V

Bajo el cuerpo tendido del sacerdote crecía un charco de sangre.

—¡Ja, ja, ja, ya sabía yo que os encontraría aquí!

Jessica miró, desesperada, al demonio que acababa de entrar envuelto en la noche. Parecía haberse recuperado completamente de las heridas, puesto que tenía los colmillos brillantes y en su rostro no quedaba ni una mancha.

—Volvemos a encontrarnos… Ahora que nos hemos librado del entrometido de antes, podremos seguir con lo nuestro.

—¡Aaah!

Jessica retrocedió impulsivamente y se golpeó la espalda contra la pared. Mientras se retorcía, el vampiro le lanzó un mirada lasciva.

—Pero bueno, pensándolo bien, tendrás que esperarte a que acabe una cosita primero. Después, ya tendré tiempo de mimarte.

Moviendo la boca exageradamente, como si mascara tabaco, el joven vampiro se sacó un disco negro del abrigo. Era el mismo que había usado en el puente de mando.

—E…, eso…

—Es el código maestro de los ordenadores. La verdad es que no sé muy bien cómo funciona. Sólo sé que si lo meto aquí y aprieto este botón… ¿¡Eh!?

—N…, No…

Unos dedos delgados habían agarrado a Alfred por las piernas. Era el sacerdote caído. ¿Aún estaba vivo?

—Por favor, no… Hay más de cien personas en esta nave…

—¿¡Y crees que me importan esos gusanos!?

Una patada del vampiro envió de nuevo a Abel volando por los aires. El sacerdote cayó como una marioneta rota.

—¡Soy un methuselah! ¡La criatura más poderosa del planeta! ¿Acaso no usáis vosotros animales domésticos como alimento o como juguete? ¿Qué mal hay en que yo haga lo mismo con vosotros?

—No… Tú también eres una persona…

—Pero qué pesado eres. Vas a morir, idiota.

Con una risa burlona, el vampiro extendió un dedo hacia el teclado.

—Bueno, bueno, gatita, te has hecho esperar. Como a esta nave no le queda mucho… ¿¡Eh!?

La tubería de acero que blandía Jessica se detuvo en el aire. Sin mirar a su espalda, Alfred se había escabullido y la agarraba de los brazos. Con sólo un movimiento de las manos, levantó a la azafata y la lanzó contra la pared. La chica cayó y se quedó inmóvil.

—¡Je…, Jessica!

—¡Ayayay!!, ¿te has matado?

Alfred escupió lo que estaba mascando y se puso a silbar una marcha fúnebre. Decidió olvidarse por el momento de la muchacha. La sangre de los cadáveres sabía muy mal.

—Es…, esto…

Pero la atención de Abel estaba enfocada en otra cosa. Lo que había escupido el vampiro no era tabaco de mascar. Era un globo de goma, casi triturado, con letras blancas…

—Este globo no será…

—¿Eh? Es el aperitivo de antes —respondió Alfred, distraídamente, mientras seguía tecleando sin cesar—. Me lo he encontrado viniendo hacia aquí. Estaba bastante rico… Gordito y con bastante sabor. Cuando se le ha parado el coraz…

El vampiro no pudo acabar sus comentarios de gourmet porque cayó, de repente, al suelo, dando un grito como el de un cerdo en la matanza. Un objeto desconocido le atravesaba el cuerpo.

—¿Eh?

Si no hubiera sido por su robusta constitución de vampiro, habría quedado completamente destrozado. Cuando pudo sacudirse del impacto y levantar de nuevo la cabeza…

—Alfred…, ése era tu nombre, ¿no? Esta vez te has pasado de la raya…

Una sombra oscura caía sobre él.

Al estar a contraluz no le podía ver la cara, pero su hábito mostraba la marca de una herida mortal. Entonces, ¿qué había sido ese ataque? Con un crujido, los labios manchados de sangre murmuraron:

—Lo siento…, pero eso es algo que no te puedo perdonar.

—¿Perdonar?

