—¡No! ¡No hagáis sonar esas campanas!
Los dos alabardieri que permanecían de pie junto a la puerta reaccionaron ante el grito del hombre que había entrado de repente. La capacidad de combate de los alabardieri, reforzada por drogas creadas con el máximo nivel de la tecnología perdida, igualaba a la de los vampiros.
—¿¡Quién eres!?
Dos alabardas se cruzaron con un chasquido.
Sin embargo, el alto sacerdote las había saltado con increíble rapidez y ya se encontraba en el interior del salón.
—¿¡Aquel patoso!?
—¿¡El padre Nightroad!?
Abel oyó las voces, pero no tuvo ni tiempo de mirar atrás en su dirección.
En el interior del grandioso salón, junto con unos diez alabardieri, se encontraban tres personas con hábito: Alessandro, el pontífice, de blanco; Francesco, el cardenal, de carmesí; y Alfonso, el arzobispo, de negro. El del hábito negro tenía agarrada una cuerda colgada de la gigantesca campana desde lo más alto.
Como todo el mundo que se encontraba en el salón, el arzobispo también se volvió hacia el personaje que había entrado corriendo, pero de inmediato miró hacia delante. Abel observó cómo agarraba la cuerda aún con más fuerza.
—¡… Zas!
No tuvo ni tiempo de vacilar. El viejo revólver de percusión apareció en la mano de Abel. Uno de los dos alabardieri que lo había visto giró el arma larga.
—¡Retrocede, canalla!
La alabarda penetró en el suelo emitiendo un sonido escalofriante, pero Abel ya había saltado de lado y había fijado el objetivo. Al mismo tiempo que tocó el suelo, apretó el gatillo apuntando a la fina cuerda.
En ese instante, se oyó un ruido agudo y metálico.
Entre el padre canoso y la campana, planeaba una sombra gris. No se le veía el rostro por culpa del casco que le cubría toda la cara, pero era un hombre anormalmente grande. Pese a ser principios de verano, llevaba puesto el hábito hasta los tobillos y tenía las espadas cruzadas delante del pecho. Justo en el cruce de los dos aceros se veía una bala deformada en medio del humo.
Había una persona que permanecía de pie al lado de Abel. Tampoco se le veía el rostro, pero parecía una mujer. El hábito gris le marcaba la línea del cuerpo. Unos dedos blanquísimos sujetaban un par de finos alambres que llegaban hasta Abel, quien permanecía de pie sin moverse.
—¡In…, inquisidores!
La voz ronca era de León, que giraba en un dedo el chakram que no había podido lanzar. El gigante intrépido e invencible temblaba de forma increíble, aterrorizado, y hasta los alabardieri permanecían paradójicamente en silencio.
Los inquisidores eran soldados de Dios que pertenecían a la Congregación para la Doctrina de la Fe y que aniquilaban a todos los enemigos de la cristiandad. Eran los colmillos de la Iglesia y los exterminadores más fuertes del Vaticano.
—Gracias, hermano Jacob y hermana Simone. ¡Retroceded!
En medio de la escena congelada, el único que se movió fue el hombre robusto del hábito carmesí. Cuando los dos religiosos retrocedieron en siniestro silencio con una reverencia hacia su amo, Francesco dio un paso adelante hacia Abel, que permanecía en pie como una estatua. Los ojos grises dirigidos al padre canoso poseían una intensa furia.
Por otro lado, Abel no se inmutó, o mejor dicho, no podía hacer nada. Un buen observador habría notado los dos finos alambres que tenía clavados en la nuca. El alto joven estaba de pie sin mover ni un músculo.
—Me suena tu cara… ¿Qué es esto, Caterina? ¡Explícamelo!
Francesco movió con hostilidad su mirada penetrante hacia la cara pálida de su hermanastra, que jadeaba en la puerta.
—Este hombre era tu subordinado, ¿no? ¿Pretendías matar a nuestro tío…?
—La duquesa de Milán y ese hombre no tienen nada que ver.
Una voz monótona llegó a oídos de todo el mundo.
