A partir del día siguiente comenzaban las obras de restauración en la catedral y aquella noche no había ni un alma.
El silencio imperante en la grandioso espacio era idéntico al de sus recuerdos, igual que la alta bóveda que trazaba con elegancia un arco, el tono del yeso usado de la pared y las velas colocadas en el altar dorado… El joven que miraba todo aquello había perdido para siempre todo lo que poseía.
Era la catedral de Nuestra Señora.
Hugue miró de nuevo el altar, después de cargar en silencio su apreciada espada sobra la espalda.
En medio de las oscuras tinieblas, la luz de la luna iluminaba, a través de la vidriera, el tríptico blanco que se desplegaba más allá del altar. Lo que solía atraer a los visitantes era la escena central, que mostraba cómo una multitud de personas afligidas bajaban de la cruz el cadáver del Hijo; pero lo que miraba el hombre con hábito era el cuadro del ala izquierda.
Era una Inmaculada concepción: la virgen María embarazada se acariciaba el voluminoso abdomen con cariño. Cuando visitó la catedral por primera vez, veinte años atrás, Hugue y el chico que le acompañaba se habían quedado extrañados ante la imagen. No entendían muy bien por qué María, después de haber concebido por la bendición de Dios, se había casado con su prometido José como si no hubiera pasado nada y, después de tener el Hijo, había tenido otro con él. ¿Cómo podía haber hecho aquello?
Sin embargo, la chica a la que acompañaban como dos fieles caballeros, había dicho, restando importancia:
«El amor de las mujeres es complicado y no siempre es fiel».
Ante sus palabras, los dos chicos se habían quedado aún más confusos y se había mirado mutuamente.
—No entiendo a las mujeres…
«… Ya han llegado».
Un leve sonido que procedía de más allá de la oscuridad silenciosa sacó al espadachín de sus amargos recuerdos.
Los ojos de jade medio cerrados ya habían recuperado su agudo brillo. Se oían, débilmente, los pasos de varias personas en la entrada. Hugue tomó la espada con cautela, intentando percibir los movimientos de los enemigos.
«¿Serán… tres?».
No lo esperaba.
Desde el principio no pensaba que Jan, aquel traidor, viniera solo, pero tres le parecían demasiado pocos. Tal vez fuera una trampa para provocarle un descuido. Como superintendente general de la policía, Jan era capaz de movilizar a toda la policía de la Alianza de las Cuatro Ciudades, incluido el equipo móvil de especialistas en antiterrorismo. En el exterior se habría desplegado un número considerable de sus hombres.
Escondido bajo las tinieblas con sumo cuidado, Hugue observaba severamente a las sombras humanas que habían aparecido al otro lado de la puerta.
Había una sombra delgada delante de otras dos gigantescas. Dependiendo de la situación, quizá debería matarlos sin previo aviso, antes de que gritaran.
—¿… Es aquí donde decíais que le habíais visto?
Los latidos de Hugue se detuvieron un instante cuando una voz clara llegó desde el otro lado de la oscuridad.
No solamente los latidos, sino también el ruido, la luz y hasta el tiempo se pararon.
«El amor de las mujeres es complicado y no siempre es fiel».
La luz de la luna, que entraba a través de la vidriera, iluminó la cara de la chica, la misma que había sonreído, allí mismo, veinte años atrás. Era Rachel, o mejor dicho Rachel Van Meeren, esposa del superintendente general, que se volvió hacia las dos personas que la acompañaban.
—Entonces, el padre se encuentra en la catedral, ¿verdad?
—Sí, señora. El religioso al que usted busca está aquí. Le hemos visto entrar con nuestros propios ojos.
El hombre de la cicatriz en la mejilla contestó con una voz vulgar. Probablemente era un canalla de la ciudad. Junto con su gigantesco compañero pelirrojo, observaban a su alrededor con una mirada astuta.
«¿Por qué… estás aquí, Rachel?».
Mientras intentaba entender lo que ocurría, Hugue se dio cuenta de algo. Aquel tipo de canallas tenía relaciones con la policía en calidad de soplones. Siendo la mujer del superintendente general, Rachel no habría tenido ningún problema para contactar con ellos.
«La mujer del superintendente general…».
