V

Eran las cinco menos diez minutos de la mañana y se encontraban en la Vía del Tritone de Roma.

Aquella zona céntrica de la Santa ciudad estaba llena de edificios administrativos. Como estaba a punto de amanecer, tan sólo pasaban por las calles unos tanques grises.

—¿Cuánto nos queda hasta la sede, brigada?

—Unos diez minutos, capitán Montesecco.

Al torcer los labios ante la respuesta del chofer, el capitán Girolamo Montesecco de la policía secreta devolvió la mirada al asiento de enfrente. Allí permanecía sentado un único recluso en medio de seis carabinieri.

—¡No fastidies, padre! Me han convocado a medianoche en la basílica tan sólo para llevar a un simple sacerdote a la sede.

El capitán sonrió al prisionero, abriendo y cerrando nerviosamente la capucha de una pluma. En cambio, el joven arrestado no se movía y permanecía cabizbajo. Montesseco agarró de manera violenta al sacerdote por el cabello canoso.

—Bueno, padre Nightroad, ¿por qué no dejas de ser tan terco?

El sacerdote lanzó un gemido de dolor. Abel tenía los labios cortados. Montesecco le limpió suavemente la sangre pegada y repitió por decimonovena vez la misma pregunta:

—Padre Nightroad, por orden de tu superiora, la cardenal Sforza, has impedido la oración del final del día y has disparado al arzobispo D'Este. ¿No es así?

—No…, no…, no es cierto.

Se oyó una voz débil, pero clara.

—Yo no tengo nada que ver con Caterina. ¡Absolutamente nada que ver con ella!

El cuerpo del religioso se arqueó como si le hubiera pasado una corriente eléctrica. El respaldo del asiento emitía un sonido desagradable.

—Vaya, padre. Voy a tener problemas si no me dices la verdad.

El dedo meñique derecho estaba lleno de sangre, como si le hubieran hecho la manicura. Montesecco se relamió los labios, colocando la uña arrancada en la punta de la pluma.

—Para ser franco, no me gusta este tipo de cosas; me aburriría si hiciera lo mismo con el resto de nos nueve dedos. Por eso…, ¡te estoy diciendo que cantes de plano ya, cura de mierda!

Se oyó un sonido sordo.

Montesecco cambió no solamente la manera de hablar, sino hasta la voz, y golpeó la cara de Abel contra la ventana. Además no fue sólo una vez: sin importarle el rechinar del cristal blindado, subió y bajó su grueso brazo repetidas veces, como si amasara un pan.

—¡Maldito hijo de perra! Los has hecho… por orden de… esa maldita mujer…, Caterina…, ¿eh? ¿A que sí?

El sonido sordo de los golpes hacía que todos los policías volvieran el rostro para otro lado. Cuando se dejaron de oír gemidos, el capitán soltó la presa de las manos y dejó caer la cabeza llena de sangre.

—¡Uf!, ¡qué persistente! Cuando llegamos a la sede, le torturaré… ¡Ah!

Fue entonces cuando Montesecco se tambaleó, con la corbata aflojada y el rostro enrojecido, por culpa del frenazo. Estuvo a punto de caerse, pero consiguió evitarlo.

—¡Maldito sea! ¿¡Por qué diablos te paras aquí!?

El brigada que conducía gritó, inclinándose hacia delante. Un camión ocupaba la estrecha curva que había enfrente.

—¡Oh, perdone, señor!

Quien ofreció una sonrisa burlona fue un hombre gigantesco que se encontraba de pie justo al lado del camión. Parecía un canalla por la camisa ostentosa de vivos colores y las gafas oscuras. Se acercó hacia el coche mostrando una sonrisa extrañamente amigable.

—¡Ojala pudiera decirte «ahora mismo lo muevo»! Pero parece que se ha quedado sin sopita. ¿Me podrías dar un poco de gasolina, señor?

—¿Qué hacemos, capitán?

Montesecco chasqueó la lengua ante la pregunta.

—¡Qué remedio! Ayúdale, brigada.

—Sí, señor.

