III

—¿Vader?

La llamada balbuceante procedía de la pequeña sombra que había abierto la puerta.

Jan levantó su severa mirada del teléfono y preguntó, un tanto sorprendido:

—¿Qué pasa, Marie? ¿No te has dormido todavía?

—Es que fuera de mi habitación hay muchos señores que no conozco…

Abrazando con cara de preocupación su oso de peluche favorito, la niña corrió hacia su padre y dijo, con una mirada aterrorizada, apretándose contra su cuerpo:

—Es que tengo miedo.

—… No te preocupes, cariño.

Jan acercó la cara hacia su hija, mostrando una sonrisa forzada. Pellizcándole la mejilla con suavidad con sus nudosos dedos, dijo:

—Esos señores son buenos. Os protegen a ti y a moeder de los malos que quieran entrar en casa.

—¿De los malos? —Marie miró a su padre con cara inocente, abrazando con fuerza su gran oso—. ¿Van a venir los malos, vader?

—No, quería decir… —Jan sacudió la cabeza apresuradamente al darse cuenta de que sus palabras estaban aterrorizando aún más a su hija—. Los malos no van a venir. No te preocupes. Es por si acaso, ¿sabes?

—¿Qué es por si acaso?

—¡Hmmm!, ¿cómo puedo explicártelo? —Jan se rascó la cabeza, apurado—. ¡Ah, vale! es para moeder. Moeder es miedica, y esos señores la protegen.

—Pero moeder ha salido.

—¿Ha salido? —Jan frunció el ceño tras las palabras de su hija—. Marie, ¿qué quieres decir?

—Moeder me dijo que tenía recados que hacer… y por eso estoy esperando en mi habitación. Pero yo estaba solita y he venido a donde vader…

—Espera un momento, ¿vale, Marie? ¡Eh, venid aquí!

Acariciando la cabeza a su hija balbuceante, Jan llamó a los guardias.

«¿¡Cómo que ha salido!? ¡Justo ahora…! ¿¡Qué cabeza tiene Rachel…!?».

Al mediodía, cuando Hugue le había atacado, le mintió diciéndole que se trataba de un terrorista. ¿Sería que no se había quedado convencida?

«¿¡Hugue!?».

La mirada de su mujer hacia su ex novio era…

—¡Eh, venid! ¿¡No hay nadie, o qué!?

—Sí, ¿nos llamaba, señor?

—¡Cuánto tardas! ¿Qué estabas haciendo? ¡Ven en seguida cuando te llame!

Sintiendo un dolor como si tuviera plomo en el estómago, por fin Jan gritó hacia la persona que había aparecido. Mejor dicho, justo cuando iba a gritarle, sus labios, pálidos, se detuvieron. Al ver la sonrisa torcida, el hombre que había entrado en la habitación escupió una burla maliciosa.

—Lo lamento. Es que me he entretenido bastante… Me ha costado un poco deshacerme de los veinte guardias del edificio.

—Tú eres…

A Jan se le escapó un gallo al reconocer a aquel joven teñido de rojo desde la cabeza hasta las uñas. Su esmoquin estaba agujereado, por las balas, como si se tratara de un trapo y llevaba el cabello completamente desgreñado. Se relamía las garras, chorreantes de sangre…

—¡Memling! ¿Por qué estás aquí…? ¿Y qué aspecto tienes?

—¿¡Cómo que qué aspecto!? ¿¡Cómo puedes tener tanto descaro!?

Sin motivo, el vampiro bañado en sangre se rió con una risilla sofocada, que en seguida se convirtió en la de un diablo.

—¡Traidor! ¿¡Cómo te has atrevido a tenderme una trampa!?

—¡…!

Cuando el joven vampiro desapareció de repente, Jan salió golpeado con ímpetu contra la pared. El vampiro de rojo miró con frialdad al superintendente, que tosía, respirando con mucha dificultad. Tenía agarrada a la niña, que se había quedado inconsciente.

—¡Ma…, Marie…! ¿¡Qué haces, conde de Amberes!? ¿¡Qué pretendes!?

—¿Que qué pretendo? ¡Eso es precisamente lo que quiero preguntarte a ti! ¡Has exterminado a toda mi familia!

Los colmillos extendidos rezumaban un hilo rojo. Al lado de la ventana, el methuselah, herido, se dirigió a él, con parte desafiante, gritando:

—¿¡Qué era ese grupo de policías, Van Meeren!? ¿¡Intentabas eliminarme junto con el cura!?

