—¡Aaaah!
—¡Aaaay!
Les había parecido oír un ruido extraño y, antes de que se dieran cuenta, el suelo se había abierto bajo sus pies.
Pataleando en el vacío, los dos cayeron enredados por un conducto de un par de metros. El breve vuelo acabó en un aterrizaje accidentado.
—¡Ayayay! Padre, ¿estáis bien? —gimió Jessica, que había caído de culo.
Pero en la habitación gris no parecía haber nadie más que ella.
—¿¡Eh!? ¡Padre! ¿¡Dónde…!?
Al sentir que algo se movía bajo su falda, Jessica se levantó dando un grito.
Justo donde había estado sentada un momento antes se encontraba Abel, tumbado y con los ojos en blanco, como un animal extraño. Casi parecía que tenía marcadas en la cara las nalgas de la azafata.
—¡Pa…, padre! ¡Responded! ¡No podéis morir ahora!
—¡Aaaay, señor, señor!, sea por dolor o por placer, mi vida es muy dura… ¿Eh? ¿Dónde estamos?
Por suerte parecía que aún respiraba. Cuando Jessica le agarró el cuello del hábito, volvió a enfocar la mirada.
—Éste es el segundo puente de mando. ¿Os encontráis bien?
—¡Aaah!, he soñado que estaba en un campo de flores rosadas y veía a un ángel vestido de volantes. Era el paraíso… ¡Ay!
Jessica soltó al sacerdote, que cayó al suelo y se quedó retorciéndose mientras se frotaba la cabeza. La azafata le lanzó una mirada fría y se puso a inspeccionar la habitación en tanto se arreglaba cuidadosamente los bajos de la falda.
—A ver, el interruptor está aquí… Bien, parece que la instalación eléctrica todavía funciona.
—¡Ah!, ya veo. Estamos en el centro de comunicaciones.
Ignorando al sacerdote, que había vuelto en sí y vagaba por la sala, Jessica apretó el interruptor de mando, y la pantalla se llenó de letras.
—Ya decía yo que sería imposible. El ordenador está completamente bloqueado. Desde aquí no podremos acceder a…
—A ver, déjame probar una cosa.
—Es inútil, padre, sólo un programador podría…
La voz de Jessica se paró en seco.
El sacerdote se había puesto a teclear a gran velocidad.
—¡No sirve de nada teclear a tontas y a locas!
—Tranquila…
Ráfagas de letras empezaron a volar por la pantalla. Mirándolas fijamente, Abel tecleaba con tanta fuerza que parecía que iba a destrozar el teclado.
—Ya está.
El sacerdote presionó, finalmente, una tecla más grande y levantó los brazos del teclado a la vez. Un instante después, las luces del dispositivo pasaron una a una de verde a azul. Había cambiado el modo de control de automático a manual.
—¡Pa…, padre! ¿¡Sois un…!?
—¿Ves?, no había nada de que preocuparse —respondió Abel, riendo a carcajadas mientras se levantaba de la silla—. Bueno, Jessica, ahora te toca a ti. Voy a ver cómo están las cosas por la nave.
—Pe… ¡Pero…!
—¿Sí?
¿Qué le podía decir al sacerdote, que se había vuelto con aire despreocupado? Después de titubear un momento, desconcertada, Jessica sólo pudo añadir torpemente:
—Id con cuidado.
—Gracias —respondió Abel con una sonrisa en los ojos—. Pues voy a ver. Tú encárgate del pilotaje.
—No hace falta, cura de mierda… —murmuraron unos labios finos al otro lado de la ventana oscura—. ¡Ya vengo a buscarte!
La fuerza que hizo estallar la ventana en mil pedazos mandó a Abel volando al otro extremo del cuarto.