IV

—No tengo miedo —dijo Eris para sí, mientras avanzaba con paso rápido bajo las luces blancas del metro.

Los trabajadores utilizaban aquel túnel de construcción durante el día, pero después de la puesta de sol no había nadie. Era una ruta idónea para salir de la estación.

—No tengo miedo.

Ya estaba acostumbrada a las huidas.

El centro benéfico, la familia acaudalada, el alero del callejón…, todos habían sido alojamientos provisionales.

Siempre había estado sola. No había faltado gente que se apiadara de ella en alguna ocasión, pero todos huían cuando se enteraban de su poder. Incluso hubo quienes la habían perseguido por ello.

«Yo estoy de tu parte».

Las palabras no bastaban para fiarse del cura. Si descubriera el poder…

—¡Ah!

Se oyó el ruido de una gota. En la oscuridad se dibujó una sombra. Era el muñeco de peluche que llevaba en la maleta. Eris lanzó una mirada despiadada hacia el gatito, cuyos ojos reflejaban las luces del túnel.

—¡Hmmm!, vaya baratija…

No podría sacar mucho dinero por él. No era más que una baratija.

—¡Hmmm! —suspiró de nuevo Eris, estirando la espalda.

Rozó el gato sucio con el dedo. Al momento, una ráfaga de viento estruendosa le desordenó el pelo.

—¿Eh?

La pared que tenía detrás parecía haberse encendido un instante con un fuego azulado, pero volvía a estar oscura. Tardó un momento en darse cuenta de que una bala le había pasado rozando la cabeza y había impactado en el panel de control eléctrico. En la oscuridad, una segunda bala casi le rozó la nariz. Suerte que se había agachado instintivamente a tiempo.

—¡Ah…! ¿¡Ah!?

¿Le estaban disparando? ¿Quién? ¿Por qué?

Eris se giró, aterrada. A su espalda se había encendido una luz roja. Como guiada por ella, una tercera bala le acarició el pecho.

—¡Ve con cuidado, Eris!

Alguien cayó de un salto al lado de la chica. Entre la oscuridad, el miedo y las balas, ambos rodaron hasta el amparo de una columna.

—¡Ah…! ¡Ah…!

—¡Tranquila! ¡No pasa nada! —susurró la figura, abrazándola—. ¡Tranquila!

—¿Pa…, padre?

En la oscuridad no podía verle la cara, pero reconoció la voz del espigado sacerdote.

—¿Qu…, qué haces aquí?

—Ya te lo contaré luego. Ahora… ¡corre!

Desde el fondo de la oscuridad cayó una tormenta de balas. La fuerza terrible del impacto convirtió la columna de hormigón en un colador. Tenían que buscar otro refugio…

—¡Uf!

De repente, el sacerdote cayó de cara. Fue pura suerte que fuera a parar detrás de otra columna. Que su enemigo fuera capaz de concentrar los disparos con tanta precisión en aquella oscuridad era digno de admiración.

—¡Pa…! ¡Padre! ¡Padre! —gritó Eris, pero no obtuvo respuesta.

Sin embargo, se oía una respiración violenta y le llegaba el hedor desesperante de la sangre. En la oscuridad resonó el sonido mecánico de unas botas que se acercaban…

Las luces de emergencia se encendieron con un parpadeo.

Parecía que, por fin, se había puesto a funcionar el generador de repuesto. En la oscuridad rojiza apareció la figura borrosa de un hombre que les apuntaba con su arma.

—Pe…, ¿por qué nos…? —inquirió débilmente Abel, agarrándose el muslo herido mientras se dirigía al agresor llamándole por su nombre—. ¿¡Por qué…, padre Tres!?