiado, pero el hecho de que aún estuviera vivo era prueba suficiente de sus palabras.
—¿Eh? ¿Qué ocurre, Astharoshe? —dijo Abel, preocupado, viendo cómo la methuselah bajaba la cabeza—. ¿No os encontráis bien? ¿Hay algo que os preocupe?
—No, sólo es que los terranos también…
«Pero ¿qué estoy diciendo? Ya parezco uno de ellos…».
Debatiéndose consigo misma, Astharoshe acabó por expresar lo que realmente sentía.
—Los terranos también se ponen tristes cuando muere alguien a quien quieren.
—Sí. Entre vos y ellos no hay tanta diferencia. Cuando están alegres, ríen. Cuando muere alguien a quien quieren, lloran. A veces piensan en la venganza. No somos tan distintos… —dijo asintiendo el sacerdote, mientras sonreía dulcemente.
Astharoshe tuvo la extraña sensación de que Abel era capaz de entender todo lo que había detrás de sus errores y sus dudas, pero decidió cambiar de tema.
—Hemos perdido el rastro de Endre.
—¿Ah, sí? Es una lástima.
Ya habían pasado más de veinte horas, pero Astharoshe no le había podido poner aún las manos encima. Quizá era una tarea imposible. En el exterior y sin ningún contacto, ¿qué podía hacer una methuselah sola?
Era incluso gracioso. Astharoshe despreciaba a los terranos y el exterior, pero la verdad era que no sabía casi nada sobre ellos. La documentación que había estudiado antes de venir, de hecho no le había servido de mucho. Sabía hablar un poco la lengua, pero no podía ir ni de compras sola. Había sido demasiado soberbia…
—Qué estúpida he sido… —murmuró Astharoshe, mirando el cuerpo vendado del sacerdote.
A decir verdad, Abel la había tratado muy bien. La había guiado por un mundo nuevo para ella, había conseguido que entrara en contacto con las autoridades, se lo había puesto todo en bandeja para que capturara al fugitivo. Nunca podría agradecérselo lo suficiente. Sin embargo ella le había menospreciado por ser terrano, había ignorado sus consejos y, como resultado, se había producido aquella tragedia. Toda la culpa era suya.
—Soy realmente una idiota…
—¿Eh? ¿Qué estáis diciendo?
—Nada, nada… respondió Astharoshe, agitando la cabeza mientras se esforzaba en esbozar una sonrisa que parecía más bien una mueca de dolor.
La verdad era que había ido al hospital con la intención de despachar los asuntos rápidamente, pero ya no se veía capaz de ello. El encuentro en la habitación contigua le había demostrado que ella no era así. No tenía sentido seguir fingiendo. Tenía que decir claramente lo que pensaba de una vez…
—Pa…, padre…, yo no os he tomado en serio…
«Desde el principio no tenía ninguna intención de escuchar tus opiniones y en aquel momento ignoré completamente tus avisos. Por eso no voy a decir frases como “Cuento con vuestra ayuda”. Sólo quiero decir que…».
—Lo siento mucho, de verdad… No tengo palabras para agradecer todo lo que habéis hecho por mí —dijo Astharoshe, haciendo una profunda reverencia y girándose para irse.
«Venga. Ya está».
A partir de ahora, habitaría la noche en solitario.
No sabía cuántos años le llevaría. Aunque fuera capaz de capturar con éxito a Endre, había muchas posibilidades de que la que acabara muerta fuera ella. Pero como chambelán del Imperio, la orden de Augusta lo era todo. Quizá era incluso apropiado que alguien tan estúpido como ella acabara sufriendo aquel destino terrible…
—Esperad, Astharoshe —la detuvo la voz de Abel cuando se disponía a salir por la puerta.
Astharoshe se giró lentamente… y se quedó de piedra.
—¡Pero ¿qué estáis haciendo?! —gritó sin querer.
El sacerdote se estaba quitando el pijama y las vendas que le cubrían la parte superior del cuerpo.
—¿Eh? Me voy a vestir. Esto… me da un poco de vergüenza. ¿No podríais giraros?