—¿¡De qué estás hablando!? ¡No sé nada de ningún grupo de policías!

Era verdad. Lo único que había hecho Jan era contactar con Memling para decirlo dónde se encontraba Hugue. No había dado ninguna orden a sus subordinados.

—¿¡Qué diablos me estás contando!?

—Vaya… Así que todavía te haces el tonto.

Los ojos del vampiro se clavaron en la pequeña cara pálida que sostenía entre sus brazos. Jan dio un alarido, al ver cómo se cerraban los ojos de jade por el ansia; su razón estaba obnubilada totalmente por la ira.

—¡No, no! ¿¡Qué vas a hacerle a Marie!?

—¿Todavía me lo preguntas? Es mi postre.

Memling se rió, sin apenas mover sus finos labios. Dio una patada en el abdomen a Jan, que iba a levantarse, y mostró de un modo exagerado la nuca de la niña.

—¡Oh!, ¡qué venas más bonitas tiene…! Parece muy apetitosa, a pesar de ser hija tuya.

—¡No la toques! Hazme lo que quieras a mí, pero… ¡no toques a la niña!

Jan intentó levantarse de un salto, pero después del golpe que había sufrido en la espalda, su cuerpo ya no le respondía. Mientras tanto, soltando una risa burlona hacia el desesperado padre de la niña que extendía las manos, el vampiro enseñó unos largos colmillos. Después, acercó la cara al cuello de la niña con gran lentitud…

Entonces, estalló el cristal de la ventana que había detrás del vampiro.

Los colmillos que estaban a punto de despedazar la carótida de la pequeña, mordieron en vano el aire. Entró un viento más oscuro que la noche y la niña cayó junto con el brazo izquierdo del vampiro, que acababa de ser seccionado con maestría; justo antes de que chocara contra el suelo, un hombre con el hábito destrozado recogió el brazo.

—¡Ahhhhhhhhhhhh!

El vampiro gritó mirándose el brazo, amputado por debajo del codo izquierdo. En medio del chorro de sangre, Jan observó con atención a la sombra que se había plantado allí con tanta frialdad como la mismísima muerte.

—¡Hu…, Hugue! ¡Hugue de Watteau!

—El siguiente serás tú… Te tocará ahora.

Al murmurar inexpresivamente, el sacerdote lanzó a la niña inconsciente hacia su padre. Y en aquel momento, la espada que había sacado, giró y atacó al vampiro, que por fin recuperaba el equilibrio. Un extraño ruido agudo…

—¡Maldito seaaaaaaas!

Memling dio un rugido de rabia y lanzó su brazo derecho y la garra que se extendía desde allí. La fuerza, monstruosamente sobrehumana, paró la estocada de Hugue, quien se encontraba de pie con la cabeza levantada. Persiguiendo al enemigo, que había volado en el aire como si no tuviera peso alguno, el vampiro dio un salto, levantando la garra.

—¡Muere!

Omnes enim qui acceperint…[15]

El largo cuerpo de Hugue salió golpeado contra la pared. Fue un impacto tan fuerte que una persona normal se habría roto los huesos de todo el cuerpo y se habría reventado los órganos internos. Sin embargo, el espadachín se encorvó como un gato y aterrizó con los pies sobre la pared. Hugue absorbió todo el impacto con increíble elasticidad y equilibrio. Acercándose su estimada espada, observó con una mirada sin compasión al vampiro, que se lanzaba hacia él con las garras brillantes.

—… gladium gladioperibunt[16]. ¡Amén!

De repente, la garra le consiguió arañar la mejilla, en el momento del choque. Cinco finas líneas aparecieron sobre el bello rostro blanco.

Pero, por otro lado, la larga espada había sido clavada silenciosamente en el cuerpo de la presa. El cuerpo del vampiro, cortado desde el costado derecho hasta el corazón, se empotró contra la pared. Se oyó un ruido de huesos que se rompían y, al final, se dejó de mover.

—¡… Uf!

Jan dio un gran suspiro, mientras observaba la intensa batalla. Delante del charco de sangre, le acarició el cabello a su hija, aún inconsciente.

«¿Habrá terminado? Entonces, ¿mi hija y yo estamos a salvo?».

Aún no había terminado.

—Te hecho esperar, Jan Van Meeren.

El hombre del hábito, que miraba mudo al vampiro que acababa de matar con sus propias manos, se volvió con la cara pálida.

