«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». La basílica de San Pedro, construida sobre la tumba del santo, el primer discípulo de Cristo y el primer pontífice, era una gigantesca lápida sepulcral.
Juan Pablo II había luchado contra el comunismo que dominaba la mitad del mundo antes del Armagedón. Decían que Inocencio XVI había sufrido martirio a principios de la era de las tinieblas, cuando comenzó la lucha contra los vampiros. Silvestre XIX dirigió la XI Cruzada. La mayoría de los papas que se habían sucedido descansaban en paz en la cripta, que tenía más de treinta metros de altura y era tan amplia como la propia basílica. El espacio estaba dividido por las tumbas de los pontífices, y allí se encontraba el féretro de piedra y la lápida.
«Ya han pasado cinco años desde entonces…».
En consonancia con las obras que el difunto había realizado durante su vida, la tumba de Gregorio estaba adornada con lujo. Delante de la lápida, enorme como una pequeña montaña, Caterina permanecía en silencio.
Para ser sinceros, Caterina nunca había tenido sentimientos familiares hacia su padre biológico. Desde que había llegado, diez años atrás, de Milán a Roma con catorce años hasta la muerte de Gregorio, casi nunca le había hablado.
¿Y él? ¿Sentía cariño hacia la hija de una de las cientos de amantes que había tenido? Ahora ya no tenía importancia.
—… Perdona por haberte hecho esperar, Caterina.
La voz ronca de un hombre interrumpió aquellos pensamientos incoherentes. La puerta que daba al pasillo se abrió ligeramente y se cerró en seguida. Caterina bajó de forma ceremoniosa la cabeza hacia el hombre que había entrado.
—Perdonad por la descortesía de anoche, arzobispo.
—No te pongas tan ceremoniosa, Caterina. Aquí estamos solos tú y yo.
Mostrando una generosa sonrisa, Alfonso cogió a su sobrina de la mano.
—Perdona que te haya llamado de repente. ¿No estabas dormida?
—No, pero… ¿a ti no te importa levantarte a esta hora?
Faltaban diez minutos para que amaneciera.
«Alfonso estará presente en la misa matutina que comenzará al amanecer. ¿Cuál será el motivo para llamarme a mí, su sobrina, en un lugar como éste?».
—El mensajero me ha comentado que querías tener una conversación conmigo. ¿De qué se trata?
—De eso iba a hablarte… ¿Qué opinas del Vaticano actual?
—¿Qué opino yo…?
Caterina frunció el ceño sin entender la intención de su tío. No era la pregunta en sí lo que no comprendía, sino por qué quería cotillear con su sobrina justo cuando se encontraba recluida. Aunque era insólito en ella, siendo una persona de elevada inteligencia, empezó a tartamudear.
—Han pasado cinco años desde el fallecimiento del anterior pontífice sin que se hallan cometido graves errores… ¿Ocurre algo?
—¿Sin que se hayan cometido graves errores? ¿Lo crees en serio? —preguntó Alfonso de nuevo, mirando la lápida que se encontraba sobre su cabeza.
El aire acondicionado mantenía a menos cuatro grados la temperatura en la cripta. Junto con el aliento blanco, el arzobispo de Colonia escupió una voz severa:
—Colonia es un lugar remoto, pero aun así se conoce la mala reputación de Roma. Los eclesiásticos corrompen la moral, la Iglesia sigue la opinión de los señores laicos y el pontífice, que debe ser el representante de Dios en la tierra, es en realidad un títere en manos de sus hermanos.
—¡Tío Alfonso! —Una intensa reprimenda interrumpió al arzobispo—. ¡Tío Alfonso…, perdón, arzobispo D'Este, eso es una falta de respeto! Mide bien tus palabras.
—Sobrina mía, digo Caterina…
Alfonso no se calló. La espalda encorvada se había puesto recta y su voz había recuperado la energía de cuando le llamaban Il Furioso.
—Aprecio tu inteligencia, Caterina. Es una lástima que te pudras bajo una persona como Alessandro. Si uniéramos tu talento con mis ideales, no habría nada que nos pudiera superar. ¿Qué te parece, Caterina? ¿Por qué no vienes conmigo? Quiero que participes en nuestro Nuevo Vaticano y que muestres tu talento.
—¿… El Nuevo Vaticano?
«¿Qué está diciendo?».
Mientras que Caterina estaba en completo desconcierto, Alfonso tenía el semblante muy serio.
—Caterina, ven conmigo. Destruyamos juntos este Vaticano podrido y creemos un nuevo mundo. Te pido que te impliques en el nuevo orden que voy a establecer.
Todo aquello no era más que el disparate de un demente. Caterina tenía que tomárselo a risa y llamar a alguien, pero no pudo hacerlo.
—¿¡Qué es esto…!?
Su bello rostro palideció al darse cuenta de que la sombra de su tío, que hablaba sobre su obsesión con entusiasmo, se movía como si cobrara vida. No sólo eso, sino que la sombra, de siniestro grosor, se levantó con un hilo negro como un fantasma que se elevara desde un pantano de azabache.
Ssssssss.
Un grupo de monstruos llenaban el cementerio gritando hacia Caterina, que permanecía de pie sin moverse ante los recuerdos abominables.
