I

Caerán a cuchillo: sus niños serán estrellados, y sus preñadas serán abiertas.

Oseas 13,16

En medio de las tinieblas, la voz resonaba con el peso de los siglos.

Sin embargo, un buen observador habría captado un terror sutil que emergía en el rostro lleno de arrugas del anciano vampiro. El methuselah vestido de negro, Thierry d'Alsace, conde de Bruselas, era el cabecilla de los Cuatro Condes, la organización criminal clandestina basada en la Alianza de las Cuatro Ciudades, y al parecer se temía algo.

—Pobres Karel Van der Welf y los compatriotas de Amsterdam… Pero no pensaba que un solo terrano fuera capaz de matar a más de diez methuselah. Sinceramente, aún no me lo puedo creer.

—Por desgracia, es una verdad incuestionable, señor.

La voz del hombre del traje blanco, Guy de Granvel, conde de Brujas, era también sombría. Levantó las gafas de montura plateada, tal vez para ocultar su semblante preocupado.

—Según los testigos, un solo religioso mató a nuestros compatriotas de Amsterdam. Probablemente, fuera en venganza por el sacerdote asesinado en Oude Kerk…

—Bueno, Karel se lo merecía. Ese idiota mató al sacerdote y, por eso, ahora tenemos problemas —escupió con voz aguda el conde de Amberes.

Hans Memling se encontraba justo al otro lado de Guy, con D'Alsace de por medio. El joven methuselah, aspirante a artista, se llevaba bastante mal con Karel cuando éste aún vivía. Las arrugas de la nariz no eran en solidaridad por el fallecimiento de su compatriota.

—Ay, ese zopenco nos sigue dando la lata aún después de morir… ¿Y el hombre que mató a Karel? ¿Ya ha regresado a Roma?

—Todavía no tenemos la confirmación. La policía de la Alianza le sigue las huellas, pero no tenemos ninguna pista del autor…

—La policía… ¿No será un trabajo demasiado complicado para ellos?

Memling hizo un ruido burlón. Jugueteando con una rosa que llevaba prendida en el pecho del esmoquin carmesí, emitió una carcajada desagradable.

—Si el tipo fue capaz de destruir Amsterdam, ¿crees que esos torpes podrán detenerle?

—¿… No te has pasado un poco, llamándonos torpes, conde de Amberes?

El que dejó entrever su rencor en voz baja era el único hombre que se había mantenido en silencio dentro del grupo.

El rostro lleno de cólera, bajo el anaranjado cabello mal peinado, parecía tener unos treinta años. La enorme mandíbula le daba ciertamente personalidad a su semblante duro, pero, en honor a la verdad, era feo. Sin embargo, su cuerpo de alta estatura era musculoso y robusto, y parecía estar siempre alerta.

El hombre lanzó una mirada penetrante que atravesó al vampiro de escarlata, y dijo, levantando apenas el tono de voz:

—En primer lugar, el origen de todo fue todo vuestro mal comportamiento al asesinar al sacerdote de aquella iglesia. Simplemente, nosotros estamos pagando por ello. Os ruego que no lo olvidéis.

—¿«Os ruego que no lo olvidéis»? ¿¡Cómo te atreves, Jan Van Meeren!?

Memling sonrió, gangoso, pero casi gritando, y rompió con la boca los pétalos que sujetaba. Sus largas garras emitieron un sonido siniestro.

—Pero ¿cómo un aristócrata mediocre como tú puede tener el cargo de superintendente general de la policía? No quiero que te olvides del favor que te estamos haciendo periódicamente con los méritos.

—¡Os he devuelto esa ayuda con creces!

Enfrentándose en solitario contra los tres methuselah, el joven, Jan Van Meeren, superintendente general de la policía de la Alianza de las Cuatro Ciudades, no cedía en absoluto. Sacando de manera desafiante la mandíbula hacia arriba, lanzó una mirada severa cara a cara hacia los ojos de Memling, que parecían de cuarzo.

—¿¡Cuánto esfuerzo creéis que estoy haciendo cada vez que tengo que borrar las huellas de vuestros crímenes!? Sobre todo tú, conde de Amberes. ¡Lo que me da más trabajo es arreglar los restos de tus actividades artísticas! ¿¡Por qué no dejas ya esas tonterías de mal gusto!?

