Sonaban las campanas en algún lugar muy lejano. La conciencia que se despertaba del fondo del desagradable sueño captó la luz.
—¡Hmmm!
Carraspeando, Caterina levantó la parte superior del cuerpo. Tocándose la cabeza dolorida, contempló vagamente los escombros esparcidos a su alrededor.
—Esto es… ¿¡Si es…!?
La cardenal se levantó de un salto, con el brillo en sus ojos del color de una cuchilla.
«¿Qué ha sido de aquel terrorista? ¿¡Y de Roma!?».
—¡Abel! —gritó Caterina hacia la delgada sombra que permanecía de pie al lado de la lápida medio destruida—. ¿Estás bien, Abel? ¿¡Qué le ha pasado a aquel hombre…, aquel hombre de la Orden!?
No hubo respuesta. El perfil del religioso seguía mirando al suelo sin parpadear. Caterina contuvo el aliento al dirigir la mirada allí.
—A…, Abel, tú…
Abel no contestó. Manteniendo la postura de blandir la guadaña, su cuerpo estaba completamente rígido, como si estuviera congelado.
El que se encontraba tumbado era aquel Magier vestido de negro.
—Le acompañó en el sentimiento, cardenal Sforza.
Una voz serena llegó a oídos de la bella mujer, que permanecía de pie.
—Se acabó Roma. El Ruido Silencioso ya se ha puesto en marcha. Él no ha podido tomar la decisión —murmuró Magier al levantarse y separarse de la guadaña que tenía al lado.
Presentaba un rasguño en la mejilla. El filo que iba a destrozarle la cabeza estaba clavado en el suelo sin moverse.
—¡Qué lástima, padre! Se acabó Roma. Usted ha arrebatado la vida a medio millón de personas. Su promesa ha destruido Roma.
—Yo…, yo…
Abel dio un paso atrás, como intimidado por Kämpfer, que se había levantado. Exhaló una pequeña voz, manteniendo la mirada en Magier como si estuviera poseído.
—¿Yo he matado… a todos…?
—Así es. Usted los ha matado.
Magier le acercó la boca al oído y le susurró con claridad, grabándoselo en el alma.
—Si me hubiera matado, los habría salvado a todos. Sin embargo, dudó en mancharse las manos. Aferrándose a esa promesa, no ha podido matarme. Es decir, esa promesa ha matado a todas esas personas inocentes.
—A…
Al dejar caer la guadaña, el monstruo retrocedió, tambaleándose. Se cubría la cara con las manos, como si rechazara el mundo.
«Ya está a punto».
Magier extendió la mano hacia el alma expuesta, cantando una canción de alegría en el corazón.
—¿Por qué no reconoce ya… que ha sido usted quien ha aniquilado a esa gente y a sus compañeros? Usted sí que es un asesino. La masacre es su verdadera esencia. Usted es…
—¡Hey, hey! ¿¡Quién dice que ha muerto toda esa gente, melenudo de mierda!?
Era una voz ronca, tan tranquila que no parecía muy adecuada para aquella situación.
—Como nadie te dice nada, ¡no paras de fanfarronear! De todos modos, estarás preparado para que te machaquemos, ¿no?
—¡Padre García!
Al volverse, la mirada de Caterina captó la enorme sombra que se encontraba en la puerta. Llevaba en las dos manos la cabeza del gnomo de la que salía un líquido corporal amarillo, y la pieza quemada de algún aparato de precisión.
El gigante, el padre León García de Asturias, levantó el grueso dedo pulgar y guiñó torpemente el ojo hinchado.
—Aquí está León García… Abel, te he hecho esperar, ¿eh?
—¡Le…, León!
La cara de Abel relució.
«Si él está aquí, ¡el Ruido Silencioso…!».
—… Vaya, alguien imprevisto quiere participar.
¿De quién era aquel crujir de dientes?
Por primera vez, desapareció la sonrisa de la cara de Kämpfer, que miraba el componente mecánico y mostraba visos irritación en su mirada.
