—¿Cómo te encuentras?
Los ojos que le miraban habían perdido toda la fuerza.
—Todos…, todos… —murmuró Jessica, acurrucada.
Aunque estaban escondidos en un pasillo de la parte de la cola, la muchacha lanzaba miradas nerviosas, como si temiera que el vampiro fuera a aparecer de un momento a otro.
—No te preocupes. Creo que tardará un rato en moverse de nuevo… Pero ¿crees que hablaba en serio?
—S…, sí. Ha dicho que… estallaría la aeronave en Roma…, y Dickens ha intentado pararle…, y el capitán…, y… ¡Aaaagh!
—Tranquila. No pasa nada. Cálmate.
Abel reconfortó a la azafata, que había caído de nuevo al suelo, y levantó la mirada, preocupado. La situación era grave. El ordenador estaba bajo el control del vampiro y la tripulación había sido aniquilada. Si no iba con cuidado al informar a los pasajeros, cundiría el pánico.
—Pa…, padre, ¿qué podemos…?
—Tenemos que hacer algo. Tú y yo. No hay otra opción.
¿Hacer algo? ¿Con toda la tripulación muerta? ¿Con el ordenador fuera de control? ¿Qué quería decir con ese algo?
—Recuerdo haber leído en la información sobre la aeronave que hay un segundo puente de mando, ¿no es así? Sirve también de centro de comunicaciones… ¿Podríamos recuperar el control de la nave desde ahí?
—Imposible. Ahora la nave está bajo el control del piloto automático. Tendríamos que desbloquear primero uno por uno todos los filtros de seguridad.
De los objetos que habían sobrevivido al Armagedón, los ordenadores eran los más llenos de misterios. Sólo un puñado de especialistas en programación eran capaces de entender las enormes series de números con las que trabajaban. No había manera de saber de dónde había sacado el vampiro las contraseñas para tomar el control del ordenador, pues una persona normal no podría haber accedido a él aunque lo hubiera intentado durante diez mil años.
—Tengo una idea… Si recuperamos el control de la máquina, podríamos tripular en modo manual desde el segundo puente de mando, ¿verdad?
—¡Hmmm!, no, eso tampoco es posible. Nos falta lo más importante, que es el piloto.
Tanto el capitán como el piloto habían muerto. El navegante también había sido asesinado. ¿Quién iba a tomar los mandos de la nave para llevarla hasta su destino?
—¿Cómo que no hay piloto? Está delante de mí…
—¿¡Eh!?
Jessica retrocedió un paso como si alguien la hubiera descubierto en el escenario de un crimen.
—¡Im… imposible! ¡Totalmente imposible! ¡Yo no sé pilotar!
—¿No? Pero antes…
—¡La…, la teoría y la práctica son cosas diferentes! Yo no soy más que una azafata…
—Pues entonces sí que no hay… ¿¡Eh!?
El sacerdote lanzó una mirada nerviosa hacia el pasillo. Se oía el ruido de unos pasos acercándose.
—No puede ser…
—No, no es él. Es…
Quien había aparecido ante ellos era el niño del globo rojo. Parecía que se había perdido. Al ver a Jessica, se abalanzó sobre ella medio llorando.
—¿Qué te ha pasado? ¿Te has perdido? —le preguntó la muchacha dulcemente mientras le abrazaba y le limpiaba las lágrimas.
¿Habría sentido miedo al quedarse solo? El niño estaba temblando.
—¿No te dije que volvieras con tu mamá?
—Mi mamá no está.
—¿Eh?
Entre sollozos, el niño siguió balbuceando.
—Mi mamá está en Roma. Está trabajando. Mi papá y yo vamos a verla.
—¡Ah!, es eso…
Entonces, era simplemente que extrañaba a su madre. Mirando al niño, que había dejado de llorar, Jessica se mordió el labio sin apenas darse cuenta.