Hugue miró de nuevo a su antigua prometida y se mordió los labios.
La cara casi transparente de tan blanca, el cabello rubio pálido, típico de los regent y los ojos de color esmeralda bajo las largas pestañas. Todo seguía igual, como si aquellos diez años no hubieran transcurrido para ella. El anillo de la mano izquierda mostraba que Rachel ya se encontraba tan lejos que Hugue no la podía alcanzar. Su ex novia era ahora la mujer de otro hombre, ni más ni menos que la de su odiado enemigo.
En medio de la oscuridad, Hugue se puso en movimiento con gran sigilo.
No pensaba cruzar una palabra con ella porque tenía que matar a su marido. ¿Con qué cara podría mirarla después de vengarse matando a Jan, el asesino de su familia?
—Muchas gracias… Podréis comer algo bueno con este dinero.
Hugue retrocedió poco a poco, oyendo a su espalda cómo Rachel, que sostenía una linterna, entregaba unas monedas a uno de los canallas. Pensaba salir de allí, en silencio, avanzando en zigzag entre los pilares de la galería sin ser visto por la oscilante llama.
—¿¡Qué haces!? ¡Suelta mi mano!
Justo en ese momento, la voz apurada de Rachel llegó a oídos de Hugue.
—Señora, no quiero ser grosero, pero ¿lo que me ha dado no le parece poco?
El hombre de la cicatriz tenía agarrada la mano de la señora, que mostraba el semblante rígido. Al acercar la cara hasta percibir al respiración, murmuró con una voz amenazadora:
—Es que hemos venido de inmediato por ser usted, la señora del superintendente general. No nos convence mucho una cantidad tan pequeña.
—De…, de acuerdo. Entonces…
Rachel iba a sacar más dinero. No podía ocultar el terror, pero al menos mantenía el porte orgulloso de una aristócrata. Sin embargo, el canalla emitió una risa perversa después de agarrar la mano de la dama junto con la cartera.
—¿No es extraño que una señora como usted vague en medio de la noche buscando a un joven religioso? ¿Qué cara pondría su marido si se enterara?
—¿Es…, estás intentando amenazarme?
Entonces, se dio cuenta de que se encontraba en un apuro. En un momento, el tono de Rachel subió, pero después descendió como si se deshinchara.
—Como me toques, te va a caer…
—¿Qué me va a caer?
Los dos canallas se acercaron sonriendo de forma lasciva hacia la dama, que retrocedía, horrorizada.
—Sería mejor que se preocupase más por usted misma que por nosotros.
—¡De…, déjame!
Echándole encima el pestilente aliento, agarraron a Rachel, que forcejeaba con toda sus fuerzas para huir. Con una sonrisa perversa, el hombre de la cicatriz le dijo a su compañero, divertido ante la resistencia de la mujer:
—Johann, tú sujeta bien sus manos. No las sueltes.
Sin embargo, el gigante no le contestó. Cabizbajo, permanecía inmóvil y mudo.
—¿Hmmm? ¿Qué pasa, Johann?
Ante la pregunta dubitativa, el gigantesco cuerpo se desplomó. A su lado, apoyado en la barra de hierro, Hugue dijo con calma:
—Déjalo ya, si quieres vivir.
—¿¡Quién diablos…!? ¿¡Pero si eres el cura…!?
El hombre de la cicatriz gritó, aturdido, ante el religioso, que había aparecido como una ilusión siniestra; pero en un instante sacó una pistola casera y dijo:
—¿Dónde te escondías, maldito…?
—Ya te he avisado.
Resonó un sonido claro y metálico junto con sus palabras secas, pero el otro no lo oyó. Cuando iba a apuntar su arma hacia el padre, se dio cuenta de que la pistola no tenía cañón.
—¿… Ah?
El canalla abrió la boca, sin soltar la extraña pistola. Después de dibujar un arco, la espada de Hugue se le posó en la punta de la nariz. Encima del filo, que brillaba con una luz azul, se encontraba la culata cortada como una especie de raro accesorio.
—¿Estás buscando esto?
—¡Hi…, Hih!
Ante la serena pregunta, el hombre dio un grito. Nada más tirar la pistola, convertida en una inútil masa de hierro, salió disparado sin ni siquiera mirar atrás.