—El siguiente eres tú.

—¡Ah…!

Hugue estaba malherido y bañado en sangre. Tenía el hábito rajado por todas partes. Jan captaba el aire belicoso que emitía Hugue, a pesar de encontrarse tan mal. Se dio cuenta de que aquellos diez años habían convertido a su viejo amigo en un diablo con espada, y también de que no podría vencerle aunque luchara a la desesperada y con todas sus fuerzas.

—Muere…

Por eso, cuando Hugue blandió la espada, Jan ni siquiera alargó la mano para evitar el golpe, ni le pidió compasión. Cabizbajo, dijo:

—Yo…, yo…, yo quería ser un hombre adecuado para Rachel…

—¿… Cómo?

La espada, a punto de descender, detuvo su movimiento como si se hubiera quedado pegada en el aire.

Sin darse cuenta de ello, el criminal continuó, con la voz ronca:

—Como ves, soy feo y con unas habilidades limitadas. La familia Meeren es mediocre como el aristócrata mercenario. Yo no te supero ni en rango social ni en capacidad. No sólo eso: que tú lo tenías todo, tenías incluso a Rachel…

—¿Por eso me traicionaste? —Hugue levantaba aún la espalda de la venganza, y dijo con una voz nerviosa—: ¿Por eso me traicionaste y mataste a toda mi familia?

—Lo siento, Hugue. Perdóname…

Abrazando a su hija, Jan no pudo levantar la cabeza. Emitió una voz temblorosa, por la vergüenza, el arrepentimiento y unos intensos sentimientos.

—Perdóname… Si yo muriese, Rachel y Marie…

—¡No fastidies!

Jan no sabía que Hugue se había puesto pálido al oír mencionar a Rachel y Marie, ni sabía que la espada, aún en lo alto, temblaba un tanto.

—¡Pero ¿te das cuenta de lo que hiciste, Jan?! ¡No, no te perdono! ¡Nunca te perdonaré! —Hugue gritó como si se animara a sí mismo y bajó la espada que tenía suspendida en el aire sobre la cabeza de Jan—. ¡Muere!

¡!

Jan cerró los ojos por instinto, sintiendo un viento frío sobre la cabeza. Durante aquellos últimos años, llenos de traiciones, no había tenido la conciencia tranquila ni un momento y, en ocasiones, se despertaba gritando en medio de la noche. Cada vez que oía el nombre de los viejos amigos o de sus familias, le dolía como si le metieran plomo en el estómago. Pese a ello, él era feliz, porque podía vivir con su familia. Sin embargo, aquello ya no era posible…

—¿…?

«¿Por qué sigo vivo?».

Jan entreabrió los ojos, empapado de sudor por todo el cuerpo como si hubiera sido sumergido en el agua. Emitiendo una luz tan fría como la muerte, la espada estaba inmóvil en el aire, casi a punto de tocarle el cabello pelirrojo. El diablo que llevaba la espada…

—Rachel…

Hugue miraba fijamente al otro lado de la puerta abierta, con Jan de por medio. Había aparecido una delgada sombra humana, que permanecía de pie con una pequeña pistola en las manos.

—Apártate de él, Hugue.

Habría llegado corriendo a toda velocidad. Tenía pálido el rostro y los finos hombros se movían, al ritmo de su respiración, de arriba abajo. A pesar de que apenas tenía resuello, Rachel Van Meeren no dejaba de apuntar a Hugue con su Derringer.

—Por favor, aléjate de él, Hugue. Si no…, te dispararé.

—Cuando disparaste antes, en la catedral, no apuntabas a Memling, ¿verdad?

Hugue lanzó una mirada inexpresiva hacia la cara de su ex novia, que sonreía con lágrimas en los ojos, y de sus labios brotó una irritante observación:

—No es que la bala hacia Memling se desviara hacia mí…, sino que me apuntabas desde el principio, ¿verdad?

—Sí…, porque supe que tú no dejarías a Jan. Fui yo quien movilizó al grupo de policías hacia la catedral; les mentí al decir que era orden de mi marido. Pero no contaba con encontrar al vampiro allí.

En contraste con sus manos temblorosas, la voz de Rachel era serena. Estaba muy calmada.

—Por mí, quería que te olvidaras de mi marido. No quería ver cómo os matabais. Por eso, quería que te fueras de esta ciudad. Pero te has resignado.

«Hugue, sal inmediatamente de la ciudad».

