IV

—Astharoshe…

Sin abrir los ojos, se movió nerviosamente al oír la voz de su compañera, que decía su nombre. Len la estaba llamando. ¿Qué sería? ¿Les habría convocado su majestad…?

—¿¡Eh!?

Al principio pensó que el mundo se había oscurecido, pero en seguida se dio cuenta de que algo le cubría la cara. Un abrigo negro estaba tendido abrazando a Astharoshe.

—¿Padre…?

—¡Ah!, ya os habéis despertado.

Detrás de las gafas rajadas sonreían unos ojos del color de un lago invernal.

¿Dónde estaban? Estaban rodeados de escombros que parecían antiquísimos y la tierra parecía húmeda.

—Pero… ¡Endre! ¡Endre se…! ¡Oh!

—¡Quieta!

Palideciendo, Abel la agarró por la manga antes de que se levantara. Un dolor espantoso le recorrió la parte inferior del cuerpo.

—¡Ay!

Agarrándose las vendas que la cubrían, Astharoshe torció la cara. Habría sido probablemente el fuego. Era una quemadura horrible.

—Me he encargado de los primeros auxilios. Siendo una methuselah no creo que haya que preocuparse de nada… Pero mejor no moverse hasta que lleguen los médicos de verdad.

—¡Idiota! ¡Endre se nos escapará…!

Además de sufrir quemaduras, no había duda de que había tenido una hemorragia seria porque el cuerpo estaba empapado en sangre. Incluso así, no tenía ninguna intención de descansar. Endre… ¡Tenían que capturarlo!

—¡Paso, padre! Yo…

—¡Qué no os mováis!

Una mano más fuerte de lo esperado detuvo a Astharoshe. La voz susurrante contrastaba por su delicadeza.

—Astharoshe…, ¿no habéis matado suficiente por hoy?

—¿Eh?

La methuselah volvió finalmente en sí. Las vigas que sobresalían entre las ruinas, los gritos horribles que cubrían el sonido del agua, todo aquello…

—¡Ah…!

Estaban rodeados de los restos del puente de Rialto, que se había desplomado sobre el canal. Las tiendas que le daban vida estaban ahora hundidas en el agua como cadáveres horribles. Y lo que se veía entre los escombros…

Una mano pedía auxilio tendida hacia el vacío, un joven había quedado cubierto por las ruinas tratando de proteger a su pareja, una madre se había convertido en cenizas intentando salvar a su bebé… Entre los innumerables cadáveres mudos, se oían débiles gritos de personas llamando a sus familiares o quejándose de sus heridas.

—Esto…

Astharoshe se miró con estupor las manos bañadas en sangre. ¿Habían sido ellas las responsables? ¿Sus propias manos?

—Pa…, padre, yo…

Sintiendo cómo el dolor se hacía de repente más agudo, Astharoshe levantó la vista hacia el sacerdote como una niña perdida. Abel no contestó, sino que entrecerró los ojos y dejó que hablara el silencio, transparente como un cristal.

—¿Padre…?

Astharoshe se dio cuenta, por fin, de la situación. Tenía el cuerpo bañado en sangre fresca. Sin embargo, como correspondía a la criatura más poderosa del planeta, las heridas de su cuerpo ya habían cicatrizado. Entonces, ¿de dónde salía tanta sangre? Ante tales cantidades, la sed vampírica de los methuselah le habría hecho perder el sentido. Entonces, si no era su propia sangre…

—¡Pa…, padre! —gritó mientras el cuerpo de Abel se desplomaba.

Por la espalda del religioso asomaba una lanza de cristal que le había atravesado el pecho.

—… y éste es el horario de la visita a Venecia de su eminencia. La visita a los diques móviles coincide con la gran misa, pero si deseáis verlos durante la marea alta no hay otra manera de arreglar…

—No pasa nada. Está bien así —respondió la cardenal Caterina Sforza, cruzando las piernas al mismo tiempo que sonreía a su secretario para tranquilizarle—. Si voy a la misa, el duque de Florencia sospechará.