—¡Qué poco compañerismo tiene…!
Hugue echó una sonrisa amarga y miró al gigante abandonado y el resto de la pistola. Cuando iba a dar una patada al arma para evitar el peligro de una explosión…
—¿… Hugue? —Una voz muy temblorosa detuvo sus movimientos—. Hugue…, ¿eres tú?
—… No, te equivocas —respondió Hugue sin rastro de expresividad, controlando la intención de su cuerpo, que era volverse hacia atrás.
—Soy un sacerdote itinerante. Te equivocas de persona. Con permiso…
—¡… Hugue!
El religioso se volvió en seguida para huir hacia la oscuridad, pero no pudo hacerlo.
Un brazo blando y fino, pero firme, se le enredó en el cuerpo. Lo que le humedeció la espalda del hábito fueron unos sollozos y unas lágrimas calientes.
—¿¡Por qué!? ¿¡Por qué no dijiste nada si estabas vivo!?
Hugue no pudo abrir la boca, a pesar de que había muchas cosas que quería decirle. No era algo que pudiera declarar en aquel momento. Después de abrir y cerrar la boca en vano, por fin, pudo pronunciar algo:
—¿Estás bien… con Jan? —Hugue sólo dijo eso, intentando reprimir sus sentimientos con torpeza—. ¿Es cariñoso contigo?
—… Sí.
La cara hundida en la espalda asintió después de vacilar un rato.
—Es muy cariñoso conmigo… Además, tenemos una hija. Se llama Marie y va a cumplir cinco años el mes que viene.
—¡Ah, sí…!
Hugue murmuró hacia la Virgen del altar; su cara, medio reía, medio lloraba.
—Entonces, eres feliz.
—Sí…
Rachel había asentido sin dudar. Se estaría limpiando la cara de las lágrimas, por el ligero ruido de fricción de la tela. Pero la voz que se oyó a continuación ya no era llorosa.
—¿A qué has venido a Amberes, Hugue?
La mujer hablaba en voz baja, mirando al sacerdote, que se había vuelto hacia ella. No se podía percibir a través del bello rostro inexpresivo lo que él pensaba. Rachel dijo, con la voz temblorosa:
—¿Habrá hecho algo mi marido? Cuando estabas hablando con él al mediodía… ¿Es que tiene algo que ver con tu familia?
—… No.
Después de un segundo, que se le hizo eterno, Hugue sacudió la cabeza. Señalando el hábito que llevaba puesto, contestó con frialdad:
—Como ves, ahora pertenezco al Vaticano. ¿Conoces el caso del asesinato de Oude Kerk, que ocurrió en Amsterdam hace dos meses? Me han enviado a investigarlo. Fui a ver a Jan para pedirle una información…, pero no tiene nada que ver con lo que pasó hace diez años.
—Pero al mediodía…
Enfrentados al mediodía en el despacho de Jan, no parecían unos viejos amigos que se saludaran después de mucho tiempo sin verse. El religioso se encogió de hombros observando a Rachel, que seguía con el semblante dudoso.
—Como no había solicitado oficialmente la visita, se negó a facilitarme la información. Por eso empezamos a discutir y… En fin, Jan siempre ha sido un hombre estricto. No ha cambiado nada.
—Era eso…
Al bajar los finos hombros, soltó un gran suspiro. Hasta en aquella oscuridad se podía percibir que la cara pálida a causa de los nervios estaba recuperando el color. Rachel bajó la mirada con alivio, pero cuando la levantó, su voz contenía un tono apremiante.
—Hugue, sal inmediatamente de la ciudad.
—¿… Cómo?
La dama lo repitió con un tono aún más fuerte, mirando hacia el extrañado sacerdote.
—De todos modos, aléjate de aquí. Yo conseguiré toda la información que quieras. Pero sal de esta ciudad esta misma noche y no vuelvas nunca más.
—¿Qué ocurre, Rachel?
—No me preguntes el porqué… Pero, por favor, ¡prométemelo, Hugue…! —dijo Rachel con voz ronca, agarrando aún el hábito de su ex novio—. ¡Prométeme que no vas a volver a esta ciudad!
—… No puedo.
