II

Si la plaza de San Marcos, con su palacio y su basílica, era la cara de Venecia, la zona del puente de Rialto era las entrañas: el lugar donde se satisfacían los deseos de la ciudad.

A ambos lados del puente de arcos que cruzaba el Gran canal, se apelotonaban tiendas de todo tipo, clubes, restaurantes, casinos y prostíbulos. Incluso a altas horas de la noche, la iluminación de los negocios hacía que la zona resplandeciera como a pleno mediodía.

—«El rostro es la máscara más refinada, Tille». ¿Eso quiere decir que… llevamos una máscara sobre otra máscara?

Una pareja disfrazada acababa de bajarse de la góndola, cogidos de la mano. Ella iba vestida con las ropas lujosas de una inamorata y él llevaba una máscara de médico con un pico largo como el de un pájaro. El hombre que observaba a la pareja de amantes desde la ventana se puso en la boca un cigarrillo delgado como una aguja.

Él también llevaba la cara cubierta con una máscara blanca de arlequín, que contrastaba violentamente con sus vestiduras negras y la melena morena que le caía hasta la cintura.

—Si tapara completamente toda la existencia de nuestro yo, estaríamos del todo aislados del mundo… Qué criaturas más encantadoras somos.

—Admiraos de lo que queráis, pero os ruego que no me metáis en ese somos, señor arlequín —contestó una voz ligera como una campanilla.

El hombre de la ventana no estaba solo en el despacho del gerente. Una pequeña figura estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la mesa de sándalo rojo.

Era un muchacho de belleza deslumbrante. Su rostro brillaba como el de un ángel bajo la leve iluminación. Por sus facciones no parecía que tuviera ni diez años, pero en los ojos de color cobrizo se escondía algo turbio, como una serpiente que hubiera vivido milenios.

—Bueno…, ¿queréis una copa?

—Lo lamento, pero cuando estoy de servicio sólo puedo beber vinos de la tierra.

—Qué pena… De todos modos, los terranos no sabéis apreciar estos sabores.

El joven de Zagreb, Endre Kuda, rió torciendo la boca y tomó el jarro de la mesa. Se sirvió el líquido rojizo y vicioso en la copa helada y se lo bebió de un trago.

—¡Hummm!, que rico… Por cierto, es de denominación de origen de Venecia…

—¿La hija del tasador?

—Se puso muy pesada diciendo que quería ver a sus padres. Ahora ya están juntos.

El joven hizo un ruido de satisfacción mientras se relamía los restos que le habían quedado en los labios. La belleza angelical del rostro hacía que resultara más horrible la risa de pájaro monstruoso.

El arlequín permanecía inmutable.

—Preferiría que no hicierais nada que pueda llamar la atención, conde. Anoche llegó una compatriota vuestra… Fräulein Ashtaroshe Asran, ¿la conocéis? —dijo moviendo ligeramente el hombro.

—¿Astharoshe? —repitió Endre, levantando las cejas y endureciendo un poco la mirada—. ¿Astharoshe Asran? Pero ¿por quién me toman? ¡Enviar a perseguirme a una pardilla como ésa, que no sabe casi ni el sabor que tiene la sangre! ¿O es que se les acaban los recursos a los del Imperio?

—El problema no es ella. El Vaticano ha enviado a alguien para apoyarla. Ése es el verdadero problema. La verdad, conde —explicó el arlequín mirando fijamente al joven—, es que estas últimas semanas os habéis hecho notar para atraerla hasta aquí.

Endre sacó la lengua como diciendo «me has pillado» dijo, rascándose la cabeza y con cara de fastidio:

—Entre esa mujer y yo hay una larga historia. Pensé que la pillaría para arreglar las cuentas cuando completáramos el plan.

—¿Ése era vuestro objetivo? ¿Conocéis la agencia Ax del Vaticano?

—Ni idea.

—Es una agencia creada específicamente para combatirnos. Es la única organización que puede resistirse a la Orden. Si la investigación les llevara hasta información relativa a plan…

—Señor Kämpfer…

¿Ja?[10]

Endre hablaba en voz baja, pero Kämpfer se detuvo en seguida, irguiéndose para escuchar sus palabras.

—Señor Kämpfer, ¿me estáis amonestando?

Nein[11], no era ésa mi intención, en absoluto.

—Entonces, callaos. Los monos miserables como vosotros no podéis entender el orgullo y la dignidad de un aristócrata.

Entre los delgados labios, chirriaban los dientes como perlas emitiendo un venenoso rencor teñido de odio.