La ira despertó de su confusión al vampiro, que se levantó de un salto y mostró el dedo corazón en un gesto obsceno.

—¿Qué me tienes que perdonar? ¿Acaso crees que va a bajar del cielo un castigo divino?

—No… El amor de Dios no tiene límites. Puede perdonar incluso a alguien como tú, pero… —explicó en la oscuridad el sacerdote, mientras los ojos le cambiaban de color, pasando de la tonalidad de un lago invernal a la de la sangre fresca—, aunque Dios te perdone…, ¡yo no!

—¡Ja! ¡No digas estupideces!

Alfred volvió a estirar el dedo corazón con el puño cerrado. ¿Qué cara pondría el imbécil si le arrancara las gafas y los ojos? Le partiría la cara para que dejara de decir tonterías…

Se oyó un ruido seco.

—¡Im…, imposible!

¿Lo había parado? ¿Un pringado humano como ése había parado el ataque de un methuselah?

Efectivamente, el sacerdote había agarrado el puño derecho de Alfred. Pero lo que hizo estremecer de verdad al joven vampiro fue la voz que resonó, más oscura que la noche.

—Nanomáquina Krusnik 02 iniciando operación a límite de cuarenta por ciento. Confirmado.

—¿¡Aaaaaah!?

En un instante, Alfred cayó inclinado hacia atrás.

Retrocedió con las piernas enredadas. Un dolor espantoso le recorría el puño; más exactamente, el espacio entre el puño y el brazo. En la muñeca llevaba una pulsera metálica…

Alguna cosa le estaba devorando la mano. La sangre brotaba como una fuente y los huesos sobresalían de forma horrible entre la carne rojiza.

—¡Ah, ah, mi mano! ¡Mi mano!

—¿Te duele? —preguntaron riendo unos ojos más rojos que la sangre. Unos colmillos salían de entre los labios—. ¿Te duele? ¿Sufres? La gente a quien has asesinado ha sufrido aún más… No te preocupes, no te voy a matar. Sólo te voy a hacer sentir una centésima parte del dolor de la muerte.

Se oyeron unos ruidos estremecedores. La palma de la mano del sacerdote se había rasgado. Bueno, no era exactamente eso. En la negra mandíbula que se le había abierto en la mano habían aparecido unos afilados colmillos. La imagen era como la de una anémona macabra.

Lo que había devorado la mano a Alfred había sido aquella boca.

—¡Maldito! —escupió violentamente Alfred, con la vista nublada por el dolor y el miedo—. ¿Qué…, qué eres? ¡Tú no eres humano!

—¿No se te había ocurrido nunca? Las vacas y los pollos son la comida de los humanos. La sangre de los humanos es vuestra comida. Del mismo modo debe haber algo que se alimente de vosotros… —susurraron los labios teñidos de sangre—. Yo soy Krusnik…, un vampiro que chupa la sangre de vampiros.

—¡No…, no digas estupideces! —replicó Alfred.

Él era un methuselah, la especie más poderosa de la Tierra. El resto de seres vivos eran su comida, o la comida de su comida. ¡Tenía derecho a pisotearlos, morderlos y comérselos! Ese…, ese…

—¡Vete al infierno, Vaticano!

El filo de ocho micrones que llevaba escondido en el cinturón salió disparado como una serpiente venenosa. Con una velocidad muy superior a la del sonido, se le clavó a Abel en el brazo izquierdo, que se había cubierto la cara.

El chorro de sangre salpicó hasta el techo.

—¡Je! ¡A ver si te enteras! ¿¡Un vampiro de vampiros!?

El sacerdote mutilado se arrodilló mientras Alfred seguía lanzándole insultos venenosos.

—¡Vaya estupidez! Tengas el tipo de refuerzo biónico que tengas, voy a hacer que te arrepientas de haberme herido. Te voy a machacar las extremidades que te quedan y voy a violar y comerme a la chica delante de tus ojos… ¡Quiero oírte gritar, ¿me oyes?!