—Había creado los gnomos para entretener a un mal actor como usted, pero… por lo visto he calculado un poco mal sus fuerzas.
—No un poco, melenita de mierda. ¡Bastante!
Kämpfer chasqueó la lengua, mirando de reojo a Dandelion, que había empezado a hacer girar el chakram.
—Por un pelo… Me he entretenido demasiado.
Ya no le quedaba fuerza para utilizar la gran magia. Había fracasado en la destrucción de Roma. Entonces, lo único que le quedaba…
—Desde luego, no puedo volver a la Turm con las manos vacías. Así pues, antes de irme, les ofrezco un regalo de despedida.
El pentáculo brilló dentro de las manos de Magier.
Sin previo aviso, apareció en el aire una gigantesca medusa: la sílfide.
El espíritu artificial semitransparente desenrolló los tentáculos, hacia los dos agentes, como si fueran látigos.
—¿¡Qué es eso tan repugnante!?
—¡Cuidado, León! ¡No le cortes los tentáculos! Ataca al cuerpo… ¡Ca…, Caterina!
La cara de Abel se congeló, mientras daba un toque de atención a su compañero.
Cuando Magier se hundió en su propia sombra, se levantó la figura de Caterina, que observaba la lucha desde la puerta.
—… Lo siento, su eminencia. El cliente no se quedaría satisfecho si volviera con las manos vacías.
Kämpfer se rió, extendiendo la mano hacia Caterina, mientras ella aún no era consciente de lo que pasaba.
—Aunque no he conseguido Roma, por lo menos me llevaré la cabeza de la cardenal. Siento mucho que…
Fue justo en ese instante cuando reventaron, con estruendo, los dos brazos de Magier, que se le enrollaban a Caterina por el cuello.
Una ráfaga le voló los dos hombros. Cuando la lluvia de sucesivas llamas de abatió, lanzándolo contra el suelo, no sólo los brazos: todo el cuerpo quedó atravesado. Dieciocho grandes balas disparadas desde el otro lado de la pared le alcanzaron, lo quebraron y le hicieron volar.
La única persona que podía hacer tal cosa era…
—¡Gunslinger!
—Afirmativo. Informativo sobre los daños, duquesa de Milán.
Fue una pequeña sombra la que apareció al lado de Caterina; había roto la pared, convertida ya en un avispero. Su hábito estaba miserablemente desgarrado y se veían las heridas en algunas partes de la piel artificial, pero mantenía el semblante inexpresivo de rasgos nobles y proporcionados.
—Bueno, ahora tres contra uno… ¡Así que lo mejor es para mí!
Junto con la sonrisa intrépida, León lanzó el chakram con ímpetu. Su trayecto estaba dirigido directamente al cuello de Magier, que se encontraba tirado sin brazos.
Se oyó el sonido de la carne rajándose y el líquido corporal chorreando.
—¿¡Cómo!?
El gigante abrió los ojos como platos.
Una pequeña sombra negra intervino entre León y Kämpfer. El chakram se le clavó profundamente en el pecho.
La cabeza del schttenkobold ya había salido volando antes por el ataque directo de la guadaña.
—¿¡Qué broma es esta!? —gritó León, decepcionado.
La sombras oscilaron en el cementerio. Algunas no tenían cabeza y otras estaban partidas por la mitad. Pese a ello, los cadáveres de los künstlicher geist se levantaron simultáneamente.
—Magier, ¿sigues vivo?
—¿Eres tú, Titiritero…? —contestó Kämpfer ante el susurro que le llegó al oído, mientras observaba cómo el grupo de cadáveres se levantaba—. ¿Éste es tu hilo?
—No puedo aguantar mucho tiempo contra tres agentes, pero… date prisa si quieres huir.
Cuando las risillas se alejaron, las balas y los chakram ya habían puesto de manifiesto su existencia emitiendo un sonido agudo. Los zombis resucitados con una vida efímera no tenían nada que hacer contra aquella abrumadora fuerza de destrucción.
