IX

El cuerpo de Kämpfer se habría partido en dos si la flecha de Belial, que estaba a punto de ser lanzada, no le hubiera servido de protección cuando el ataque lateral rompió el escudo de Asmodeo.

—¡…!

La espalda de Magier, lanzado junto con la arena ferruginosa y electrizada, emitió un sonido sordo. Se golpeó contra la lápida del fondo del cementerio y rompió la estatua de la Virgen de mármol blanco. La cruz, derrumbada con estruendo, arrancó parte del suelo y levantó una gran nube de polvo.

—Vaya, es sorprendente. Todavía le quedaba tanta fuerza…

¿Qué fuerza era aquella? Kämpfer se levantó con cierta torpeza y miró a través del humo blanco con dificultad. ¿Sería Caterina la sombra delgada que yacía delante de la puerta? Seguramente, no tenía conciencia, porque ni se movía. Entonces, ¿quién era el otro?

—¿Adónde miras?

La voz, emitida desde encima de Magier, carecía por completo de afectuosidad, como si fuera una voz inhumana, carente de sentimientos.

Lo que entró en el área de visión de Kämpfer al levantar la mirada fueron infinitos ángeles que llenaban el techo. Pintados con minuciosidad, varios mensajeros de Dios alababan la gloria del cielo, agitando sus alas blancas.

Sin embargo, había un ángel corrompido, moviendo las alas de azabache, cuyos ojos rojos le maldecían.

—… Así que éste es el verdadero aspecto que tienen ustedes.

Eso era Abel, o mejor dicho, lo que antes era Abel.

De los ojos de color rubí del religioso, que agarraba la guadaña de doble filo con las manos, parecían rezumar lágrimas de sangre. Lo que sobresalía de la espalda, rompiéndole el hábito, eran unas alas negras que medían casi tanto como él.

—Mucho gusto, Krusnik 02… Por fin, he podido conocerle.

En respuesta al monólogo de Kämpfer, al ángel corrompido se le hincharon las alas.

Cada ala se infló absorbiendo el aire electrizado al mismo tiempo que emitía un brillo blanco azulado. A medida que aumentaba el resplandor de la luz siniestra, los destellos empezaron a romperse uno tras otro. La pintura del fresco, en ebullición, se fue evaporando lentamente.

—Un generador vivo de energía eléctrica de megavoltios… ¡Es sorprendente! Pero no puede derrotarme así.

Una voz despiadada contestó a Magier, tal vez porque oyó la risa burlona:

—Muere.

En ese momento salió con ímpetu una corriente blanca azulada hacia la tierra.

Sin embargo, en ese instante, Kämpfer se había protegido la cabeza con la arena ferruginosa que había reunido. Con independencia del voltaje que tuviera, no podía penetrar esa protección, puesto que, al fin y al cabo, se trataba de un ataque con electricidad.

—¿¡Hmmm!?

Justo cuando la ropa negra se rompió, emitiendo un sonido rasgado, el pecho se partió en dos. Además, el impacto le había lanzado unos metros más allá. Ni siquiera al caer contra el suelo, Kämpfer entendía lo que había ocurrido.

—Imposible hacer un cálculo del daño… ¿¡Qué ha sido esto!?

Si hubiera sido una persona normal y corriente, se la habrían roto todos los huesos del cuerpo y se habría convertido en un pudín de color carne. Aún tumbado en el centro de la grieta, Kämpfer miró hacia arriba.

Entre las alas, negras con los relámpagos blancoazulados, y él, se desplegaba la protección de la arena ferruginosa. Ningún ataque podía pasar a través de la protección…

—Sí, hay una manera. El corte de la descarga… ¡Un impacto por el spark gap!

Esa vez en el rostro de Magier, que miraba hacia arriba, se percibió una pequeña admiración.

El spark gap, o explosor, ocurre cuando se produce una descarga fuerte entre dos electrodos y la presión del aire ionizado converge en un punto del espacio. Su impacto, dependiendo del tamaño de la descarga, en teoría puede partir una catedral. El monstruo que se encontraba arriba podía manejar libremente ese punto convergente con cierta habilidad…

—¡Magnífico! —se lamentó Magier, observando los ojos sin brillo que parecían los de un pez muerto—. ¡De verdad, magnífico! ¡No pensaba que un Krusnik fuera tan…!

De los labios finos, que abría y cerraba insólitamente excitado, salieron unos gemidos sordos, porque el filo invisible volaba de continuo, atacándole por todas las partes del cuerpo. La lápida, diseminada, salió por los aires como si hubiera recibido un cañonazo directo. En medio de la tempestad del ataque y del aire ionizado que se esparcía, Abel dio un gran salto. El puño del aire solidificado golpeó sin piedad a Magier y le rajó.

Y…

De repente, vino el silencio.

—¿…?

¿Habría terminado todo?

En medio del montón de escombros, Kämpfer extendió la mano para apartar los pedruscos que le aplastaban, y en ese momento…

—¿¡Ah…!?

Alguien le pisó el pecho abierto con una tremenda fuerza.

Los ojos rojos como la sangre estaban mirándole.

Las alas ya habían desaparecido de la espalda, pero tenía agarrada la guadaña de doble filo con las manos.

Abel, o lo que antes había sido Abel, observaba a Magier, que seguía inexpresivo, sin moverse.