—¿¡De… de mal gusto!? ¡Oye, Van Meeren! ¿¡Cómo te atreves a hablarme así, siendo tú un sucio traidor!?

La ansiedad que mostraba Memling en el rostro era prueba de que su fama de desequilibrado entre los Cuatro Condes era merecida. Si no hubieran estado hablando por videoconferencia, habría cortado en pedazos al terrano descarado. Mostrando los colmillos entre los finos labios, siguió gritando:

—Entonces, déjame que te pregunte una cosa: ¿quién nos vino llorando, para arrebatarle el cargo de superintendente general de la policía a la familia Watteau? ¡No me he olvidado de aquella noche en la que alguien nos visitó con información interna acerca de la familia! Además, no les robaste solamente la silla del cargo de superintendente general, tu mujer era…

—Basta, Memling. No hay tiempo de discutir entre nosotros.

La voz, llena de dignidad, tenía un tono aburrido. D'Alsace frenó a su compatriota, que chillaba en plena histeria, y se volvió hacia Jan.

—Y vos también, superintendente general. Entiendo vuestras quejas, pero si no se calman las cosas, el gobierno de la Alianza ya no podrá ignorarlo más y emprenderá una investigación más seria.

—Cuando esa situación llegue, tampoco estará a salvo vuestro cargo como superintendente general de policía. Señor Van Meeren, estamos todos en el mismo barco. ¿No os parece que tendríais que mostrar algún resultado lo antes posible, por vuestro propio bien?

La voz de Guy, quien había relevado a D'Alsace, tenía una profundidad que calmaba a los oyentes. Jan no podía hacer otra cosa que asentir, aunque a regañadientes.

—Eso ya lo sé. Os prometo hacer todos los esfuerzos posibles para continuar con la investigación acerca del sacerdote…, pero os solicito que no hagáis nada llamativo. Con franqueza, no podríamos encargarnos de más problemas.

—De acuerdo. Cuando tengáis noticias sobre el religioso, nos las comunicáis. De la venganza de nuestro compatriota, nos encargaremos nosotros. ¿Qué os parece a vosotros dos?

—No hay nada que objetar.

—Haz lo que quieras.

Ante las palabras de Guy, D'Alsace mostró su acuerdo de mala gana. Memling seguía mirando hacia otro lado, refunfuñando por el desprecio ante sus actividades artísticas, pero no se opuso abiertamente. Asintiendo con honradez, el methuselah vestido de blanco volvió hacia el superintendente y dijo:

—Entonces, superintendente, esperamos tener buenas noticias. No lo dejéis escapar.

—De acuerdo. Si ocurre algo, os lo comunicaré.

En cuanto las imágenes de los tres vampiros se deshicieron en partículas de luz, Jan se quitó con violencia la máscara que le cubría la mitad superior de la cara y la lanzó sobre la mesa. Los Cuatro Condes le habían prestado la máscara en la que estaba incorporada la videoconferencia.

—¡Malditos monstruos! ¡Son unos egoístas!

El hombre chasqueó la lengua y dio una fuerte patada a una silla. Haciendo caso omiso a la silla tapizada de lujoso cuero que había caído, salió a la terraza y suspiró profundamente, aspirando el aire lleno de aromas marinos. Delante de él se extendían el puerto, donde no cesaban de entrar y salir los barcos, y el animado centro comercial, lleno de tiendas.

Amberes era una ciudad portuaria histórica, que ocupaba una zona de la Alianza de las Cuatro Ciudades.

Las grandes y pequeñas ciudades que se encontraban esparcidas por la región de Nederland entre las fronteras con los reinos Germánico y Franco habían pactado mutuamente una alianza que habían mantenido durante cien años en forma de federación blanda. Los que gestionaban el grupo de las ciudades libres eran un Parlamento formado por grandes comerciantes, llamados regent, y funcionarios hereditarios. De la gestión de la policía y la defensa nacional se encargaban familias especializadas en negocios militares: los llamados aristócratas mercenarios. La familia Van Meeren, encabezada por Jan, era una de ellas.

Diez años antes, unos vampiros habían atacado el castillo de la familia Watteau de Brujas, heredera del cargo de superintendente general de la policía y casa tradicional de aristócratas mercenarios. En una sola noche, aniquilaron a toda la familia. Justo después de la catástrofe, fue Jan, el superintendente general adjunto de entonces, quien recuperó la seguridad de la Alianza en tal estado de caos. Aquello le valió ser nombrado superintendente general de la policía, el más joven de la historia y, desde entonces, la familia Van Meeren había monopolizado toda la gestión policial, en sustitución de la familia Watteau.