—¿¡Pero si son los del caso de Venecia…!? ¿¡Tío Alfonso…, no habrás… pactado con la Orden!?
—Tu subordinado es bastante brillante, Caterina. Anoche tuve miedo.
Las caras sin ojos de aquellos schattenkobold monstruosamente hambrientos miraban hacia Caterina. La voz del arzobispo tenía cierto aire melancólico.
—Pero seré yo el ganador al final. Igne natura renovatur integra[11]. La repugnante historia de Babilonia tendrá su punto final justo al amanecer. Esta ciudad será los cimientos del mundo que voy a fundar.
—Tío Alfonso, ¿¡eres consciente de lo que haces!? —gritó Caterina, retrocediendo por instinto—. Pero ¡has pactado… precisamente con la Orden! ¡Acabas de convertirte en el enemigo del Vaticano; no, de este mundo entero!
—¿Y qué?
Su voz ronca no denotaba ninguna vacilación. Más bien el rostro de Alfonso se mostraba orgulloso.
—¿Qué valor tiene este mundo pervertido? Los ciudadanos insignificantes, la Iglesia podrida, los señores feudales que sólo saben matarse entre ellos… ¿Qué mérito hay para que luche con su vida una mujer tan inteligente como tú?
Si no pudo rebatirle de inmediato, ¿fue sólo por aturdimiento?
No obstante, después de un instante en silencio, Caterina levantó la barbilla con firmeza.
—Como tú dices, puede ser que el mundo esté completamente contaminado. Sin embargo…
Lo que se reflejaba en el bello rostro era la decisión arrogante que suelen tener las personas totalmente convencidas de lo que deban hacer. La mirada llena de desprecio y lástima abandonó sin piedad a su tío.
—El valor del mundo no es asunto mío. Por muy manchado que esté o por muy poco valor que tenga, proteger el mundo es mi responsabilidad y es un contrato sagrado. ¡Voy a cumplir con mi deber!
—Vaya… De acuerdo.
Alfonso chasqueó los dedos y, al mismo tiempo, los monstruos levantaron la cabeza como si fueran liberados de su cadena.
—Hesse dijo: «Quien quiera nacer deberá destruir el mundo». ¡Qué lastima, duquesa de Milán!
Caterina se erguía altivamente ante los diablos que se lanzaban hacia ella. Ni siquiera enfrentándose a la muerte que se aproximaba, su bello rostro se crispó. Hasta cuando el grupo de sombras oscuras iba a tragarse su delgado cuerpo, en sus ojos de color de cuchilla brillaba una luz indomable.
—Nanomáquina Krusnik 02 iniciando operación a límite de cuarenta por ciento. ¡Confirmado!
La puerta explotó junto con el viento de azabache.
Al instante, el rostro de Caterina, que no se había inmutado ni siquiera en el momento en que iba a ser devorada por los infinitos colmillos, brilló.
—¡Abel!
Como una tempestad, Abel se llevó como hojas secas el grupo de monstruos que se acercaban a la cardenal. Algunos se convirtieron en una masa de carne pegada a la pared y otros en una especie de extraña pintura esparcida por el suelo.
—¿… Estás bien, Caterina?
Era una sombra alta la que había intervenido entre los monstruos y la bella cardenal, junto con el intermedio del concierto mezclado con el viento y los gritos. Los ojos carmesí se volvieron, levantando la guadaña de doble filo.
—He llegado a tiempo. ¿Estás herida?
—Estoy bien, pero ten cuidado, que mi tío… —gritó Caterina, intentando poner firmes las rodillas que le temblaban con alivio—. ¡Captura al arzobispo D'Este! ¡Va a destruir Roma!
—¿A tu tío?
La mirada hacia el anciano arzobispo era muy severa. El sacerdote respondió con frialdad:
—Caterina, él no es tu tío… ¿Acaso no está claro?
La guadaña se giró, rajando el aire turbio. El oscuro filo que había cortado al arzobispo atravesó profundamente también la pared de piedra de al lado y, finalmente, se detuvo.
—… ¡Hmmm! Ya está bien de jugar, ¿no?
La cara de Caterina se congeló ante la voz sonriente y baja.
El arzobispo aún se encontraba de pie allí, aunque no se podía decir que estuviera sano y salvo, porque tenía el cuerpo partido por la mitad. Sin embargo, de la herida no salía sangre, sino arena negra en un chorro que formaba una pequeña montaña al llegar al suelo. El cuerpo del arzobispo se deshinchó como si se le escapara el aire.
—El arzobispo D'Este ya ha abandonado Roma, porque está muy ocupado preparando el Nuevo Vaticano. Sin embargo, quería decirle algo a su sobrina antes de la destrucción de Roma, y yo me he encargado de ello.
En lugar de Alfonso, que se había convertido inmediatamente en el montón de arena, se levantó su sombra. Empezó a tener grosor como si cobrara vida y allí apareció de pie un hombre de traje negro, con el cabello oscuro hasta las caderas.
El hombre sonrió con una elegancia suprema.
—Guten Morgen[12]. Soy Panzer Magier, Isaac Fernand von Kämpfer.