I

Dos semanas atrás, se había empezado a producir en la ciudad una serie de asesinatos perpetrados aparentemente por un vampiro. La primera víctima había aparecido cubierta de sangre en el dique Moisés, que separaba la laguna del mar Adriático. El cadáver estaba decapitado, pero la investigación posterior estableció que se trataba del supervisor del dique móvil.

El segundo caso, y la mayor tragedia, se produjo en una empresa de construcción de la ciudad.

Fueron asesinados todos los empleados de la empresa un día que se habían quedado haciendo horas extra. La carnicería fue tan horrible que nunca había sido posible establecer el número exacto de víctimas, pero se suponía que superaba la veintena. Como se decía que la empresa tenía relaciones con la mafia y se había visto implicada en escándalos a gran escala, primero se pensó que se trataba de un ajuste de cuentas, pero las autopsias mostraron que todos los cadáveres presentaban signos de vampirismo.

El tercer crimen afectó a la familia de un profesor titular de filosofía antigua de la universidad pública de Venecia. Cinco días atrás, habían sido asesinados en su domicilio por un grupo de asaltantes. La policía había descubierto que el profesor tenía un trabajo paralelo como falsificador de obras de arte clásico. Según los testigos, en los últimos tiempos vivía aterrado. Ésos eran todos los datos que se conocían acerca del asesinato.

Las marcas de colmillos coincidían en los tres casos. Todos parecían obra del mismo vampiro, pero la falta de datos hacía que la investigación avanzara a duras penas. Sin embargo, el anillo grabado que se había encontrado en la escena del tercer crimen parecía abrir una posibilidad insospechada para el caso: estaba decorado con letras que no correspondían ninguna cultura humana…

—O sea que éste anillo… —dijo Astharoshe, examinando la joya de piedra lunar.

El anillo llevaba grabado a láser la doble luna, el símbolo del Imperio de la Humanidad Verdadera, y el escudo de armas de la familia condal de Zagreb, el dragón con daga y espada. Sólo a un aristócrata le estaba permitido poseer un objeto así en el Imperio.

—No hay duda de que uno de los nuestros. Con vuestra tecnología es imposible producir una joya así… ¿Eh, estáis bien? —le preguntó despreocupadamente Astharoshe a su acompañante, que se asomaba por la borda de la góndola.

—¡Huy!, perdón. Es que con el movimiento… ¡Ay, ay, ay!

—…

La embarcación se acercaba a uno de los barrios de lujo de la ciudad. Probablemente los habitantes estarían todos en el carnaval. No había ni una sola luz en los silenciosos canales.

Un centenar de islas artificiales de diversos tamaños, construidas sobre estacas y montañas de piedras, formaban la ciudad de Venecia, perteneciente a los territorios del Vaticano. Contaba con innumerables canales y puentes, pero no había ninguna carretera que mereciera tal nombre. Las góndolas hacían de medio de transporte habitual de los ciudadanos y la mayoría de las casas daban directamente al agua.

—¡Ah!, detengámonos aquí, Astharoshe… Éste es el lugar del cuarto crimen.

Después de bajar de la góndola, la inspectora se quedó mirando al cielo nocturno. Por encima de la fachada, la enorme luna se desplazaba lentamente hacia el oeste. No tenían tiempo que perder.

—Hace ocho horas que se descubrió el cadáver. Mi superiora ha ejercido su influencia para evitar que apareciera la policía. El escenario del crimen está intacto.

El sacerdote maniobró torpemente con las llaves, hasta que la puerta se abrió chirriando. Del interior salió un aire seco, de aroma ligeramente metálico.

—Marco Corleone. Era un experto tasador de antigüedades…

Para ser la casa de un especialista en arte religioso y objetos sagrados, la obra que decoraba el suelo de la entrada era de una ejecución muy pobre.

Consistía en una gigantesca cruz invertida, que parecía dibujada por un niño, rodeada de las siguientes palabras: «Igne natura renovatur integra».

Era cruel atribuirle algo de tan pésimo gusto al señor Corleone. Él no era responsable de haber dibujado la cruz. Sólo había tomado parte en darle color. Los cadáveres desangrados del tasador y su familia estaban caídos al lado del dibujo.

—Señor, ten piedad de sus almas… Amén. Mierda, el bebé también. ¡Qué horror!

—No hay por qué sorprenderse. Si es el tipo que creemos, esto no es nada. Cuando mató a trescientos terranos en mi país fue aún peor —apuntó Astharoshe fríamente, mientras intentaba controlar la agitación que la embargaba.

La esposa tenía la garganta desgarrada, al hijo mayor le habían arrancado los ojos y el corazón, la hija estaba atravesada desde la cintura hasta la boca, el hijo menor tenía el vientre como si fuera una muestra anatómica y el bebé tenía la cabeza partida en dos…

No hay duda de que había sido él.

Era Endre Kudza, conde de Zagreb, el mayor y peor asesino del Imperio.

«¡Hay que encontrarlo cuanto antes!».

Por suerte, para el Vaticano aún no era más que un vampiro. Sin embargo, cuando se supieran su identidad y sus objetivos, en el peor de los casos, se podría llegar a producir incluso una guerra directa entre el Imperio y el Vaticano. Había que cazarlo como fuera antes de que pudiera perpetrar el siguiente crimen…

—Bien, padre, gracias por traerme hasta aquí. A partir de ahora me ocuparé del caso yo sola. Podéis esperarme fuera —ordenó Astharoshe a su acompañante con la voz más fría que pudo mientras jugueteaba con su mechón rojizo.

—¿Eh? —dijo el sacerdote, mirando con extrañeza a la joven—. No, mejor que me quede con vos.