Podría ser que aquel niño jamás volviera a ver a su madre. Podría ser que al día siguiente ya hubiera muerto. Y no sólo él, sino también el resto de pasajeros, incluida ella misma. Y la aeronave que su madre había diseñado…
—Padre…
—¿Sí? —contestó alegremente Abel, que los había estado observando hasta entonces en silencio.
El sacerdote sonreía mirando a la azafata a los ojos, o mejor dicho, mirando la luz que le brillaba en los ojos.
—¿Me ayudaréis? Primero llevaré a este niño con su padre. Luego…
—¿Qué quieres hacer luego?
—¡Haré lo que hay que hacer!
—Y yo estaré a tu lado para ayudarte. ¡Aaah!, es por esto por lo que los humanos…
El sacerdote no acabó la frase que estaba murmurando. Simplemente, sonrió, satisfecho.
«Si el Vaticano no libera inmediatamente a todos los vampiros que tiene aprisionados, la Tristán se estrellará contra Roma». Las exigencias que había transmitido la radio eran absurdas.
—Han llegado los datos que solicitamos a la Santa Inquisición.
—Alfred, conde de Mainz. Vampiro. Sospechoso de setenta y siete casos de vampirismo.
—¿Cómo es posible que alguien así haya pasado los controles del aeropuerto?
En la sala de la anunciación del castillo de Sant’Angelo, la reunión del comité de emergencia era una algarabía de gritos airados sobre los informes.
Aunque los habían despertado repentinamente a altas horas de la noche, entre los funcionarios de la Secretaría de Estado y las agencias de seguridad y transportes del Vaticano no había ni una cara de sueño, exceptuando el joven delgaducho sentado a la cabeza de la mesa, claro.
—Su santidad, ¿estáis despierto?
El joven levantó la cara, sorprendido a medio bostezo. Era Alessandro XVIII, el pontífice número trescientos noventa y nueve del Vaticano. Una mujer vestida con hábito escarlata le miraba sonriendo con dulzura.
—¡Huy!, perdona, hermana. Me he quedado dormido un momento…
—¿Te importa que te despierte, Alec?
Quien reía con ternura era la secretaria de Estado del Vaticano, la cardenal Caterina Sforza, duquesa de Milán.
—No pasa nada si tienes que descansar un poco. Estás algo débil…
—Tranquila… ¿Có…, cómo están las cosas?
—Pues no muy bien.
Era una manera muy optimista de decirlo. No tenían la menor idea de lo que ocurría dentro de la aeronave y tampoco podían intervenir de ningún modo.
—En el peor de los casos, tendremos que ceder ante sus exigencias.
—Si es por…, por el bien de los rehenes…, no hay más remedio.
Alessandro golpeó el borde de la mesa con energía mientras intentaba poner cara de persona seria.
—Haremos lo que pide. Liberaremos a los vampiros y…
—Lo que decís es imposible, Santidad —le interrumpió una voz de Barítono.
—¡Ah!, ¿hermano?
—Cardenal Medici…
Al volverse, la mujer se topó con la dura mirada de un hombre tocado con hábito escarlata.
La postura del presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Francesco di Medici, erguido como un sable desenvainado era más propia del campo de batalla que del púlpito. Después de descubrirse la cabeza, se dirigió respetuosamente, aunque sin sentimiento, al joven Papa.
—He vuelto de la inspección del aeródromo militar de Asís.
—¡Ah!, hermano, ¿cuándo…, cuándo has llegado a Roma? La…, la inspección… no era…, no era hasta la semana que viene, ¿cierto?
—Acabo de llegar. He oído el caso de la Tristán y… Caterina —dijo tensando ligeramente el rostro, con una voz bruñida como el acero—, ¿qué pretendes? ¿Cómo puede una cardenal proponer que Su Santidad se someta a las demandas de unos monstruos como los vampiros? ¡Debería darte vergüenza!
—Permíteme que te conteste, hermano, digo, cardenal Medici.
La voz de Caterina era serena, pero le había aparecido una llama en los ojos. Sus palabras contrastaban con la violencia de las de su hermano, pero eran frías como el hielo.