Sin embargo, últimamente había empeorado mucho la reputación de la que Jan gozaba dentro del gobierno, porque no era capaz de detener la ferocidad de los Cuatro Condes, la unión de clanes de vampiros que había cobrado fuerza en los bajos fondos, después de la desaparición de la familia Watteau. Una parte del parlamento ya había empezado a maniobrar para reemplazar a Jan.

«Si el Vaticano interviniese seriamente justo en ese momento…».

Jan lanzó una mirada dolorosa hacia el patio. En los ojos castaños se reflejaban el césped de un verde nítido que llenaba el gran jardín y las dos sombras que sonreían sobre la hierba. Eran una mujer delgada, con el cabello rubio pálido, y una niña que hacía una corona de flores a su lado.

Jan observó vagamente cómo conversaban animadamente las dos bellezas, que se parecían por su nariz bien formada, y dijo con voz sombría:

—Si el Vaticano descubriese el vínculo con los vampiros, será mi fin y lo perdería todo, hasta a Rachel y a Marie, y todo…

¡Vader![14]

Una voz chillona detuvo los oscuros pensamientos del superintendente general.

—¡Mira, vader! ¡Lo he hecho yo!

—¿Te pasa algo, cariño? Tienes mala cara.

Ante la voz que le llamaba, Jan dirigió de nuevo su atención hacia el patio. Al lado de su hija pequeña, que levantaba con orgullo una corona de flores, su mujer le miraba preocupada, recogiéndose el cabello.

—¿Te encuentras mal?

—¿Hmmm? ¡Ah!, no es nada, Rachel. Estaba pensando en algo.

Jan forzó con dificultad un semblante alegre ante la mirada extrañada de Rachel Van Meeren, su mujer.

—Es que el mes que viene es el cumpleaños de Marie, ¿verdad? Estaba pensando a quién invitaría a la fiesta, además de la mujer del alcalde, los diputados y los directores de los bancos… Hay que pensar mucho.

—¿Mi fiesta de cumpleaños?

Al oír las palabras de su padre, la hija mostró una sonrisa muy dulce. Tanto en el cabello rubio como en la mandíbula fina, se parecía mucho a Rachel. Seguramente, de mayor sería igual de guapa que su madre.

—Vader, ¿este año podrás venir a mi fiesta de cumpleaños?

—Por supuesto que sí —asintió Jan a su querida niña, con una sonrisa dulce que contrastaba con su rostro terrorífico.

—Este año vamos a invitar a mucha gente. Vader también tiene que saludar a los invitados… Oye, Marie, dile a moeder que te compre un vestido nuevo. Ve con ella al centro para que te compre el mejor vestido.

—¿De verdad? ¡Yupi!

Su hija aplaudió con las pequeñas manitas, riendo con una voz que recordaba al sonido de una campanilla, y dio un paso de baile, girando sobre sí misma. Alborotada inocentemente por la alegría, se puso a hablarle a su madre. Jan observaba a madre e hija con los ojos medio cerrados. Era una escena llena de paz. ¡Ojala aquella vida plácida pudiese durar para siempre!

—Bueno, ¡manos a la obra! Podéis iros ahora de compras, así tendréis casi toda la tarde y podréis volver a casa al anochecer.

Levantando el cuerpo de la barandilla, Jan dio una palmada.

—Mientras tanto, yo voy a terminar un asunto de trabajo. Cenaremos juntos, Marie.

—¡Vale, vader!

La hija asintió con entusiasmo y se fue corriendo con la corona llena de flores recién hecha en la cabeza. Después de observarla con una sonrisa que delataba que era una persona a la que gustaban los niños, Jan se disponía a retirarse a su despacho cuando…

—Cariño…

Una voz preocupada detuvo sus pasos.

Al volverse, Rachel le miraba desde el patio con un rostro intranquilo.

—¿Estás tan ocupado con el trabajo? Te veo muy cansado estos últimos días… ¿No estás trabajando demasiado?

—… No te preocupes, Rachel.

Con el cabello anaranjado ondeando al viento, Jan sonrió, ojeroso, con cierta amargura.

