—Todo avanza según habíamos previsto… Casi se puede decir que la idea de controlarlo todo mediante drogas y agua bendita es hasta demasiado perfecta —explicó el médico al visitante mientras salían del ascensor del ala especial del hospital—. Como nos indicasteis, hemos moderado la cantidad de agua bendita. En unos cinco minutos, podrá comunicarse.
—Positivo —respondió Tres fríamente, y volvió a quedar en silencio.
Situado en la parte meridional de Massilia, el hospital general de San Simón estaba bajo el control directo del Vaticano. Las seis primeras plantas eran un hospital convencional, pero en el último piso servía como centro de aislamiento del Vaticano. El oscuro frío y la iluminación le daban un aire casi de ultratumba, pero la expresión del joven sacerdote permanecía impasible.
—Empezaremos el interrogatorio inmediatamente. Preparad la habitación. ¿Hay noticias de las autopsias de los otros vampiros?
—Las heridas exteriores son desgarros producidos por mordiscos. Las huellas dentales coinciden. No hay duda de que el superviviente es el autor de las muertes. Pero ¿por qué matar a sus propios…?
—Eso es lo que vamos a averiguar ahora. ¿Hay más datos?
—A ver, según el resultado de las disecciones…
Un grito agudo interrumpió al médico mientras hojeaba los informes. Una enfermera había salido, de repente, de una de las puertas del pasillo. Abalanzándose sobre el médico, empezó a mover la boca como un pez falto de oxígeno.
—¿Qu…, qué ha ocurrido?
—Ha…, ha muerto…
—¿Qué? ¿Quién ha muerto?
—¡El paciente…! ¡El paciente ha muerto!
—¡!
Tres atravesó rápidamente la puerta y miró la cama. El cuerpo del vampiro que la había ocupado hasta el día anterior había desaparecido. Las correas reventadas yacían como serpientes muertas encima, y en las sábanas había marcada una cruz invertida de color rojo. La cruz aún goteaba…
Tres levantó la vista hacia el techo. En la oscuridad estaba extendido…
—¡Uf! —gritó el médico al ver el interior de la habitación.
En el techo había un gigante extendido. Parecía que los ojos iban a salírsele de las órbitas y entre los afilados colmillos le bullía la lengua, de un color extraño.
—Cu…, cuando he venido no tenía pulso…
—Pe…, pero ¿quién ha podido…? ¡Llama al director inmediatamente!
—Ahora mismo.
—Espera —dijo una voz a la enfermera que se alejaba llorando—. ¿Has dicho que no tenía pulso? ¿Cómo se lo has tomado?
Lo que ocurrió a continuación escapó al entendimiento del médico.
Como por arte de magia, una pistola apareció en la mano de Tres y el haz de la mira láser se posó sobre la frente de la enfermera. Sin embargo, el blanco ya había salido disparado como por un resorte y escapaba por el pasillo. La puerta de acero se cerró y se oyó el ruido de un cerrojo cayendo.
—¡Aaah!
El médico se inclinó agarrándose la cabeza. Después de un horrible estruendo, ocho agujeros atravesaron la puerta. Sin embargo, cuando Tres salió al pasillo ya no había rastro de la enfermera.
—¿Querían evitar que hablara…? —murmuró Tres mientras dirigía su arma hacia la ventana de cristal antibalas y rejilla metálica.
Con nueve rápidos disparos convirtió los alrededores del marco en un panal de abejas. De una patada certera, la ventana salió disparada.
—Hay que llamar a seguridad —dijo en dirección al sorprendido médico, y desapareció por el agujero.
El sacerdote saltó desde el séptimo piso, una altura de veinte metros, y en un instante sus botas golpearon el suelo empedrados. Tres no perdió el ritmo en ningún momento. Al mismo tiempo que recargaba el arma con precisión mecánica, entró de nuevo en el hospital y se dirigió a la recepción, llena de gente pese a que ya era casi de noche.
En el fondo de la sala, apareció corriendo la enfermera. Tres se detuvo un instante y…
—¡No te muevas, Vaticano!
Se oyó un grito.
La enfermera se abalanzó sobre una desgraciada madre que pasaba con un bebé, le arrebató la criatura y le apuntó con el arma que llevaba a los ojos.
—No…, no te muevas. Si te mueves, el crío…
Pero Tres no se detuvo. Levantó el brazo con desenvoltura y apretó el gatillo.