—En el Imperio me llamaron loco por haber matado a trescientos monos, ¡los idiotas! ¡Les voy a enseñar lo que es la justicia! Si no, ¿qué sentido tiene todo el plan?

—Jawohl. Tenéis razón… Os ruego que me disculpéis. He hablado más de la cuenta.

—Escuchadme bien… —dijo Endre, frotándose el rostro enrojecido al mismo tiempo que lanzaba un suspiro. Se llevó a los labios la segunda copa, a la vez que decía—: Estoy satisfecho con el trabajo de la Orden. Después de exiliarme, es verdad que sin ella no podría haber hecho mucho. Bueno, seré más discreto a partir de ahora. Pero no seáis tan cascarrabias.

—Perdonadme, por favor.

Igne natura renovatur integra[12]. Bailad, bailad. Imperio y Vaticano, ambos estáis a mi merced. Heríos los unos a los otros con uñas y espadas. Entre la sangre y el fuego crecerá mi fuerza… ¡Una fuerza que os sobrepasará a todos!

Parecía ebrio del aroma de la sangre y de sus propias palabras. Los ojos del anciano vampiro se nublaron mientras lanzaba maldiciones. A su espalda, el arlequín le hizo una reverencia respetuosa.

La inamorata que se acababa de bajar de la góndola le susurró a su acompañante, que le tendía la mano:

—¡Nada de manosear, pesado!

—No hay más remedio. Aquí sólo dejan entrar a parejas —murmuró el médico, quejándose del pellizco que había recibido.

Le debía haber dolido mucho, porque los ojos del color de un lago invernal que se veían a través de la máscara parecían a punto de estallar en lágrimas.

—Bienvenidos al club INRI. ¿Es vuestra primera visita? ¿Puedo ver las invitaciones? —dijo una figura vestida de negro y cubierta de una máscara blanca que había salido ceremoniosamente a recibirlos.

Abrió elegantemente las invitaciones y los observó como tasándolos. «Empecemos por el médico de negro con gafas y largo pico. A ver…, da lo mismo. Seguro que se cree muy elegante, pero anda tropezando con la capa y se le ven restos de comida entre los dientes».

Pero la mujer disfrazada de inamorata que le acompañaba… Aunque estaba acostumbrado a ver las atractivas figuras de las aristócratas y las prostitutas de lujo, no pudo evitar la impresión.

El cabello marfil decolorado llevaba un tocado lleno de piedras preciosas, y los brazos, tan delicados que parecía que iban a partirse, hacían resonar la alegre serenata de una multitud de pulseras. La nuca, adornada con una tiara de diamantes, parecía una talla de hielo. La puntilla la daba el vestido de noche rojo veneciano que le resaltaba el busto. Era de una hermosura tal que parecía un tesoro andante…, por su aspecto.

—¡Mierda, cómo me duelen los pies! ¿Cómo pueden andar con estos zapatos? ¡Aj, qué peste! ¿Habrá comido nicotina, o qué? ¿Hasta qué punto de estupidez son capaces de llegar los terranos?

Nada más entrar en la sala principal de estilo neoclásico, la inamorata, Astharoshe, empezó a lanzar maldiciones a gran velocidad. No parecía mirar tampoco con muy buenos ojos a los grupos de damas y caballeros que se apelotonaban en las mesas de ruleta o bacará.

—Parece que estáis de mal humor, Astharoshe.

—¿Y quién os parece que tiene la culpa?

Ella había propuesto infiltrarse por una puerta trasera, pero su acompañante había insistido en entrar por la puerta principal. La verdad es que le daba lo mismo. Pero… ¿por qué demonios tenía que verse una aristócrata respetable en la tesitura de ir vestida así?

—Mierda, qué vergüenza… Como no salga bien le voy a torcer el cuello a alguien…

—¿Estáis resfriada? Será el frío que… ¿Qué decíais, Astharoshe?

—Nada. ¿Dónde está el tipo que buscamos? Vamos a solucionar deprisa el tema. Me está entrando dolor de cabeza.

—Se llama Giorgione Russo. Creo que lleva una de las mesas de ruleta… ¡Ah!, ¿será ése de ahí?

Al lado de la ruleta, en el centro de la sala, había un hombre con una máscara dorada de casanova. Astharoshe se dispuso a avanzar hacia él, pero Abel la agarró por un brazo.

—Un momento, ¿qué vais a hacer?