—Últimamente, tengo unos asuntos burocráticos muy aburridos. Por su culpa, me toca dormir menos. Nada más. No te preocupes.

—Pero…

Su mujer seguía mirándole sin estar convencida. El superintendente general le sonrió con poca destreza con sus labios gruesos.

—Que estoy bien. Ya casi lo tengo terminado. Me queda echar un vistazo a unos documentos y firmarlos. ¡Tengo una idea! ¿Os acompaño a las compras?

—¿Eh? Pero debes de estar cansado…

—Las sonrisas de Marie me quitan el cansancio. Entonces, esperad un momento, voy a terminar esto primero. Luego, salimos los tres. Cuando terminemos con el vestido de Marie, iremos de compras y pasearemos por el centro… ¡Hmmm!, ¿qué te parece ir a cenar los tres? En los últimos tiempos, he estado tan ocupado que no he podido comer con vosotras.

Rachel volvió a mirar la ruda sonrisa de su marido. Abrió y cerró la boca unas cuantas veces para pronunciar unas palabras, pero al final asintió sin decir nada. Jan, dando un suspiro de alivio por dentro, zanjó la conversación de modo unilateral.

—Vale. Entonces, estate preparada con Marie. Yo bajaré enseguida. ¡Ah!, dispón el carro de caballos, que últimamente la ciudad está peligrosa.

—De acuerdo.

Rachel no se opuso. Simplemente, asintió con una voz ensimismada hacia la espalda de su marido, que ya iba camino del despacho:

—No trabajes demasiado.

—Yo no trabajo demasiado… mientras os tenga a vosotras…

Jan murmuró al final de la frase y sacudió una mano de espaldas. De nuevo, se sentó en la mesa del despacho, oyendo cómo se alejaban del patio la voz alborotada de su hija y la de su mujer, que reñía a la niña.

—… ¡Uf!

Dio un profundo suspiro y apoyó la cara en las manos cruzadas.

Marie estaba a punto de cumplir cinco años y ya aparecían peticiones matrimoniales. En ese sentido, quería que saliese bien la fiesta de cumpleaños, pues se trataba de su debut en sociedad. Jan había tardado bastante en tener un compromiso matrimonial por ser un aristócrata mediocre. Por eso quería que su hija se casase con el hijo de alguna familia distinguida, para crear un hogar feliz; y para ello, en ese momento, tenía que evitar cualquier escándalo.

—… Jan Van Meeren.

La voz dirigida hacia la espalda del hombre pensativo resonó como si fuera un filo afilado de acero.

Al girarse, Jan se dio cuenta de que había sido imprudente dejando abiertas las ventanas de la terraza. Del mar entraba la brisa fresca, como siempre. Sin embargo, sobre el cielo azul destacaba una silueta oscura y siniestra, como excavada en la mismísima noche.

—¿Quién eres tú?

Al pronunciar lentamente la pregunta, Jan ya tenía el semblante de un soldado.

Bajando los hombros con total naturalidad, deslizó una mano hacia la espalda que le colgaba de las caderas. Como espadachín, sus habilidades eran excelentes, dignas del heredero de una línea de aristócratas mercenarios que habían luchado generación tras generación contra hombres violentos. Pero si había podido colarse en su mansión, estrictamente vigilada, el intruso no podía ser una persona normal y corriente. Jan movió poco a poco el centro de gravedad hacia la parte inferior del cuerpo, al acecho de un posible descuido de su oponente.

—Sin previa cita, yo no recibo a nadie a quien nunca haya visto antes. Vete a hablar primero con mi secretaria.

—No es la primera vez que nos vemos.

De los labios del intruso había salido una voz chirriante.

Entre la larga barra de hierro que tenía agarrada con la mano derecha y la sombra de la capucha calada, no se veía su rostro, pero su edad parecía similar a la de Jan, o incluso podía ser un poco más joven. En el fondo del rostro ensombrecido brillaban siniestramente unos ojos del color del jade. Tal vez las llamas del purgatorio reluzcan con aquel color.

—O quizá nos vemos por primera vez ahora, Jan Van Meeren. El que está delante de ti es…

—¡… Uuuuf!

En medio de las palabras del otro hombre, Jan lanzó un resoplido enérgico. Al mismo tiempo que la silla caía al suelo, apartada de un puntapié, la espada emitió un destello al salir disparada hacia la sombra del intruso.