—¿Qué propones, exactamente? La semana que viene tenemos que renovar el tratado de amistad con Albión. Hay que evitar a toda costa cualquier ataque contra sus intereses…
—¡El Vaticano no negocia con terroristas! ¡Y mucho menos con vampiros! Su santidad, no cedáis ante el chantaje. Os recomiendo que deis órdenes inmediatas de que se la prohíba la entrada en nuestro espacio aéreo.
—Pe…, pero ¿nos harán caso?
La sala se había quedado en silencio. Ruborizándose ante la presión de tantas miradas, Alessandro siguió hablando de forma titubeante.
—¿Si… si respetara nuestra autoridad, ha…, habría secuestrado la aeronave? No nos hará…
—Seguramente ignorará nuestra prohibición.
—En…, entonces…
—Si violan nuestro espacio aéreo tendremos que abatirles inmediatamente.
Las duras palabras del cardenal hicieron que un escalofrío recorriera la sala. Sin que pudiera reprimirse, Caterina gritó:
—¡No puedes estar hablando en serio, cardenal Medici! ¡La Tristán es una aeronave de Albión!
—Beati sunt qui moriuntur in Domine[6]… De eso depende la gloria de Dios y la dignidad humana. ¡No podemos dejarnos cegar por consideraciones seculares!
Francesco golpeó con violencia el suelo con su bastón cardenalicio como si fuera realmente el representante de Dios en la tierra blandiendo la espada de la condenación.
—El Vaticano es la mayor autoridad y la mayor fuerza de la sociedad humana. Debemos resistir a cualquier tipo de amenaza para demostrar que nada podrá someternos. Ésta es una ocasión ideal. Vamos a enseñarles a esos monstruos que no pueden jugar la carta del chantaje con nosotros. Que vean el final que tienen los gusanos como ellos.
—Beati sunt qui moriuntur in Domine… —susurró fervientemente uno de los funcionarios que había estado escuchando hasta entonces a Francesco, y pronto le respondieron como un coro el resto de voces de la sala.
—¡Somos el Vaticano! ¡Somos la representación de dios en la tierra!
—¡No cederemos!
«Son palabras bonitas, pero poco realistas», pensó Caterina, aguzando los ojos como cuchillas mientras daba un paso atrás para observar mejor la sala llena de gritos apasionados.
Su hermano tenía talento, pero sobrestimaba el poder real del Vaticano. Ya no era como antaño. Una respuesta como ésa provocaría, sin duda, la reacción del mundo secular…
—Su eminencia, las últimas noticias… —dijo uno de sus asistentes, que le entregó un fajo de documentos.
—¿La lista de pasajeros de Albión Airlines? ¿Hay algún VIP entre ellos?
¿Habría aún más problemas? Caterina se puso a examinar la lista con cara de fastidio, pero en seguida le cambió la expresión.
—Imposible… ¿Tenemos confirmación de esto?
—Afirmativo. Lo hemos comprobado por tres vías distintas —respondió el joven secretario—. Está confirmado. Krusnik se encuentra en la Tristán con el monstruo. Estaba en Albión para detener al obispo Scott.
—Convoca una reunión de emergencia de los agentes de Ax. ¿Hay alguno que pueda entrar en acción inmediatamente?
—Gunslinger y la Iron Maiden se encuentran en espera. Pueden interceptar la Tristán en cuatro horas.
—Que sirvan de apoyo a Krusnik para recuperar el control de la aeronave. El límite de tolerancia de bajas… que sea del cincuenta por ciento. Si logramos salvar a la mitad, Albión no podrá quejarse…
Observando a sus hermanos, uno dando órdenes enérgicamente y el otro sentado sin hacer nada, la cardenal sonrió de forma discreta.
—Laudabile nomen Domini…[7] Ciertamente, hay que alabar al señor.
Parecía que, al fin y al cabo, Dios no había abandonado a Roma…, ni a Caterina.