Ella ya sabía por qué Hugue había venido a Amberes y, por supuesto, había descubierto la torpe mentira de Hugue. Pero si le quería echar de la ciudad, fingiendo que creía su mentira…

Rachel sacudió la cabeza como una máquina, apuntando el arma entre las cejas de su ex novio.

—Hugue, yo te quería. Quería ser tu esposa. Te juro que es verdad. Pero ahora quiero a este hombre. No podría vivir sin él…

Enfrentado a aquella voz, que hablaba como si escupiera sangre, Hugue mantenía aún un terco silencio. A Rachel le brotaron grandes lágrimas, por primera vez, cuando miró al sacerdote; los ojos de jade, en cambio, brillaban con frialdad. Con un semblante extraño, sonriendo y cubierta de lágrimas, puso los dedos en el gatillo.

—Hugue, quiero a este hombre. Y él también me quiere. Por eso, le protegeré, aunque el enemigo seas tú.

—¡No! ¡Rachel!

Cuando Jan gritó su súplica, Rachel ya había apretado el gatillo. Salió el humo blanco de la boca del arma junto con un estrépito. Sin embargo, la Derringer se había alejado con ímpetu de las manos de su dueña.

—Hugue…, por favor…

Rachel, manteniendo el mismo semblante, miraba la espada que le pasaba por delante de sus ojos, después de haberle arrancado la Derringer. Simplemente, juntó las manos, como si le rogara a la sombra negra que se erguía ante ella como la muerte.

—La mala soy yo… Por eso, por favor…, no le mates… Por favor, Hugue…

Hugue no contestó. Permaneciendo aún callado, acercó la empuñadura hasta él, apuntando la espada directamente hacia la cara de Rachel.

—¡No, no, Hugue!

Jan gritó hacia los dos ex novios, intentando levantar a toda costa su cuerpo impotente y observando cómo su mujer cerraba los ojos con serenidad y su viejo amigo preparaba la espada con calma.

—¡Nooooooo!

El sonido despiadado de un metal duro, que había reventado carne y huesos, borró los gritos del hombre.

La espada se le clavó con maestría en el paladar al hombre del esmoquin carmesí que estaba a punto de atacar, desde detrás de Rachel, y paró los movimientos del vampiro para siempre al atravesarle el tronco encefálico.

—¿¡Mem…, Memling!? ¡Aún estaba vivo…! ¡Rachel!

Fuera de sí, Jan abrazó a su mujer, que se había desplomado pálida, y miró los colmillos que sobresalían del cadáver del conde de Amberes, quien tenía un terrible semblante de despecho. Si la espada hubiera llegado un instante más tarde para quitarle la vida, el vampiro le habría arrancado el cuello a Rachel. Al darse cuenta de ello, sintió un escalofrío y notó que la sombra del hábito se había alejado de su lado.

—¡Hugue!

Inconscientemente, Jan gritó hacia la espalda de su viejo amigo, que se disponía a salir de la habitación en silencio.

—Hugue…, ¿me perdonas?

—¿Qué si te perdono?

Hugue se volvió con una sonrisa extraviada en el bello rostro. El arma, cargada sobre la espalda, emitió un siniestro ruido metálico en respuesta a la voz de su dueño.

—No digas tonterías. Nunca te perdonaré… Pero antes tengo que terminar con alguien. El siguiente serás tú, Jan.

—¿Terminar con alguien…? Hu…, Hugue, ¿¡no irás a donde los Cuatro Condes!?

La voz de Jan se entrecortó al sentir un escalofrío ante la sonrisa de su viejo amigo.

—¡No! Los vampiros ya saben que estás aquí. ¡Estarán al acecho!

—¿Qué estarán al acecho? ¡Qué alegría!

Los finos labios se partieron, mostrando el perfil del blanco rostro cabizbajo.

Emitiendo una luz vacía, los ojos de jade dirigían hacia alguien que no se encontraba en ese lugar, con un profundo odio, pero al mismo tiempo con una especie de melancolía.

—Yo ya no tengo un lugar donde estar. No hay nadie que me espere. Ellos, los monstruos, son los únicos que me esperan. Me voy, como me habéis pedido.

—¡… Hugue!

Jan gritó de nuevo hacia aquella espalda que se había dado la vuelta, como si quisiera rechazarlo todo. Sin embargo, Jan no llegó a oír la respuesta de su viejo amigo, excepto un leve murmullo que le llegó desde el fondo de las tinieblas…

—¡Iré… a matarlos a todos!