Sin embargo, lo que se oyó no fue el sonido de la carne rajándose ni de la sangre rezumando. Fue un ruido extraño y penetrante, metálico y agudo a la vez, al rebotar la espada de Jan sobre la barra de hierro que sujetaba el hombre.

—¿¡Ha parado el golpe!?

Ante la tremenda fuerza, Jan abrió los ojos mientras perdía el equilibrio por la postura con la espada.

En el territorio de la Alianza no había nadie que le superara en velocidad a la hora de desenvainar la espada. Mejor dicho: sí que hubo alguien pero, desde que murió aquel hombre diez años atrás, Jan estaba orgulloso de ser invencible en aquel aspecto. Aunque todavía no lo había probado con los vampiros, estaba convencido de que podría con ellos si se lo propusiera. Sin embargo, ¡aquel hombre lo había evitado con tanta facilidad…!

—Como siempre, te sobran los movimientos inútiles, Jan.

El hombre sonrió hacia el superintendente general, que estaba completamente inmóvil y confuso.

En cuanto había desenvainado la espada, el hombre se había colocado a la izquierda de Jan, es decir, en un ángulo muerto muy peligroso para la técnica del superintendente. Eso significaba que el contrincante ya había previsto su ataque, pero Jan no tuvo ni tiempo de pensarlo. Tenía los ojos muy abiertos, como si hubiera visto a un muerto resucitado.

—¿¡Hu…, Hugue!?

Jan se quedó sin palabras, con la cara del hombre rubio reflejada en los ojos.

—¡Hugue de Watteau! ¿¡Por qué estás…!? ¡Ah!

Un fuerte viento golpeó de frente al joven aristócrata, que a punto estuvo de morirse del susto. Cuando Jan se dio cuenta del ataque de la barra de hierro sobre su pecho, ya había caído de espaldas grotescamente, con un sonido como de haberse roto una vértebra.

—¡… Cuánto tiempo, Jan!

El hombre murmuró con frialdad, mientras le clavaba la barra de hierro al superintendente general, que se retorcía por el intenso dolor.

—¿O tengo que llamarte señor superintendente general? De todos modos, te felicito por el ascenso.

Aguantando el dolor, Jan miró al intruso. El cabello rubio ondulado, el blanco rostro demasiado bello como para ser un hombre y los melancólicos ojos del color de jade… Era imposible equivocarse: era Hugue de Watteau, el hijo mayor de la familia Watteau, amigo de Jan de toda la vida y el único rival al que nunca había podido vencer.

Pero había muerto diez años atrás… ¿¡Cómo podía estar allí!?

—Pero ¿qué has estado haciendo estos últimos diez años, Hugue? —Jan exprimió la voz a duras penas, con el corazón encogido ante aquella mirada fría como el hielo—. Podías haber contactado conmigo… Yo estaba muy preocupado…

—¿Qué estabas preocupado?

De pie, con la cabeza levantada, Hugue tenía los labios partidos como la luna creciente.

—Lo que realmente te preocupaba era tu rango social, ¿no, Jan? ¿¡Temías que yo te arrebatara la sucia gloria que habías conseguido después de vender a mi familia a los vampiros!?

—¡Ah!

Cuando vio que los brazos del vengador se movían ligeramente, Jan lanzó un grito sordo. Hugue le golpeó con ímpetu en la boca del estómago y le dijo unas palabras llenas de maldad y odio al hombre, que se doblaba por la cintura.

—¿Te duele? Debe de dolerte. Pero el sufrimiento de mi familia es mucho mayor que esto…

El joven, observando con una mirada fría a su viejo amigo, que vomitaba por el intenso dolor, movió un poco las manos. La barra de hierro se partió, emitiendo un sonido metálico claro, y unos rayos blancos de luz surgieron de la brecha y crearon una sombra atroz sobre el bello y elegante rostro. Sacando la larga espada, escondida en el interior de la barra de hierro, con el filo hacia arriba, Hugue gritó de un modo repugnante y con voz ronca:

—¡Por fin, vengaré a mi familia…! ¡Muere con sufrimiento, Jan Van Meeren!

—¡Es…, espera! ¡escúchame, Hugue! ¡De mí también se aprovecharon los Cuatro Condes!

—¡No tengo oídos para escucharte!

