No era la única aeronave que superaba los doscientos metros de longitud y los doscientos mil metros cúbicos de capacidad de gas de helio. La Midgard Schlange del Reino Germánico o la Charlemagne del Reino Franco eran incluso más grandes. Pero ninguna otra nave superaba el lujo de sus servicios y su velocidad de ciento cincuenta kilómetros por hora, resultado de la fuerza de sus hélices, de trece metros de diámetro.
La aeronave Tristán era el orgullo de los cielos de Albión.
—Aquí tenéis, capitán.
—¡Ah, gracias! ¡Hmmm!, ¡qué bien! Esto es lo mejor de volar en la Tristán —dijo el capitán Connelly, aspirando con cara de felicidad el rico aroma del café. El vapor se le condensaba en la barba, finamente cortada al estilo de un caballero de Albión.
—Qué aburrimiento…
—La tranquilidad es lo más importante. Aún faltan seis horas para llegar a Roma.
El piloto y el maquinista tenían la expresión tranquila. La travesía transcurría sin problemas.
—¡Ah!, ¿y el primer oficial? —preguntó el navegante Dickens, mirando por el puente de mando. Al otro lado del capitán había un asiento vacío.
—Al primer oficial Roswell lo acabo de ver abajo… Parece que no se encuentra demasiado bien.
—En Londinium ya tenía mala cara.
—¿Se habrá peleado con su mujer, o algo así?
—Anda, con lo que la cuida…
Si un visitante profano en la materia hubiera visto el puente de mando, se habría sorprendido de que una nave tan gigantesca no tuviera más que una tripulación de cinco personas.
La característica distintiva de la aeronave Tristán era el sistema de control automático que había diseñado la doctora Katherine Lang. Gracias al ahorro que permitían las computadoras rescatadas de la antigua civilización había sido posible reducir la tripulación a una décima parte de lo que era habitual. Era una pieza de ingeniería revolucionaria.
—¡Ah!, piloto Orson, fijaos ahí… —dijo Jessica, observando los controles—. Creo que hay un error en el ángulo de inclinación. Habría que corregirlo.
—¿Dónde, dónde? ¡Ah, ya lo veo! ¡Qué vista que tienes! —respondió el piloto, haciendo el ajuste.
—Orson, será mejor que se ponga Jessica en tu lugar —comentó el navegante en tono de broma.
—Ya me gustaría. Menos trabajo para mí…
—No digáis eso. No soy más que una azafata.
—Pero entraste en la compañía con la intención de ser piloto, ¿no? ¡Qué pena! ¿En qué estarán pensando los de personal? —comentó Connelly, compasivo.
Era muy severo juzgando las capacidades y la técnica de su tripulación, pero no le daba ninguna importancia al sexo o la edad en el trabajo.
—Intentaré hablar con los de arriba.
—Muchas gracias, pero no os preocupéis por mí, por favor.
—No digas eso. Promocionar a la gente con talento no hace sino beneficiar a la empresa… ¿Eh? ¿Qué ha pasado, primer oficial? ¿Dónde os habíais metido?
El primer oficial Roswell había aparecido con cara sombría, acompañado de un hombre.
—Roswell, ¿quién es ése?
—¡Ah, capitán!, permitidme que os presente a…
—Me llamo Alfred. Soy el conde de Mainz, del Reino Germánico.
El hombre hizo un saludo afectado. El abrigo Inverness le daba un aspecto ciertamente distinguido, pero su sonrisa tenía un aire insolente.
—Siento molestaros. Es que me mola…, digo, me interesa mucho el funcionamiento de las aeronaves. ¿Me permitís ver cómo funciona?
—Os ruego que aceptéis nuestras disculpas, excelencia, pero no nos está permitido hacer tal cosa. Primer oficial, ¿acaso habéis olvidado que está prohibida la entrada de los pasajeros en el puente de mando? ¿En qué estabais pensando?
—¡Ah!, no le riñáis, por favor. Es que me he puesto muy pesado.
«Qué persona tan desagradable», pensó Jessica, mirando al aristócrata de finos labios. El sacerdote con quien se había encontrado hacía un rato era pobre y despistado, pero su presencia resultaba infinitamente más grata. ¿Había dicho que era del Reino Germánico?
—De cualquier modo, no tengo otra opción que pediros que abandonéis la cabina, excelencia…
—¡Qué pena! Yo quería pilotar un poco. Habría sido divertido estrellar esta aeronave en algún sitio.
—La mayor parte de las tareas de navegación son automáticas. No podemos variar la ruta fijada, aunque… ¿¡Eh!? ¿¡Qué hacéis!?