—No lo sé. Vamos a pillarle de las solapas a ver si canta. Si lo llevamos a esa zona oscura de ahí.

—Supongo que estáis bromeando. Esto no es el Imperio. Dejadme a mí… —dijo Abel, levantando el dedo ante la cara descontenta de Astharoshe—. Sólo quiero pediros una cosa.

—¿Qué más queréis de mí?

—Si encontramos al hombre que buscamos… no le detengáis directamente.

—Pero ¿¡qué demonios…!?

Astharoshe controló a duras penas el impulso de arrancarle la cabeza a su compañero ante una idea tan estúpida. Se contuvo al ver que un grupo de hombres vestidos de negro con pinta de matones los estaban mirando. Abriendo el abanico, acercó los labios rojos al oído del médico. Sin ceder a la tentación de morderle el lóbulo, susurró con voz amenazadora:

—Pero ¿no habéis visto lo de antes? ¡Si le dejamos escapar habrá muchas más víctimas!

—Hoy es el último día del carnaval… No quiero ni imaginar lo que pasaría si sale afuera durante la persecución y acabaseis luchando dos methuselah entre la multitud.

La potencia de combate de un methuselah equivalía a la de una compañía entera de soldados humanos. Si se ponían a pelear en medio del bullicio sería imposible evitar daños colaterales equivalentes a los de una batalla militar.

—En cuanto localicemos su escondite, llamaré a los refuerzos. Ahora vamos a limitarnos a explotar la situación, ¿de acuerdo?

—…

—¿Astharoshe?

La aristócrata se giró con además de ignorarle y se quedó mirando seriamente a la sonriente multitud de máscaras. Finalmente, respondió con voz profunda:

—De acuerdo. Prometido. Hoy simplemente le buscaremos.

—Muy bien. Vamos, pues.

Asintiendo aliviado, Abel se puso a andar con aire desgarbado hacia la mesa de la ruleta.

—Disculpad. ¿Sois el señor Russo, crupier jefe? Tengo una pregunta que haceros…

Al girarse, el hombre pareció obnubilado momentáneamente por la belleza de Astharoshe, pero en seguida volvió en sí y les hizo una reverencia a la par que sonreía.

—Bienvenidos. ¿En qué puedo serviros?

—Pues la cuestión es que… ¿Huy?

—Paso, que aquí las preguntas las hago yo… ¿Dónde está Foscarina?

Después de hacer callar a Abel de un codazo en el estómago, Astharoshe había entrado a todo trapo en el asunto.

—Sabemos que eres su novio. No sirve de nada que intentes ocultarla. Suéltalo todo.

—¿Eeeh? ¿Sois de la policía?

—No. Somos…

—¡Somos simples ciudadanos! Sí, no somos más que simples ciudadanos. Y…, esto…, ella es la hermana mayor de Foscarina. Desde que desapareció su hermanita está un poco rara.

—¿Hermana de Foscarina? Pero ¿tenía hermanas?

—¿Eh? Pues claro…, claro que tiene una hermana. Ha venido desde las provincias a verla y… ¿No sabréis por casualidad dónde está ahora?

—Ya le he contado a la policía todo lo que sé —respondió Russo con una sonrisa cortés pero ligeramente burlona—. Yo no soy el novio de Foscarina ni nada por el estilo. Sólo salimos un par de veces y ya se le llenó la cabeza de pájaros. Como si por acostarte una vez con alguien ya tuvieras que ser su novio… Disculpadme, tengo trabajo que hacer.

—Un momento…

No era que tuviera mucha idea de cómo funcionaban las relaciones amorosas de los terranos, pero el tono del hombre fue suficiente para poner de mal humor a Astharoshe. Alargó la mano hacia el cuello del seductor para decirle cuatro cosas, pero…

Los dedos de Astharoshe se detuvieron en el vacío. Un instante antes, un puñetazo había impactado en la cara del hombre.

—¿Padre?

—¿Eh?

El médico se quedó mirando, perplejo, al casanova, que gemía tendido en el suelo, y a su propio puño cerrado.

—Pero ¿he sido yo quien le ha…?

Los matones se lanzaron sobre Abel.

Uno le agarró por la articulación de la mano y le lanzó al suelo. Abel cayó con un gemido. Una patada dirigida al estómago…

—¡Ah!

Sin embargo, el que lanzó un grito no fue el sacerdote. El matón que iba a darle un puntapié se frotaba, gritando, la garganta, que aprisionaban unos finos dedos.