¿Por qué estaría ella tan impaciente?
Hugue sacudió la cabeza, mirando atónito aquel bello y pálido rostro lleno de emoción contenida.
—Es mi trabajo. No puedo abandonar la misión así.
—¿No puedes? ¿Seguro que no puedes?
—No puedo… Pero dime, Rachel…
A través del delgado cuerpo pegado al del padre, se notaba cómo le latía el corazón. Hugue le preguntó de nuevo, reprimiendo el deseo de abrazar con fuerza a su ex novia:
—¿Por qué hay problemas si estoy aquí? ¿Es que sabes algo?
—Es que…
Lo que reflejaban sus ojos era un halo de tristeza. Con un temblor en sus finos labios, Rachel captó la mirada directa de Hugue.
—Si estás cerca, yo…
Enrojecida, Rachel lo dijo con una voz tan ronca que apenas se oía. Sin embargo, aquel tono transmitía aún mejor que las palabras lo que la dama quería decir.
—… No, Rachel.
En medio de aquel aroma extremadamente dulce, Hugue intentó volver la cara hacia el otro lado, pero ella no se lo permitió. Las delicadas manos de la dama se movieron y le agarraron la cara con delicadeza, pero, al mismo tiempo, con una fuerza invencible. Los labios emitieron un suspiro angustiados hacia la boca bien cerrada…
Unos aplausos teatrales interrumpieron a la pareja.
—Vaya, vaya, vaya…
Al levantar la cara por instinto, Hugue vio a una sombra delgada que permanecía silenciosamente de pie en la catedral.
—¡Oh!, noche compasiva como la muerte. Tiempo de la bendición de la luna pálida… ¡Oh!, el tiempo bello es tan corto…
—¿… Quién eres? —preguntó Hugue, a pesar de que ya sabía la respuesta.
Notando en el brazo el peso de Rachel, que le agarraba aterrorizada, se arrepintió, con amargura, de su descuido, por haber permitido que un vampiro se acercara tanto.
—Soy Hans Memling. Me llaman el Poeta Vagabundo.
El joven se presentó así, con un gesto muy expresivo, aunque era sólo él quien se llamaba a sí mismo de tal modo y a pesar de que nunca había vagabundeado. Unos afilados colmillos asomaban de su boca, a la que había llevado la yema de una rosa que hacía juego con el esmoquin.
—También soy conde de Amberes, uno de los Cuatro Condes…, o, ahora, los tres condes, puesto que has matado a uno, padre Hugue de Watteau.
Cuando se oyó la voz, en el interior de la catedral ya habían aparecido unas diez siniestras sombras por todas partes. En la boca de todas ellas relucían unos brillos intensos.
—Aunque no quiero ser tan poco fino en una cita secreta entre un hombre y una mujer, tengo algo que preguntarte, padre. Acompáñame… con esa bella señora.
—¡Qué coincidencia! Yo también tengo algo que preguntarte, Hans Memling.
Hugue se rió de forma provocativa, observando los ojos del vampiro, que brillaban con un color morado.
—Pero no es necesario cambiar de lugar. Si vas a recitar otro de tus versos, puedes hacerlo aquí mismo, poeta de pacotilla.
—¿… Poeta de pacotilla?
Resonó un ruido desagradable, como de metales chocando.
El vampiro repitió las palabras del sacerdote mientras se frotaba las garras.
—¡Eh, tú! ¿Qué me has llamado, terrano de mierda?.
—¿O prefieres que te llame falso poeta?
Aburrido, Hugue se encogió de hombros. No apartó la mirada Memling, que le había gritado cambiando con brusquedad tanto el tono como el semblante.
—Hace tiempo que oía que en Amberes había un extraño vampiro que recitaba poesías malísimas, pero veo que, en realidad, es peor de lo que pensaba.
—¡Maldito seas!
Al gritar, Memling desapareció. Mejor dicho, saltó con tal velocidad que los ojos no podían captarle. Con la postura y la rapidez de una bestia felina, dirigió los colmillos hacia el cuello del impertinente padre.
—Ya te tengo.
La mano de Hugue, quien había murmurado inexpresivamente, pulsó un pequeño botón que tenía agarrado. En ese momento, brotaron un humo blanco, unos destellos y un estimulante olor que casi le arrancó las ventanas de la nariz al vampiro.
