—Compañeros, amigos, amantes…, da lo mismo cómo lo llames.
La voz de Magier, que había vuelto a la Turm después de mucho tiempo, era alegre.
—¿Sabes qué es lo más duro para esas personas que dependen de los demás?
—Por supuesto —contestó un joven sentado en el sofá de enfrente.
La luz de la luna, que entraba a través de las cortinas, proyectaba una sonrisa maliciosa sobre el bello rostro.
—Lo que más odian esos románticos dependientes de los demás es… perder a sus compañeros.
—No. Odian a los compañeros que han cambiado, Titiritero.
Más allá de la oscuridad, se encendió un cigarrillo. Echando el humo en el sofá, Magier se rió satisfecho.
—Durante este caso, se ha visto su límite. Su punto fuerte puede convertirse en su punto débil.
—Ahora caigo. Por eso, has protegido al arzobispo D'Este, Isaac.
—Así es. Al contrario que en el caso del conde de Zagreb, aún podemos utilizar al arzobispo. Si quieres, puedes seguir con la trama del Nuevo Vaticano.
Después del fracaso de la operación Ruido Silencioso, la Santa Sede los había perseguido hasta Colonia. La persecución de Ax había sido muy dura, pero no peor de lo que ya habían previsto. De hecho, incluso se les había escapado Alfonso, el cabecilla.
Kämpfer sonrió, apagando metódicamente el cigarrillo en el cenicero. Dirigió una mirada tranquila hacia otra sombra que permanecía inmóvil en la ventana, más allá del joven sentado enfrente.
—Ya verás, Titiritero. Ya vendrá el tiempo de convertir lo que él cree que es su propia fuerza en la espada dirigida hacia él mismo. Será entonces cuando se pondrá de nuestro lado… ¿Qué te parece, mein Herr[13]?
La sombra de la ventana no contestó. Manteniéndose en silencio, el cabello dorado se volvió hacia atrás, hacia los dos hombres.
El bello rostro sonrió con sus finos labios.