El enorme brigada bajó del coche. El hombre de gafas oscuras seguía sonriendo sin ningún tipo de temor.

—¿Cuánto necesitas?

—Pues toda la que tengas.

—Déjate de bromas y abre el depósito.

—Pero si no estoy bromeando.

Cuando salió la voz, intrépida, el enorme brazo ya atrapaba al brigada por el cuello. El brigada empezó a patalear en el aire, gimiendo con voz sorda.

—¡Eh!, no os mováis. Si no queréis que le rompa el cuello, bajad todos del coche.

El gigante dio la orden con total calma, y los carabinieri pusieron la mano en la cintura por reflejo. La cara del brigada estrangulado se estaba poniendo de un color extraño.

—¡Bajad de una vez! Soy poco paciente. ¿¡Quieres que el cuello de tu subordinado tenga otra articulación, o qué!?

—Ja, ¡qué tontería!

Montesecco torció sólo una mejilla, lanzando una mirada hostil al gigantesco hombre impertinente.

—¡Qué tío más tonto para desafiar a los carabinieri! ¡Preparad el tiro!

Las ventanas blindadas se abrieron por completo, al tiempo que aparecían las ametralladoras.

Sin embargo, aún con la sonrisa temeraria, el gigante se encogió de hombros con habilidad.

—Es malo ser poco paciente… Te arrepentirás luego.

—¿Arrepentirme? Los carabinieri no necesitamos brigadas como él, que caigan tan fácilmente en manos del enemigo. ¡Fuego!

Montesecco bajó la mano. Un instante después tronaron siete disparos, pero fuera del coche.

—¡Ah…!

Las chispas salieron del fondo de las tinieblas e impactaron en los hombros de los policías con precisión. Todos los agentes, cuyas armas cayeron al suelo, se desmayaron de dolor, tocándose el hombro herido.

—Dominada el área del combate. Cero eliminados. Siete bajas. Cambio de modo asalto a modo búsqueda en el procesador estratégico.

Quien había salido de la sombra del camión era un joven de baja estatura. El rostro, cubierto con gafas de espejo, parecía tan artificial que no tenía ninguna expresión y las pistolas que llevaba en ambas manos emitían un humo blanco como unos colmillos.

El gigantesco hombre que agarraba con suavidad al brigada dio un exagerado suspiro.

—Por eso antes te he advertido de que te arrepentirías. Venga, vámonos, pistolero. No hay tiempo que perder.

—Afirmativo.

El joven de las gafas de espejo contestó con concisión y puso los dedos sobre la escotilla del coche. Con sólo torcer la muñeca, arrancó la puerta de acero con facilidad, como si fuera un objeto de papel. Ignorando totalmente a los policías que gemían en el suelo, entró dentro del coche y se puso de rodillas al lado del sacerdote.

—¿Estáis consciente, padre Nightroad?

—Ho…, hola…, Tres —una voz débil salió de entre los labios cortados—. Per…, perdonad… por las molestias…

—Recomiendo que os quedéis callado.

Su semblante no se inmutó, ni siquiera al ver a su compañero con el rostro manchado de sangre. El padre Tres Iqus echó una mirada al dedo de Abel y a la pluma que se había caído al suelo sin decir nada al respecto, pero…

—¡… Hih!

Los ojos de cristal, que se dirigieron hacia atrás, captaron cómo el capitán de la policía secreta iba a coger la ametralladora. Cuando el oficial encogió el cuerpo, ya era demasiado tarde. Tres extendió rápidamente los dedos y agarró la mano del sádico junto con el arma.

¡!

Montesecco abrió la boca como si fuera un cerdo a punto de ser sacrificado. Una fuerza como de torno le aplastó la mano en pedazos. Antes de que pudiera ni siquiera gritar, Tres le agarró la cabeza con la otra mano y la golpeó contra la pared sin ninguna dificultad, mientras el capitán empezaba a chillar. Le hundió unos dos centímetros de hueso de la nariz en la cara y lo tiró al suelo. Después, el atacante arrancó las esposas de su compañero con semblante calmado.