—¡A…, agh!
La agudeza de sus cinco sentidos se tornó en su contra. A causa del humo blanco que llenaba rápidamente el interior de la catedral, los vampiros se taparon la cara por instinto y detuvieron sus movimientos durante un instante.
—¡Nos vamos, Rachel!
En medio de la cortina de humo, que había preparado para prevenir el ataque de Jan y la policía, Hugue cogió de la mano a su ex novia y se puso a correr arrastrándola, pero…
—¡No te dejaré escapar, padre!
Una sombra carmesí aterrizó ante sus ojos. Con el cabello castaño y desgreñado por la ira, Memling blandía con ímpetu sus garras, de más de treinta centímetros.
—¿¡Quién me ha llamado poeta de pacotilla!?
—¡Ay!, todavía sigues con eso…
Chasqueando la lengua, Hugue puso la barra de hierro delante de él. Mientras paraba con exactitud los ataques de las garras, se acordó de lo que una hermana le había dicho en Amsterdam un mes antes:
—Era un hombre de aire aristocrático, con pelo castaño y ojos lilas…
Las características del vampiro que había perpetrado el asesinato del sacerdote en Oude Kerk eran idénticas al ser que se encontraba delante de él. Además, coincidía con el testimonio de Karel Van der Welf, a quien había matado al propio Hugue en Amsterdam.
—Así que eres tú el asesino de Oude Kerk… Quédate quieta, Rachel. No te muevas.
—¿Hu…, Hugue?
Su ex novia miró con preocupación al joven que le hablaba en voz baja. Hugue habló con frialdad hacia los ojos de Rachel, que reflejaban su sonrisa, en ese momento un tanto macabra.
—Rachel, ya no soy el Hugue que conocías. Él murió hace diez años; murió humillado, viendo cómo su familia era aniquilada y cómo el palacio se desplomaba en medio del incendio. El que ves aquí…
En medio del silencio colocó su barra de hierro en las caderas.
—Es un simple dios de la muerte.
Hubo unos gritos desagradables. Un vampiro de mediana edad, que se había acercado por el lateral sin ser advertido, cayó al suelo golpeado, y con el corazón partido justo por la mitad. Cuando la sangre pulverizada tiñó las tinieblas, la larga espada relucía siniestra, trazando con perfecta elegancia un arco, impulsada por la mano derecha del religioso.
—¿¡Cómo lo ha hecho!?
Memling abrió los ojos, sin limpiarse la sangre que le había salpicado la mejilla. De pronto, apareció un destello como de arco iris, y otro compañero suyo, que había saltado desde la derecha, se arqueó hacia atrás con el corazón atravesado.
—Qué rá…, rápido… No, espera…, ¡qué lento!
Memling se quedó sin palabras, observando cómo la espada que se había girado reventaba el corazón de su víctima.
Desde el punto de vista de la velocidad de los methuselah, que llegaba a ser unas diez veces más rápida que al de los terranos, los movimientos de Hugue eran tan lentos que un methuselah podía bostezar. Entonces, ¿¡cómo era posible que derrotara a sus compañeros en estado de combate con esos movimientos tan lentos!?
—¿Conoces el concepto de optimizar los movimientos, monstruo?
El asombro debía habérsele hecho visible en el rostro a Memling. El religioso mostró una sonrisa irónica después de cortarle el cuello al tercer vampiro.
—Hacer un movimiento, por ejemplo, algo simple como mover una mano una mano arriba y abajo, conlleva siempre otros movimientos innecesarios. Pueden ser una breve oscilación, el esfuerzo, la modificación de la trayectoria en medio de la tarea… Suelen ocupar entre el veinte y el treinta por ciento de todo el trabajo.
El destello bailó por cuarta vez. Como en una pesadilla, Memling oyó el ruido de la carne cortada junto con unos gritos de agonía.
