I

—Señorita, ¿me pone un té con leche? Con doce…, no, con trece terrones de azúcar.

El joven miraba seriamente a Jessica desde el otro lado de la barra. Además de unas gafas redondas de culo de botella, llevaba la típica sotana raída de los curas itinerantes, lo que le hacía parecer completamente fuera de lugar.

Aunque era ya de madrugada, el mirador seguía espléndidamente animado. Los caballeros y las damas sonreían con elegancia al sonido del alegre hilo musical mientras brindaban con ricos licores… Era un vuelo nocturno, lleno de lujo y pompa.

—¿Señorita?

—¿Ah? ¿Sí?

Jessica se volvió sacudiendo la media melena castaña. Recogiéndose el borde del uniforme, compuso la sonrisa propia de una azafata de lujo. Su rostro infantil estaba sembrado de pecas.

—¿Era… un scotch?

—No, un té con leche, con trece terrones de…

—Si queréis algo dulce, tenemos una selección de pasteles y tartas que…

—¡Pasteles! ¡Tartas! Suena muy bien, pero… —murmuró el sacerdote tristemente mientras miraba en su monedero—. La verdad es que no tengo más que cuatro dinares…, o sea que me tendré que conformar con un té.

Incluso los niños que correteaban por la sala debían de llevar encima más de diez veces esa cantidad. El sueldo de Jessica, que acababa de empezar a trabajar, era de dos mil dinares. ¿Qué hacía alguien tan pobre en la Tristán? ¿Cómo había acabado en la aeronave más lujosa del mundo, que conectaba Londinium y Roma?

—Creo que los de mi oficina lo hacen a propósito para fastidiarme… El menú aquí cuesta más de cien dinares. ¿Cómo esperan que me las arregle?

—¿No habéis comido todavía?

—No, y ya llevo más de doce horas así. He estado tumbado en mi camarote para no gastar calorías, pero ya me estaba dando vueltas la cabeza… Si recupero un poco el nivel de azúcar en la sangre, creo que podré llegar hasta Roma.

—Lleváis una vida muy dura, padre…

El sacerdote entendió el suspiro de Jessica como una muestra de compasión y siguió hablando gravemente, como si conversara con un colega.

—Sí, nos jugamos la vida todos los días…, o sea que póngame trece terrones, por favor.

—De acuerdo… Aquí lo tenéis.

—¡Ah, cómo se nota que es té auténtico! Este espesor, este… ¡Ay!

Justo cuando iba a llevarse a los labios el té o, mejor dicho, la espesa masa de azúcar de la taza, el sacerdote se cayó de frente.

Uno de los niños que correteaban por la sala había chocado con él. El joven se golpeó la cara contra el mostrador, y la capa que llevaba le cubrió la cabeza. El niño rompió a llorar.

—¿Estás bien, pequeño? ¿Te has hecho daño?

Sin preocuparse por el sacerdote, que tenía los cabellos plateados llenos de té, Jessica se lanzó corriendo hacia el niño. Por suerte, no parecía herido. Recogió el globo rojo que llevaba, y que precisamente le había dado ella antes de despegar, y le ayudó a ponerse en pie.

—Gra…, gracias.

—No hay de qué. Pero vuelve con tu mamá. Ya es hora de que los niños os vayáis a dormir.

—Sí… Perdón, padre.

El sacerdote sonrió alegremente al niño, que le miraba preocupado.

—¡Bah!, no pasa nada. Sólo es una taza de té. No le des importancia. Tranquilo. No hay por qué preocuparse. Como si no le hubiera pasado nada…

—¿Ves qué bien? El padre es muy amable. Ahora vete deprisa a dormir. ¡Buenas noches!

Después de saludar a la azafata, el niño se marchó corriendo. Jessica se lo quedó mirando hasta que desapareció de la sala, y luego se volvió hacia el sacerdote, que parecía estar a punto de ponerse a lamer el azúcar esparcido por la barra.

—Padre, ¿os apetece un bocadillo? A cuenta de la casa, por supuesto, para compensar las molestias.

—¿Un bocadillo? ¿De verdad? ¡Oooh, gracias! Señor…, señorita, es usted un ángel. Ahora que lo pienso, en mi iglesia hay un relieve que es clavadito a…

—Sólo soy una azafata…

Un anuncio por los altavoces interrumpió a Jessica.

—Jessica, preséntate en el puente de mando, por favor.

—Comprendido, capitán Connelly. ¡Ah, padre!, ¿me esperáis un momento? En seguida vuelvo.

—Me espero, me espero. Esperaré a que vuelva mi ángel…, eeeh…

—Jessica. Me llamo Jessica Lang.

—¿Lang? —dijo el sacerdote como si hubiera recordado algo repentinamente—. ¿Cómo la doctora Katherine Lang, que murió el año pasado?

—¡Ah!, Katherine Lang era mi madre.

—Ya veo. O sea que la piloto de esta aeronave…

—¡No, en absoluto! Yo sólo soy azafata. Estoy estudiando para piloto pero…, claro…, como soy una chica…

—No hay ninguna ley que prohíba pilotar a las mujeres. De hecho, yo conozco a una piloto que… ¡Huy!, pero si no me he presentado… Me llamo Abel —dijo respetuosamente el sacerdote de gafas redondas—. Abel Nightroad. Soy un cura itinerante del Vaticano.