Se oyó un estrépito. Un impacto capaz de matar a un elefante envió a la enfermera por los aires. Golpeó la puerta del ascensor y quedó tendida con un agujero en el estómago del tamaño de un puño.
—Gel antirrayos ultravioleta… ¿Un superviviente de Fleurs du Mal?
Ignorando las convulsiones del aterrado bebé, Tres recogió un botellín que le había quedado a los pies. El gel protegía casi completamente de los rayos ultravioleta del sol y permitía a los vampiros caminar a plena luz del día. En la sociedad humana estaba muy controlado y era raro encontrarlo…
Agarrando al vampiro por los cabellos, Tres levantó el cuerpo agonizante.
—Contesta. Hace diez días mataste a todos tus compañeros… ¿Por qué razón? ¿Qué ocurrió?
—Ja, ja… ¡Ja, ja, ja, ja, ja!
Una risa venenosa apareció en el rostro de la enfermera, en el que ya se apreciaba el rictus de la muerte. Los labios sucios de sangre se retorcieron.
—¿¡Pensabas que os contaría algo!? ¡Ja! ¡Muérete! ¡Muérete, perro del Vaticano! ¡Aaaah!
Un disparo interrumpió sus carcajadas. La enfermera se retorció en el aire agitando el brazo derecho, que se había quedado sin mano.
—Para mataros hay que destruiros el cerebro, las vértebras cervicales y el corazón… A este paso no vas a morir, pero el dolor seguirá… —explicó Tres, impasible.
Introduciendo la boca roja de la pistola en el estómago de la enfermera, empezó a moverla como si quisiera excavar algo.
—¿Tienes ganas de hablar ahora? —añadió sacando el arma.
—…
Los labios teñidos de sangre pronunciaron dos o tres palabras. Después de escucharle atentamente, Tres tiró al vampiro agonizante al suelo, se giró como si hubiera perdido todo el interés y echó a andar por la sala, donde reinaba un silencio de muerte.
—Claro…, o sea que no es una simple víctima.
Ante el sacerdote, que avanzaba solo, la multitud se abrió como el mar ante el profeta antiguo. Todos tenían la expresión rígida, como ratones que ven pasar a un monstruo. Sin embargo, entre ellos había una persona que no mostraba miedo, sino cólera.
—¡Monstruo! ¡Tú no eres humano!
Un florero impactó contra la espalda de Tres. Al girarse, se encontró de frente con la madre del bebé, que echaba espuma con la boca mientras le miraba con odio.
—¡No tienes sentimientos! ¡No eres humano!
—¡Calla o te matará! —gritaron algunos a su alrededor, incapaces aun así de calmar la ira de una madre que había estado a punto de perder a su pequeño.
Frente a la expresión fría del sacerdote, a la furia le sucedió un torrente de gritos.
—¡Si le pasa algo a este niño, te mato! ¡Juro que te mato!
—…
Según los programas de simulación de Tres, aquella había sido la mejor opción que tenía. Cualquier otra vía de acción habría supuesto la muerta de entre cuatro y nueve personas. Probablemente, el propio bebé también habría muerto una vez hubiera dejado de servir como rehén. No había por qué justificarse. Simplemente, levantó el brazo derecho en dirección su acusadora.
—¿Qué no soy humano? Positivo.
—¡!
La sangre que teñía la boca del cañón manchó la frente de la joven madre.
—¡Ah…, ah…!
Un charco cálido empezó a extenderse bajo la falda.
Entonces, Tres cubrió a la mujer con el brazo derecho y hubo una explosión de fuego azulado y líquido de circulación negruzco. Los materiales aislantes de la piel sintética se levantaron con violencia cuando la bala que iba destinada a la volar la cabeza del bebé se clavó entre el plástico de los circuitos de memoria de los músculos artificiales.
—Soy el agente HC-III X de la agencia Ax del Vaticano, Gunslinger.
Sin soltar a la madre, Tres dirigió la boca de la M13 hacia el ascensor y apuntó a la cabeza de la enfermera, que había reunido sus últimas fuerzas para recoger de nuevo su arma y le miraba con expresión de odio.
—No soy humano… Soy una máquina.
Casi al mismo tiempo que sonaba un disparo, la cabeza del vampiro salió volando limpiamente.