—Es cierto que nuestra velocidad de transmisión de los nervios no supera la vuestra, pero la diferencia es tan sólo de veinte o treinta veces. Si lo convertimos en el rendimiento de trabajo, la diferencia será de un veinte o un treinta por ciento. Es decir, si ejecutamos los movimientos optimizando al ciento por ciento, cuando blandimos la espada, y nos anticipamos totalmente a los movimientos del otro…
El quinto vampiro dio un alarido al intentar morder a Hugue, por la espalda, en el cuello. Sus gritos se detuvieron cuando la espada, clavada hasta el paladar, le partió la médula oblonga.
—Es tan fácil derrotaros, a vosotros que malgastáis esa velocidad en vano…
—¡Maldito seas!
Al darse cuenta de que había perdido toda su ventaja, Memling tensó el rostro. Hugue giró la espada hacia la espalda del vampiro, que se había dado la vuelta y abandonaba a sus compañeros en el duro combate. El vampiro intentó entrar en estado de haste, pero no tuvo tiempo suficiente. Justo cuando Hugue iba a convertir su cabeza en carne picada…
Un intenso dolor le recorrió sus robustos hombros, después de que resonara un disparo seco.
—¡Ah…!
La espada tan sólo cortó en vano algunos cabellos del methuselah. Cuando Hugue torció el cuello, a duras penas en medio del intenso dolor, vio a Rachel que le miraba pálida a punto de llorar. Tenía en las manos una Derringer, una pistola de doble acción para damas, que echaba humo blanco.
—¡No dispares, Rachel! ¡No tienes buena puntería! —le gritó Hugue, sujetándose el hombro ensangrentado.
Quizá intentaba defenderle, pero una persona inexperta no era capaz de acertarle a un vampiro.
—Escóndete y quédate quieta…
—¡Qué sobrado vas si tienes tiempo de mirar para otro lado! —gritó Memling, recuperando la ventaja.
Hugue procuró retirar su cuerpo, por reflejo, al ver en una esquina de su campo de visión las garras que se acercaban enérgicamente, pero de pronto se oyó un segundo disparo.
¡!
El religioso se desplomó al ser alcanzado en el costado por una bala y las garras le atacaron desde el lado contrario. Con mucha dificultad, paró las garras con la espada levantada, pero no podía combatir en esa postura contra la fuerza del vampiro, similar a la de un oso gris. Su cuerpo voló hacia la pared.
—¡…!
Al golpearse de espaldas contra la pared, Hugue escupió un gemido inaudible mezclado con burbujas de sangre. Al caer sobre el suelo, su larga espada ya estaba en el suelo, lejos de sus manos.
—¡Qué miserable, padre!
Las risas, agudas, resonaron. Al ponerse de pie con la cabeza levantada, teniendo al sacerdote entre las piernas, Memling le puso las garras sobre el cuello.
—¡Hu…, Hugue!
El otro vampiro ya tenía la mano de Rachel, que había dado un grito. Con una sonrisa irónica, el Poeta Vagabundo le levantó la mandíbula a Hugue con la punta de una garra.
—Me has dado más trabajo del previsto… Bueno, fuiste capaz de arrasar Amsterdam y matar al zopenco de Karel. Pero algo no me cuadra. ¿Por qué has venido hasta Amberes? ¿Por qué no has vuelto a Roma después de arreglar al caso del asesinato en Oude Kerk?
—¿Arreglar el caso…?
Hugue miró al joven vampiro, con los ojos enturbiados por el dolor. La mano que le agarraba era fina y blanca como la de una mujer, sin ninguna mancha… ¿¡Ninguna mancha!?
«En el dorso de las manos tenía el tatuaje de una flor… ¿¡No es él…!?».
Justo en el momento en que los ojos de jade se abrían como platos en medio del rostro manchado de sangre…
—¡Quietos todos!
Al tiempo que sonaban aquellos gritos arrogantes, se abrió enérgicamente la puerta de la catedral.
Entraron diez siluetas con unos proyectores de brillante e intensa luz.
—¡Po…, policía antidisturbios!
Entre el resonar de las botas militares, se acercaron los policías, completamente equipados con armas pesadas y chalecos antibalas. Los ojos de Memling se abrieron al máximo.
—¡Im…, imposible! ¿¡Por qué están éstos aquí…!? ¿¡Me ha traicionado Van Meeren!?
Junto al grito del vampiro, que mostraba los colmillos, resonaron los agudos disparos de las ametralladoras.