—En verdad, excelente… —La voz de Kämpfer era aún calmada, y le devolvió la mirada de un muerto a Krusnik—. Con sinceridad, es usted magnífico, don Abel. Me ha vencido. Máteme como venganza por aquella hermana.

Manteniendo el silencio, aquel ser levantó la guadaña. El filo, del color de una cuchilla, estaba apuntando a la cabeza de Kämpfer, que se encontraba justo a sus pies. Si el filo descendía, la cabeza de Magier se partiría en dos. Aún con más fuerza, cerró los dedos con los que tenía agarrada la guadaña, emitiendo un sonido chirriante.

Pero no pasó nada después.

No se oía nada, ni un zumbido rajando el viento ni un rugido violento. Simplemente, llegaba un ligero sonido de que algo temblaba.

—¿…?

Los ojos teñidos de rojo seguían observando a Kämpfer, quien había levantado la mirada, extrañado porque notaba cómo estaba recobrando gradualmente la temperatura corporal.

—… Hice una promesa hace tiempo —murmuró con dolor la cosa —… de no matar a nadie más. Así lo prometí.

—¿Hizo una promesa?

No era ni una maldición ni un grito. Desconcertado por la profunda tristeza que contenía la voz, Kämpfer le preguntó:

—¿Dice que hizo una promesa?

Las mejillas le temblaban ligeramente y los párpados cerrados llevaban grabada una profunda sombra, como si estuviera a punto de surgir entre ellos una pasión violenta que le rompiera la garganta.

—Así es… Lo prometí hace mucho tiempo. Ya no mataré a nadie ni dejaré que nadie muera. Juré que expiaría mis crímenes.

A pesar de sus palabras, la guadaña que sujetaba con los brazos estaba a punto de caer encima de la cabeza de Kämpfer. El monstruo retiró sus manos, mordiéndose los labios.

—Yo ya no mataré a nadie. Ni dejaré que maten a nadie… Por eso, ¡dime cuál es la manera de pararlo! ¡Dímelo, por favor! ¡Ya no quiero matar a nadie más! ¡A nadie más!

En el bello rostro de Magier, apareció como una leve emoción, mientras cómo Abel gritaba de dolor. ¿Era compasión? De hecho, la voz con la que le contestó al padre tenía una dulzura infinita.

—De acuerdo… Se lo diré.

Kämpfer abrió la boca con descortesía, manteniendo la mirada fija en los ojos rojos.

—La única forma de detener el Ruido Silencioso es parar el chip de control.

—¿El chip? ¿Dónde está?

—Aquí está.

Kämpfer se señaló el pecho bajo la camisa rota. Era tan blanco como si no hubiera recibido nunca ni un rayo de sol.

—Aquí… El chip de control está dentro de mí.

—¿Cómo?

La mirada de Abel se movió como si se hubiera quedado perplejo.

«¿Dentro de él? Es decir…».

Magier levantó los labios, manteniendo la mirada de Abel.

—El chip que se encuentra dentro de mí controla continuamente mis constantes vitales. En el momento en que muera, el chip también dejará de funcionar. Es decir, para detener el chip, hay que matarme. ¿A qué es fácil? Muy fácil.

¿¡!?

Los ojos de Abel se abrieron como platos.

«Para detener el chip, hay matarme»… «¿Dice este hombre que le mate?».

Aquélla era la manera como sonreiría un diablo que consiguiera que un humano firmara un contrato. La sonrisa de Magier era de completa satisfacción.

—¿Qué va a hacer? Entre Roma y yo, ¿a quién elige?

—Maldito…

La guadaña tembló ligeramente.

Si dejaba vivir a ese hombre, Roma sería destruida y miles de personas perdería su vida. Para salvar Roma, debía matarle. Eligiera lo que eligiera, traicionaría la promesa que le había hecho a ella.

—¿¡No hay… otra forma!?

—Nein. La única libertad que tiene es elegir para quién es la muerte.

Su declaración fue triunfante, pero inquebrantablemente calmada. Fue justo en ese momento cuando repicaron las campanas encima de Magier.

Eran las campanas de la misa matinal, ya que por fin amanecía.

—El Ruido Silencioso se pondrá en marcha al amanecer, es decir, cuando terminan de dar las tres campanadas.

Abel levantó la mirada como si hubiera perdido la calma. Mientras tanto, la segunda campanada estaba empezando a sonar.

—Queda tan sólo una. ¿Qué va a hacer, padre?

—Yo…, yo…, yo…

Abel resolló, lanzando una mirada confusa a Magier.

Era cierto: si le mataba, lo solucionaría todo.

Podía salvar Roma y a la querida gente que vivía allí; de ese modo, respondería a la confianza que sus compañeros habían depositado en él arriesgando sus vidas. Además, Kämpfer era un asesino abominable. Había matado a innumerables personas, había destruido ciudades y había asesinado a Noélle. ¿Aquel hombre merecía vivir? ¿Qué razón había para vacilar? Era correcto arrebatarle la vida por las personas que le querían y las personas a las que quería él. ¡Era una decisión absolutamente correcta!

«Aun así, yo…».

¿De quién era la cara que había aparecido en sus párpados al cerrar los ojos?

¿Gente a la que proteger? ¿Gente a la que no podía proteger? O…

Sonó la tercera campanada.

—Es la hora.

Provocando un remolino, la guadaña descendió sobre la cabeza de Magier, que sonreía con desprecio.