Todo el mundo en Roma estaba al tanto de la lucha en la sombra entre los dos hermanos del Papa: Caterina y el duque de Florencia, Francesco di Medici. El secretario dibujó una media sonrisa.

—Disculpad, eminencia. Es un mensaje llegado desde Venecia.

Aunque era la hora de la meditación matutina, no dejaban de entrar y salir visitantes de las oficinas de Caterina, que dirigía la diplomacia del Vaticano desde su posición de secretaria de Estado. Después de echar una mirada al mensaje, Caterina asintió en silencio.

—¿Es eso todo? Podéis retiraros.

Una vez clausurada la sesión matinal de informes, todos se retiraron de la capilla. Al quedarse sola, Caterina posó una mano en la sien.

—Hermana Kate…

—Sí, eminencia —respondió sonriendo la imagen holográfica de una monja pecosa que apareció en el espacio vacío frente al altar—. Son noticias del padre Abel, ¿verdad? ¿Ha completado la misión sano y salvo?

—Hay malas noticias… Ha ocurrido un incidente en Venecia.

—Haré una búsqueda de datos. Haced el favor de esperar… ¿Qué es esto? ¿Ha habido una guerra?

—No lo sé. Pero no hay duda de que tiene relación con el Imperio.

La voz de Iron Maiden siguió imperturbable, pero en el fondo de los ojos del color de una cuchilla de afeitar parpadeaba una luz de ira y abatimiento.

—¡Era nuestra última oportunidad de abrir un canal de comunicación con el Imperio…!

El Imperio de la humanidad Verdadera era el último Estado dominado por vampiros que quedaba sobre la Tierra y poseía una gran cantidad de armamento superior que escapaba a la imaginación tanto de humanos como de vampiros.

Para el representante de la humanidad, el Vaticano, suponía una posibilidad muy seria de conflicto armado. En los últimos siglos no se habían producido enfrentamientos directos, pero estaba claro que algún día se produciría entre ellos la batalla definitiva. No era exagerado decir que todo lo que hacía el Vaticano era en preparación de ese momento.

Al intentar establecer una vía de comunicación con sus adversarios declarados, Caterina corría de ser acusada de colaboración con el enemigo si sus proyectos eran descubiertos en el Vaticano. Si se enteraba Francesco, su enemigo político, no dudaría en deshacerse de ella y desmantelar incluso la agencia Ax. Si no iba con cuidado podía acabar incluso ante el tribunal de la Inquisición.

Si Iron Maiden se había metido en esos caminos tan peligrosos era porque existía un enemigo aún peor. No eran vampiros ni humanos. Eran el tercer enemigo…

«En algún momento del futuro habrá que luchar contra ambos, pero ahora mismo es mejor no enfrentarse al Imperio…».

Por todo ello, la situación de ese momento era de la mayor seriedad. ¡Cuánto había tenido que sacrificar para informar al Imperio de la presencia del criminal y facilitar la entrada de la inspectora en suelo vaticano!

Pero todo ello había sido en vano. Y todo…, ¡todo por el error de una sola persona!

«¿¡Una batalla en pleno carnaval!?».

Dicho así, era tan estúpido que costaba creerlo. Quizá se había equivocado desde el principio al asumir que los vampiros pensarían en términos similares a los humanos. Fuera como fuera, incluso el poder político de Caterina sería insuficiente para echar tierra sobre el asunto. Había que destruir las pruebas antes de que se implicara la inquisición…

—Hermana Kate, acude inmediatamente a Venecia. Lo primero que hay que hacer es comprobar el estado de la inspectora.

—Comprendido. Pero… el conde de Zagreb todavía se encuentra en paradero desconocido. ¿Aceptará la inspectora volverse con las manos vacías?

—A estas alturas da igual lo que piense. Si se niega a regresar…

El monóculo brilló. Bajo las figuras de los ángeles de la condenación que decoraban una esquina de la capilla un sacerdote se giró.

—¿Sabéis lo que tenéis que hacer en ese caso?

—Positivo —respondió una voz monótona.