—Nos movemos. ¿Podéis andar?

—Sí…, sí, pero ¿qué ha pasado? ¿Por qué me habéis…?

Fue el gigante con la camisa llamativa quien contestó aquella pregunta formulada con un hilo de voz.

—Han hallado el cadáver de Noélle, junto con el plano que había encontrado.

León ayudó a su compañero a levantarse.

—Abel, has intuido bien una mitad, pero no la otra. Lo que Noélle tenía agarrado era un plano de la basílica de San Pedro. En ese plano aparecía el obelisco. Desde el lugar hasta el tamaño y el diseño, todo coincide a la perfección.

—¿Hmmm? Pero ¿para qué…? Un momento… Ese obelisco fue…

Había sido levantado unos días antes en la plaza por donación del arzobispo D'Este. Hasta hacía poco nadie sabía de su existencia, excepto el arzobispo y los que habían trabajado en su construcción.

—Es decir, Barrie también estaba implicado en la construcción del obelisco… ¡Entonces, el Ruido Silencioso está ahí dentro!

—Afirmativo —contestó con frialdad Tres mientras les quitaba a todos los policías las insignias de categoría y los documentos de identificación.

—Me voy a la basílica. El padre García y vos os encargaréis de destruir el obelisco. Voy a reunirme con la duquesa de Milán.

—¡Ok! ¡De prisa!

León dio una palmada con sus gruesas manos y bajó saltando del coche. Cuando se acercaba al camión silbando alegremente, se detuvo de repente.

—¿Qué ocurre, León?

—¡Alto!

El gigante levantó la nariz como si olisqueara algo y agarró a Abel por los hombros con una tremenda fuerza.

—¿¡Eh…!?

Pasó una ráfaga blanca por en medio de la oscuridad.

Con un estruendo ensordecedor, el camión de delante voló por los aires. Las llamas cayeron al suelo tras dibujar un círculo en el cielo, y estallaron con un ruido atronador.

—¡Buf! ¿¡Qué demonios…!?

Por encima de la cabeza de los religiosos, que se protegían de la onda expansiva, apareció una luz deslumbrante en las ventanas del edificio. Era un grupo de uniforme, armado con ametralladoras, que hormigueaba entre los proyectores resplandecientes.

—¡Ca…, carabinieri!

—Pero no son sólo ellos… Hay alguien más problemático… —gritó León.

Entre los policías de la azotea había unas sombras grises que los miraban. Una era la de un hombre gigante armado con una espada de doble filo, y la otra era la de una mujer que jugueteaba con los finos dedos de alambre.

—Dos inquisidores y una compañía de la policía secreta. Nos vemos obligados a malgastar tiempo.

—Negativo —la voz monótona retuvo a León, que se subía las mangas—. No es bueno detenernos aquí. Yo me encargo de ellos. Venga, id.

—Aunque seas fuerte, no podrás luchar contra dos inquisidores…

—Ningún problema.

Delante de más de cien policías, no daba ninguna impresión de sentirse intimidado. Gunslinger añadió con voz de hielo:

—Cuando termine con ellos, me reuniré de inmediato con vosotros. Hasta entonces, encargaos de la protección de la duquesa de Milán, padre Nightroad. Y vos, padre García, destruid el obelisco.

—De acuerdo, pero…

El gigante, que se había quitado las gafas de sol, mostró los dientes con malicia.

—Vas a ceder a Abel la venganza por Noélle, ¿no? ¡Qué tío más bueno, pistolero!

—Negativo. Simplemente he calculado la distribución más eficaz de la capacidad de combate; nada más. No malgastemos el tiempo hablando de cosas inútiles. Moveos con rapidez, Dandelion.

Mientras hablaba, el pequeño sacerdote ya empuñaba sus dos pistolas. Los de la policía secreta apuntaron nerviosamente las armas, pero la máquina asesina no tenía ni rastro de temor en el semblante.

—Cambio de modo búsqueda a modo genocidio en el procesador estratégico. Inicio del combate.