En medio del silencio, Kämpfer dirigió la mirada hacia el sacerdote alto.
Los ojos de Abel, que habían recobrado el color de un lago invernal, miraban fijamente a Kämpfer, quien tenía en el rostro una mezcla de muchos sentimientos diferentes: alivio, arrepentimiento, firmeza, vacilación…
—Goethe escribió: «No hay nada tan vergonzoso en el mundo como un diablo desesperado». Da igual. Habrá más…, más…, más oportunidades…
Con un leve murmullo, la sombra de Magier se deshizo en el suelo.
—Área de combate asegurada. Misión cumplida —susurró Gunslinger al convertir el último schattenkobold en una masa de carne.
Los tres religiosos y la cardenal se encontraban de pie. De entre los cadáveres de los schattenkobold, algunos se movían arrastrándose, pero ya habían perdido toda la fuerza para combatir.
—¡Mierda! Se nos ha escapado alguien tan importante como ese maldito. ¡Qué pena! ¡Mira que había venido con la estrategia bien planeada!
—¡Qué remedio! No contábamos con el refuerzo del enemigo en la última fase. Aun así, hemos podido asegurar la integridad de la duquesa de Milán. Tendríamos que estar contentos con este resultado.
Los dos sacerdotes se dirigieron unas palabras el uno al otro, después de descansar las manos tras la lucha. Sus hábitos estaban completamente rotos y tenían cierto aire de veteranos de un ejército que acabara de regresar del campo de batalla. Por lo menos, aparentaban más eso que ser religiosos.
—Entonces, ¿Roma está a salvo, padre Tres?
—No hay heridos ni muertos entre los eclesiásticos superiores, empezando por el pontífice, ni daños en los edificios. El objetivo programado se cumplió al ciento por ciento.
—¡Qué bien! Buen trabajo a los tres.
Tras dar un suspiro de alivio, Caterina observaba a los tres con una mirada insólitamente dulce, pero de repente detuvo la mirada en Abel.
—¿Qué pasa, Abel?
—Na…, nada, sólo…
Apresurado, Abel sacudió la cabeza.
Miró con los ojos medio cerrados a Caterina, Tres y León, que se sostenían sobre sus propios pies a pesar de estar heridos.
Después de pensar lo que debía decir, Abel dijo algo que ni él mismo esperaba:
—Sólo es… que estoy contento.
—¿Contento? ¿Por qué?
—No os entiendo, padre Nightroad. Solicito que introduzcáis la información de nuevo.
—Eh, ¿qué pasa? ¿Te has golpeado la cabeza?
Riendo y con lágrimas en los ojos, Abel miraba a los tres, que, extrañados, tenían el ceño fruncido.
«No hagas nada que no puedas hacer sin ayuda externa, Abel. Todos estamos contigo». Tras repetirle aquellas palabras, continuó:
—No sé cómo decirlo, pero… estoy contento de estar aquí.
Esa vez nadie dijo nada.
Los tres permanecían en silencio, aunque querían decir algo. Tenían el rostro ruborizado.
Después de un rato, sonaron unos pasos apresurados fuera del cementerio…
—¡Mierda! Antes de bajar aquí, ¡les di una paliza a unos carabinieri!
—Afirmativo. Yo también.
—Bueno, todavía tenemos que limpiar el resto. Al salir al exterior, nos pondremos en contacto con Kate. Hay que solicitar al obispado de Colonia la detención del arzobispo D'Este.
Los tres empezaron a moverse con el semblante aliviado y salieron del cementerio con más prisa de la necesaria.
—Por cierto, padre León, respecto a los carabinieri, os dejo a vos que les expliquéis nuestras circunstancias. Yo me encargaré de seguir vigilando.
—¡Eh, espera!, eso no es justo…
Justo antes de salir del cementerio siguiendo a sus subordinados, Caterina miró hacia atrás, al sacerdote que se quedaba inmóvil y solo.
—¿… Qué ocurre, Abel? Ven conmigo.
—Vale… Vámonos —contestó Abel, levantando la cabeza.