—Ese hombre, Abel Nightroad, ha dimitido de la Secretaría de estado hoy a las dieciocho horas cincuenta y cuatro minutos.
—¡E…, eh, Tres!
Ignorando a su compañero, que le tiraba de la manga, el agente de ojos de cristal irrumpió entre los hermanos, que se miraban con severidad. Como un fiel perro cazador que protegiera a su amo, recibió al mirada penetrante de Francesco como un sable.
—Según las cláusulas cuarta y octava del artículo tercero del Reglamento del Servicio Público de la Santa Sede, ese hombre no tiene ningún vínculo con la Secretaría de Estado. No tiene absolutamente nada que ver.
—… De acuerdo.
Durante un rato, Francesco miró a Tres, que no tenía ningún tipo de sentimiento reflejado en los ojos, pero metió el mentón hacia dentro.
—Detendremos a ese hombre. Si no tiene nada que ver contigo, no te quejarás, ¿no, Caterina?
—Pe…, pero…
—Pero ¿qué?
La mirada aguda intimidó a Iron Maiden. Caterina estuvo a punto de dar un paso al frente, pero al final bajó la cabeza y se mordió los labios.
—Nada, como tú desees, hermano.
Francesco hizo un pequeño ruido burlón, después levantó la barbilla hacia los alabardieri.
—Detened a este hombre. Cuando terminemos, le interrogaremos; también acerca de su relación con la Secretaría de Estado… Lo siento por este descuido, tío Alfonso.
—No, vosotros no os preocupéis. —Alfonso tenía los ojos muy abiertos, pero consiguió decir algo—. No sé qué ha sido, pero ¿podemos seguir con la ceremonia?
—Por supuesto…
—Un momento, tío Alfonso.
Una mano blanca atrapó el brazo de Alfonso, que agarraba la cuerda. Los ojos de la bella mujer del hábito miraban fijamente a su tío.
—¿Podríamos interrumpir la oración de momento?
—¡Caterina, ¿aún sigues con esas tonterías?!
Caterina no se dejó intimidar por los gritos de cólera de Francesco. Miró primero a su tío, luego a su hermanastro y la campana sobre su cabeza, y finalmente se volvió hacia atrás.
Los alabardieri se estaban llevando al padre Abel, que estaba completamente tieso. Caterina observó sus suplicantes ojos azules asintió y miró de nuevo a su tío.
—Tío Alfonso, no tengo ninguna intención de sospechar de ti, pero ¿podría inspeccionar esta campana, por favor? Puede ser que haya algo peligroso ahí dentro.
—¿¡Caterina, te has vuelto loca!?
—Un momento, Francesco.
Fue Alfonso quien detuvo al cardenal, que había gritado mostrando los colmillos.
—Es decir…, ¿te fías más de tu subordinado que de mí, siendo yo tu tío, Caterina?
—… Lo siento —contestó Iron Maiden tristemente, pero con total firmeza—. Confío en el juicio de mis hombres.
—Entiendo…, aunque no comprendo que quieras inspeccionarla.
La mano del tío, con los dedos de su sobrina apoyados sobre la manga, era sorprendentemente fuerte.
—Ahora mismo voy a probar mi inocencia.
Caterina no tuvo tiempo de detenerle.
Desprendiéndose de la mano de su sobrina, Alfonso tiró de la cuerda con una increíble rapidez.
—¡…!
En un instante, el sonido claro de la campana descendió desde lo más alto hacia la tierra. Era la voz bella, pero infinitamente siniestra de un ángel. Cuando cerró los ojos, a Caterina le pareció haber visto la cara del padre canoso retorciéndose a causa de la desesperación.
—¿…?
Transcurridos unos segundos, aún continuaba el sonido claro de la campana. Las pequeñas vibraciones del aire del campanario hacían ondear su cabello.
Aquello fue todo lo que ocurrió. No se oyó ni el ruido de edificios derrumbándose ni los gritos de la gente.
Cuando finalmente abrió los ojos, Caterina tenía delante el rostro lleno de tristeza de Alfonso.
—¿Ahora estás más tranquila, Caterina?