Antes de que Connelly pudiera impedírselo, el hombre se había plantado ante los controles. Sin cambiar de expresión, introdujo un disco magnético en el panel central.
—¿¡Qué es eso!?
El navegante Dickens se levantó con la cara pálida. La pantalla que mostraba la ruta se volvió oscura un instante y empezó luego a vomitar una inundación de letras y números.
—¿¡Está fuera de control!?
—¡Capitán, tenemos denegado el acceso al ordenador!
—¡La ruta!
Todos los miembros de la tripulación sintieron la inercia cuando la gigantesca aeronave aceleró de repente.
—Trayectoria definida. Coordenadas de destino: sin cambios. Velocidad…: ¿¡me…, menos trescientos!? ¿¡Qué significa esto!? ¡Así vamos a estrellarnos en Roma!
—¡Jijiji! —rió Alfred con tono agudo y torciendo los finos labios—. ¡Jijiji! ¿Qué os parece? ¿No está mal, eh? Y es tan fácil. Este pedazo de aeronave… ¡se la va a pegar en el Vaticano! ¡Jajaja!
Dickens agarró al hombre, que se reía descaradamente.
—¡Insensato! ¿Hablas en serio? ¡Tú también morirás!
—¿Qué moriré? ¿De qué vas? ¿O crees que soy un simple terrano como vosotros? Yo soy… —respondió, dejando ver unos brillantes colmillos entre los labios—. Yo soy un methuselah, un vampiro no-muerto.
—¡!
Los colmillos desnudos cayeron sobre la garganta del navegante. En la cintura del hombre brilló algo con una velocidad inapreciable a simple vista.
—¡Ah!
—¡Huy!
Se desató una tormenta de sangre, acompañada de una serie de gritos de desesperación. Cuando cesó, sólo quedaban de pie Jessica, completamente pálida…
—Hola, monada… Por fin solos —rió el vampiro, mostrando los colmillos.
—¡Aaaah…!
¿Y los otros? ¿Todos muertos? El primer oficial, con quien había entrado el monstruo… ¿Dónde estaba Roswell?
Jessica descubrió el cadáver caído a sus pies o, mejor dicho, el tronco del cadáver. La cabeza había quedado encima de los controles. Tenía la boca medio abierta, como si fuera a decir algo.
—¡Je!, menudos idiotas. Ha sido demasiado fácil pillar un rehén, colarse, matarlos y zampármelos.
—¡!
Jessica se retorció, presa de un horrible dolor por todo el cuerpo. Alfred recorrió su vestido con los dedos y le manoseó el pecho. El dolor y la vergüenza hicieron que gritara instintivamente.
—¡Basta! ¡No!
—Cómo me excitan estos gritos. La verdad es que, para comer, lo mejor son las chicas. Nada supera a un mordisco como postre después del sexo.
El vampiro apretó con más fuerza mientras sacaba los colmillos.
—¡Nooo!
Justo cuando Jessica lanzó un último grito desesperado de dolor…
—Jessica, mira, estaba pensando que… —dijo desde el otro lado de la puerta abierta una voz cuyo tono era completamente inadecuado para la situación— no está bien que me invites así. Deja al menos que te ayude a lavar los platos o a recoger las bandejas… ¿¡Eh!? ¿¡Qué ha pasado aquí!?
—¿¡El Vaticano!?
El vampiro apretó los colmillos al ver el hábito religioso. Al mismo tiempo, del abrigo Inverness salía otro destello.
—¿¡Un vam…, un vampiro!? ¡Ah!
Si no hubiera resbalado en un charco de sangre, el filo le habría partido a Abel la cabeza en dos. En vez de una salpicadura de sangre, se oyó un disparo.
—¿¡!?
Casi al mismo tiempo que caía de culo, el sacerdote había disparado el revólver que llevaba en la cintura. Rebotando en el suelo, la bala atravesó la pared justo detrás de Jessica o, mejor dicho, atravesó una tubería que…
—¡!
Alfred se retorció entre gritos de dolor.
El ardiente vapor que salió despedido de la tubería le había alcanzado directamente la cara. Por mucho que fuera un vampiro, poco podía hacer con el rostro y los ojos abrasados.
—¡Jessica! ¡Deprisa, por aquí!
—¡Te voy…, te voy a matar! ¡No te me escaparás! ¡Te arrancaré las entrañas y te estrangularé con ellas!
Mientras Jessica salía corriendo del puente de mando, arrastrada por el sacerdote, el vampiro cegado se debatía, furibundo, entre los cadáveres.