Abel no movió una ceja al recoger en silencio su propio brazo del suelo.

Ante la mirada estupefacta de Alfred, volvió a oírse el ruido de algo que devoraba carne.

La boca había empezado a moverse de nuevo. Engullendo con avidez, se tragó el brazo entero. De los dedos a la mano, de la mano a la muñeca, de la muñeca al brazo…

—No…, no puede ser… Tu propia carne…

Durante la escabrosa escena, el cuerpo de Abel empezó a cambiar. De la herida del hombro izquierdo empezaron a brotar orugas. No, no eran orugas. Lo que brotaba serpenteando de la herida eran… cinco dedos. Y detrás de los dedos una mano, y detrás de la mano una muñeca…

«Éste no es un methuselah…».

Era algo distinto, algo mucho más horrible.

—Tengo una pregunta —dijo el monstruo una vez acabada la comida y la regeneración.

En las manos llevaba una guadaña de doble filo salida de no se sabía dónde.

—Contesta. ¿Quién hay detrás de ti?

—¿¡!?

En un abrir y cerrar de ojos, Alfred había salido volando por la ventana y corría a toda velocidad por la superficie del gigantesco globo.

Era otra cosa. Era…, era…

¿Qué era?

—Es inútil. No podrás escapar de mí.

—¿¡!?

¿De dónde había salido? Sobre el globo, a más de cinco mil metros de altura, le había aparecido delante el monstruo vestido de sacerdote. El frío no parecía afectarle. Con un gemido, Alfred intentó escabullirse de nuevo…

Iluminado por el esplendor deforme de la segunda luna, la boca de colmillos afilados rió, burlona.

—¿De qué tienes miedo? ¿Acaso no eres la criatura más poderosa de la Tierra?

—¡Aaaaah!

Medio a la desesperada, Alfred blandió su cinturón. Quería aprovechar para escaparse cuando su adversario esquivara el golpe. Su plan tuvo éxito en parte; sólo en la parte inferior.

Al cruzarse, el cuerpo se le partió en dos —se oyó un ruido húmedo—, y las extremidades inferiores siguieron corriendo, sin perder velocidad, hacia el extremo posterior de la nave.

—¡Aaaah! ¡Aaaah! ¡Ayuda, por favor! ¡Ayuda!

Los ojos sangrientos miraron al vampiro herido.

Era una mirada que parecía preguntar: «¿Qué se siente cuando te matan como a un gusano?». No eran ojos de humano, pero tampoco de vampiro.

Reuniendo todas sus fuerzas, el methuselah retrocedió, esparciendo sus entrañas por la superficie. Era una imagen horrible, increíblemente horrible. Fuera lo que fuera su adversario. Lo que fuera. «Señor…».

—Habla.

Ante la figura que le apremiaba en silencio, la lengua del vampiro empezó a hablar como por iniciativa propia.

—Yo sólo cumplo órdenes. Los Rosenkreuz… Los Rosenkreuz me obligaron… ¿Eh?

Alfred sintió un impacto, como si le hubieran arrancado el corazón, y bajó la mirada hacia el pecho.

—¿Qué?

Su propia mano le había atravesado; se oyó de nuevo un ruido húmedo. Como si fuera un ser independiente, la mano había horadado el pecho hasta agarrar el corazón. Alfred se observaba a sí mismo con mirada extrañada. «Pero ¿qué estoy haciendo?».

—No… ¿Hipnosis?

El vestido con hábito blanco blandió la guadaña, pero fue demasiado tarde. El corazón salió de cuajo…

—¡Uf…!

El sacerdote se arrodilló al lado del methuselah, que había caído. Estaba muerto y tenía los ojos vacíos. Le bajó los párpados y murmuró:

Culpa perennis erit. Ora tuo nomine[8]… Esto no me gusta.

Para el hombre, que valoraba la vida de todos los seres, una vida era una vida.

—¡Esto no me gusta nada!

El rosario quedó aplastado entre los dedos.