—¡Idiota! ¡Estáis herido!
—Pero tendré que cambiarme, ¿no? ¿No os daría vergüenza que vuestro compañero fuera en camisón?
—¡Pues claro! Pero si… ¿Eh?
¿Había dicho «compañero»?
—¿To…, todavía queréis ayudarme?
—¿Eh? Pero ¿cómo podéis dudarlo? ¡Claro que sí! —dijo Abel, levantando el dedo índice hacia Astharoshe, que no sabía qué cara poner—. ¿Acaso no somos compañeros? ¡Ah! Pe…, perdón. Había prometido no usar más esa palabra…
—…
¿Qué se suponía que tenía que decir? ¿Qué hacer cuando sentía en el pecho una sensación tan cálida como la de querer abrazar a su compañero?
Desgraciadamente, la documentación que había estudiado no contenía instrucciones para ese tipo de situaciones, y Astharoshe simplemente levantó temblando la mano derecha.
—Cuento con vos, compañero.
—Y yo con vos —respondió Abel, riendo mientras le estrechaba la mano con una fuerza inesperada—. Venga, pues en marcha. ¿Tenéis alguna idea de por dónde puede andar Endre?
—La verdad es que sí. No hay duda de que habrá salido en dirección a Roma.
—¡Ah!, en ese caso, podríamos empezar por el aeropuerto y la estación. Pero ¿por qué a Roma? ¿Cuál es el motivo?
—¡Hmmm!, es que él… ¿¡Quién anda ahí!?
La puerta se abrió de repente. Astharoshe, que había sacado la espada para proteger al sacerdote, sintió el impacto del olor a pólvora.
—¡Vos! —gritó Abel al ver la figura que los observaba desde el pasillo.
Era una silueta de rostro proporcionado y hermoso como una máscara. Desprendía un aroma como el de un arma acabada de disparar.
—¡Padre Tres! ¡Habéis venido! Astharoshe, la suerte nos sonríe. Con el padre Tres es como si fuéramos cien… ¡Ah!, permitidme que os presente. Padre Tres, ésta es…
—Positivo. La marquesa de Kiev, Astharoshe Asran, chambelán imperial. Ya nos conocemos.
El sacerdote itinerante Tres Iqus no perdía el tiempo en presentaciones innecesarias. Desde la entrada, se limitó a informarles del caso con voz monótona.
—Se os informa de que desde el presente momento la agencia Ax del Vaticano rescinde todos los permisos de la marquesa de Kiev. Nuestra colaboración ha terminado. Regresad de inmediato.
—«Duerme bajo la laguna, Venecia. La voz de la oscuridad fluye en la noche. Las olas, rompiendo, cantan la muerte eterna. Maurice Barrès».
Ante el mar oscuro, un hombre recitaba un poema antiguo.
El viento, que presagiaba tormenta, le golpeaba los cabellos morenos que le llegaban hasta la cintura. Las nubes cruzaban a gran velocidad por delante de las dos lunas.
—Tenemos suerte. Parece que el viento gana fuerza esta noche —dijo el hombre, sonriendo hacia su acompañante—. El objetivo ya está en la ciudad. Estoy listo para actuar en cualquier momento.
—Cuento con vos, Kämpfer. Si no cumplís con vuestro cometido, todos mis esfuerzos habrán sido en vano —le respondió desde la oscuridad una voz limpia como la de un ángel.
El aire nocturno estaba henchido del denso aroma de la sangre. Unos colmillos brillaron en la oscuridad.
—Por cierto, ¿a que me quedan bien estas ropas?
—Perfectas, conde. Nadie sospechará nada… Tendríamos que ponernos en marcha. Pronto empezará a llover.
—La verdad es que me da incluso pena despedirme así de esta ciudad.
—¿Os referís a «despedida»… con doble sentido?
Kämpfer tiró el cigarrillo que llevaba sin cambiar de expresión y se dio la vuelta. Detrás de él, la otra figura se desvaneció en la oscuridad.
En el muelle desierto, el cigarrillo brilló un instante, pero, golpeado por las olas, en seguida desapareció en la noche.