—Éste es nuestro problema. Ya habéis hecho bastante con guiarme hasta aquí. No hace falta que os impliquéis más.

—No os preocupéis por mí —respondió Abel, entrecerrando los ojos como si quisiera dar confianza a Astharoshe. Y añadió con calma—: Os ayudaré en vuestra tarea. Somos compañeros, ¿no es así?

—¿Compañeros?

Astharoshe sintió un sabor salado llenándole la boca y los colmillos le salían sin querer.

«Cálmate…».

Aquella palabra descuidada de su acompañante había abierto algo que tenía encerrado en el fondo del corazón. Intentó controlar racionalmente la violenta reacción que había experimentado. Aquel terrano estúpido no era capaz de comprender la santidad de la palabra compañero. Controlando la ira, se dirigió al sacerdote como si le hablara a un gato que le hubiera sacado las uñas:

—No volváis… a usar… esa palabra…

—¿Eh? ¿Qué palabra?

—No volváis a decir que somos compañeros, ¡terrano de mierda!

Abel, aterrado, retrocedió, pero Astharoshe estiró los brazos como serpientes venenosas y le agarró por la solapas. Lo levantó a pulso con una fuerza irresistible.

—¡Un compañero es alguien a quien le confías tu vida! Además, ¿desde cuando un terrano estúpido y rastrero llama «compañero» a una aristócrata como yo?

El rostro del sacerdote empezaba a ponerse de color azul. Astharoshe le soltó cuando estaba a punto de ahogarse.

—Dis…, disculpadme. No quería ofenderos… —dijo tosiendo, y dio unos pasos hacia atrás.

«¿Me ha afectado que me llamaras “compañero”? ¿O ha sido saber que no merezco tal nombre lo que no puedo soportar?». Ignorando la voz sarcástica que resonaba en su interior, Astharoshe se dio la vuelta. No había tiempo que perder. No valía la pena preocuparse por el terrano.

—Venga…, quedaos ahí sin molestar.

Dicho eso, Astharoshe ignoró completamente al sacerdote, se arrodilló al lado de los cadáveres y empezó a examinarlos, sin preocuparse por la sangre. Las heridas, las ropas desordenadas, las marcas de mordedura… Todos los cadáveres estaban horriblemente desgarrados, pero ninguno presentaba nada particular, salvo…

—¿Eh?

Mientras inspeccionaba el cadáver del bebé, notó un objeto duro con la punta de los dedos. Tenía algo dentro de la boca.

—¿Una medalla? No… ¿Una moneda?

¿De qué país era? En una cara tenía una imagen de Cristo en la cruz grabada con las letras INRI, la abreviatura de «Iesus Nazarenus Rex Iudeorum», Jesús de Nazaret Rey de los Judíos. No era un dinar del Vaticano. Era una moneda de baja calidad, tan ligera que parecía de juguete.

El rito de poner a los muertos una moneda en la boca para que pudiera pagar el pasaje y cruzar la laguna Estigia era una superstición bastante común entre los terranos del Imperio. ¿Tenían una costumbre parecida en el exterior?

—¿De dónde creéis que es esta mon…?

Astharoshe se detuvo en seco. Al girarse, una foto colgada en la pared había capturado su atención.

—¿Eso es…?

Desde la plancha de tonos grisáceos, la familia entera la miraba serenamente, vestidos con ricos ropajes. El cabeza de familia tenía el aspecto de un hombre tenaz. La esposa, sentada a su lado, parecía una mujer solícita. El hijo mayor tenía cara de hombre sincero. Le acompañaban su esposa, con expresión casta, y el bebe acabado de nacer. El hermano menor ponía una expresión traviesa. A su lado…

Una voz vacilante se dirigió a la inspectora desde una esquina del cuarto.

—¿Qu…, qué ocurre?

—Falta un cadáver… ¿Dónde está el cadáver de la niña?

En el centro de la fotografía se veía una niña ligeramente separada del grupo. Era una jovencita adolescente, de ojos grandes.

—¿Dónde está? ¿Ha salido con vida?

—Un momento. Voy a ver qué dice el informe —dijo el sacerdote, hojeando los documentos hasta que se detuvo en una página—. A ver. Foscarina Corleone. Diecisiete años… ¿Eh? Hace un mes que se fue de casa.

—¿Se escapó?

—Así es. Parece que discutió con su padre acerca de su novio.

—¿Discutieron? ¿Por qué?

—Pues porque… ¡Ah, claro! La idea del matrimonio es diferente en el Imperio. Es una historia un poco larga, pero…

Astharoshe movió la cabeza bruscamente. No tenía tiempo de oír una conferencia sobre las costumbres terranas.

—Da lo mismo. ¿Dónde está la niña?

—Está desaparecida. Hay una orden de búsqueda, pero su paradero aún es desconocido. Un testigo la vio cerca de donde trabajaba su novio, el casino de lujo INRI…

El sacerdote interrumpió la explicación para dirigirse nerviosamente a Astharoshe, que se había dado la vuelta para marcharse.

—¡Un momento! ¿Dónde vais?

—Vuelvo a mi hotel… Hoy ya no podemos hacer nada más.

Abriendo la puerta de salida, Astharoshe puso cara de mal humor. El aire se empezaba a teñir de azul y los mirlos ya se habían puesto a cantar. No quedaba mucho para que la dulce oscuridad diera paso a la horrible luz del sol.

—Mañana…, esta noche, en vuestros términos…, iremos a ese lugar. Venid a buscarme al hotel a la puesta de sol.

Después de ponerse las gafas, Astharoshe le lanzó al sacerdote la ficha del casino.