—Me gusta…

Ni ella misma sabía a qué o a quién se refería con aquella frase, pero con un gesto de placer en los labios, se arremangó los bajos del vestido, levantó la pierna… y al instante siguiente golpeó con el talón la cabeza del gorila.

—Zorra…

—¡Pero qué impertinente!

Otro de los matones la había agarrado por el hombro, pero no tardó en salir volando por los aires como un cuerpo sin peso. Los grupos de mujeres enfrascadas en discutir cotilleos se pusieron a gritar.

¡Fiuuu!

El último de los gorilas aprovechó el momento para lanzar un gancho de izquierda hacia la inamorata, que se agachó para esquivarlo. Cuando el hombre se inclinó hacia adelante para recuperar el equilibrio, el puño de Astharoshe salió disparado como una descarga eléctrica y le alcanzó el plena barbilla, combinado con un codazo en el estómago.

Sin embargo, en ese momento, apareció una decena más de hombres de seguridad con el uniforme negro.

—¡Pero, bueno, cuánta morralla! ¡Esto no se acaba nunca! —murmuró Astharoshe, haciendo brillar los colmillos.

Con el rabillo del ojo vio que el casanova se había levantado tambaleándose y se escapaba por el fondo de la sala. No le era difícil deshacerse de diez terranos. Lo que le costaba más era ir con suficiente cuidado para no matar a nadie. Si tenía que dedicarles tanto tiempo se le escaparía el sospechoso. Era una situación complicada…

—Venga padre, os toca actuar. ¡Alehop!

—¿Eh?

Astharoshe agarró a Abel por el cuello como si fuera un gato y lo lanzó hacia un grupo de curiosos.

El sacerdote cayó tambaleándose entre la gente y aterrizó encima de una muchacha.

—¡Aaaaay! ¡Pero ¿qué haces, pervertido?!

—Pe…, perdón. Eh…, ¿estáis bien? «Si te golpean una mejilla…». ¡Huy!

La bofetada mandó al cura de cabeza contra una de las mesas de cartas. Un hombre con mala pinta que estaba jugando al póquer lanzó un patada, malhumorado, a la silla. Justo en ese momento irrumpieron los matones de negro, que se sacaron de encima a la mesa de gente airada. Con la serie de empujones, no tardó nada en producirse una trifulca a puñetazos.

—¡Haya paz! ¡Tranquilizaos todos! El señor dice: «Amad a vuestros enemigos…». ¡Huy! ¡La nariz…, me habéis hecho sangre en la nariz! ¡Mi nar…! ¡Ah!

En un instante, el casino se convirtió en un disturbio caótico de cuerpos en desorden. Nadie se dio cuenta de que la inamorata había desaparecido.

—¡Mierda! ¿¡De dónde demonios ha salido esa maldita…!?

El casanova respiraba con dificultad, mirando a su espalda. No se veía a nadie en el pasillo oscuro. Estaba en el cuarto piso, reservado al propietario, donde incluso los trabajadores normales tenían prohibida la entrada.

Después de comprobar que no le seguía nadie, Russo siempre la había visto así. El dueño no parecía necesitar iluminación alguna.

—La verdad es que unos clientes un poco extraños han preguntado por la chica.

—¿Unos clientes extraños? ¿Había una mujer joven entre ellos?

—¿La…, la conocéis?

—Un poco… Llevaba un disfraz rojo de inamorata y una máscara, ¿verdad?

—Así es. ¿Cómo lo sabéis?

—Porque está detrás de ti…, ¡imbécil! ¡Te ha utilizado para llegar hasta aquí!

—¿Eh?

Russo no tuvo tiempo de girarse. Una mano delicada salida de la oscuridad le cogió del cuello y lo estrujó.

—Es increíble lo estúpidos que pueden llegar a ser los terranos… Cuánto tiempo, Astharoshe…

—Endre…, por fin nos vemos las caras… —respondió la inamorata a las palabras burlonas del joven.

La mano de Astharoshe desapareció en un instante y volvió a aparecer agarrando un objeto largo y plateado que llevaba escondido en la falda.

—¡Ah, la lanza de Gáe bula! Qué idiotas han sido los del Imperio al confiarte algo así… ¿No pensarán en serio que una cría como tú puede derrotar a Endre? —gimió el methuselah medio admirado, medio burlándose.

La punta del objeto que sostenía Astharoshe empezó a emitir una luz roja, que se convirtió en una enorme espada.

—¡Endreeeeeee!

Astharoshe dio una patada contra el suelo y se lanzó a la carga con un grito agudo.