Junto con un profundo rencor, blandió el filo blanco, arremolinando el viento a su alrededor, pero la voz calmada de una mujer llamando a la puerta interrumpió de improviso su ataque.

—… Cariño, ¿se puede?

Cuando los dos hombres levantaron la mirada, la puerta ya estaba abierta. Una sombra delgada permanecía de pie, sin protección.

—¿Qué tal vas con el trabajo? Es que Marie está muy pesada, preguntando qué hace papá…

—¡No…, no entres!

Jan se olvidó completamente del arma que tenía a escasas micras de distancia.

—¡No entres, Rachel!

Pero el espadachín, que se encontraba de pie, también se olvidó de su rival.

—¿¡Rachel!?

Jan vio de reojo cómo el semblante malvado de su antiguo amigo mostraba una enorme sorpresa justo cuando vio a la mujer.

—¿Eh…?

Y la expresión reflejada era exactamente igual que al de la mujer de Jan. Rachel iba a gritar ante la espada dirigida hacia su marido, pero al ver la cara de quien la sujetaba, los labios se le quedaron paralizados.

—No puede ser… ¿Hugue?

—¡Contigo seguiremos otro día, Jan Van Meeren!

La larga espada giró como por arte de magia. Guardando el arma letal, el hombre murmuró hacia su contrincante, que aún permanecía tumbado:

—Ven esta noche a las diez tú solo al lugar donde nos vimos por primera vez. Si no vienes, ¡haré pública tu relación con los vampiros!

—¡Eh, es…, espera!

No era Jan quien había gritado con un alarido. Era Rachel quien, como si hubiese despertado de un hechizo, emitió un grito hacia la sombra negra que se había lanzado hacia la terraza.

—¡Hugue! Espera… que tengo que hablar…

—¡… Deja, Rachel!

Jan pudo ponerse de pie a duras penas, delante de su mujer, que se había puesto a correr detrás de la espada, y la abrazó, nervioso.

—¡Es peligroso! ¡No le sigas! ¡No le sigas!

—Pero, cariño…, ¿¡qué hacía Hugue…!?

—¡No! ¡Ése no era Hugue!

Abrazando con fuerza a su mujer, que forcejeaba, Jan por fin pudo decir unas palabras con sentido.

—No, Rachel… Era un simple terrorista. Seguramente quería asesinarme. Ha entrado de repente y…

—¿Terrorista? Pero esa cara era…

—Yo también me quedé atónito al principio. Pero Hugue murió hace diez años. ¿Cómo puede venir aquí una persona muerta? Será otra persona que se parece a él.

Jan continuó hablando con vehemencia ante su mujer, que aún no parecía convencida del todo. Extendiendo la mano hacia el teléfono de la pared, se dispuso a dar unas órdenes.

—De todos modos, voy a llamar a más personal para reforzar la vigilancia de la casa. Todavía puede ser que esté cerca… Rachel, quédate con Marie. ¡Ocurra lo que ocurra, no le quites los ojos de encima!

—Pe…, pero… De acuerdo.

Rachel aún mantenía el semblante tenso, pero pareció recuperar un poco la razón al oír el nombre de su hija, y asintió como una marioneta, mientras abría y cerraba nerviosamente las manos agarrotadas.

—Yo estaré con Marie…, pero ten mucho cuidado.

—Sí… Te quiero, Rachel.

Jan observó cómo su mujer, pálida, salía con rapidez de la habitación, y marcó el teléfono con una mano temblorosa. Los segundos, hasta que se estableció la conexión, le parecieron eternos.

«Hugue… ¡No puedo creer que estés vivo!».

«¡Hugue!».

¿Qué era aquel sentimiento que le había aparecido a su mujer en el rostro?

No era una expresión de asombro, ni de melancolía por un viejo amigo. Eran sentimientos más frescos y también más intensos. Hugue también tenía exactamente la misma expresión que Rachel en la cara. Eran los sentimientos que tienen los que han sido novios…

Se estableció la conexión. A continuación, se oyó una voz alta, aguda y desagradablemente nasal.

¿Ja?

—… Habla Van Meeren.

Después de un profundo suspiro, Jan emitió su respuesta con una voz temblorosa hacia el auricular del teléfono.

—¿Puedo robarte un momento? Respecto al asesinato del conde de Amsterdam, tengo una información muy valiosa que…

La saliva que había tragado era tan amarga como un veneno.