—Papa, sanguine nobilis, virtute nobilior[9]…
A pesar de que era débil, la voz del hombre que se postraba ante el altar papal de brillo dorado resonó por toda la basílica. De su hombro izquierdo salía una cinta morada que mostraba que era un arzobispo y caía sobre el suelo de mármol blanco y pulido como un espejo. Las que observaban con calma a los seres humanos reunidos en la basílica eran las estatuas de cuatro ángeles que permanecían de pie sobre el ciborio.
—Vive pius, moriere pius. Cole sacra. Fiat Dei voluntas[10]. Amén. ¡Cuánto tiempo sin veros, Su Santidad!
—S…, sí, tío Alfonso.
Al avanzar entre los alabardieri alineados en filas enfrente del altar, el chico vestido de blanco extendió la mano hacia el hombre que se encontraba postrado. El anillo del pescador de esmeralda, que brillaba en el huesudo anular, era la prueba de que era el representante de Dios en la tierra.
El chico, el sumo pontífice número trescientos noventa y nueve, Alessandro XVIII, le dio las gracias con una sonrisa débil al tío que hacía cinco años que no veía:
—Has…, has hecho un buen trabajo en el arzobispado de Colonia. ¿Cómo…, cómo estás?
—Muy bien, gracias a la ayuda del señor y de Su Santidad.
Alfonso d'Este, arzobispo de Colonia, se levantó y le contestó con un ligero acento germánico. Aunque acababa de cumplir los cincuenta años, el cabello canoso le hacía parecer mucho mayor. Los ojos grises, que habían sido una vez agudos como agujas, miraban a su sobrino emitiendo ahora una luz suave.
—Me alegro de que Su Santidad también está tan bien como cuando nos despedimos la última vez. ¡Oh, Francesco y Caterina!, ¡cuánto tiempo sin veros!
—¡Cuánto tiempo, tío Alfonso!
—¿Cómo te encuentras, tío Alfonso?
Quienes saludaron a Alfonso, que había sonreído con nostalgia, eran un hombre y una mujer vestidos con hábito carmesí que se encontraban detrás del pontífice.
El hombre, alto y robusto y de semblante viril, era el cardenal Francesco di Medici, el hermanastro del pontífice; y la mujer, bella y elegante, era la cardenal Caterina Sforza, también hermanastra del Santo Padre. Eran los dos pilares del Vaticano: uno dirigía la política interior como presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y la otra presidía la política exterior como secretaria de Estado.
—Ya han pasado cinco años desde que nos vimos por última vez. He oído mucho acerca de vuestro éxito. Cada vez que me llegaban noticias, me enorgullecía de ser vuestro tío.
—Ya han pasado cinco años…
Una ligera compasión asomó en la voz de la bella mujer, porque recordó cómo su tío se había escondido como un perseguido, aunque eso había sido lo que él mismo había deseado.
Cuando Gregorio, el padre de Caterina, aún estaba vivo, Alfonso hizo drásticos cambios en el Vaticano. Desempeñaba, al mismo tiempo, los cargos que estaban ahora en manos de los dos cardenales: director de la Inquisición y secretario de Estado. Él era muy severo consigo mismo, pero más estricto aún con los demás. No perdonó las ilegalidades de los sacerdotes ni tuvo una pizca de piedad para con las ofensas de las seglares.
Muchos religiosos superiores fueron quemados y se arrasaron varios países sin compasión.
Il Furioso era su apodo.
Si él hubiera tomado el cargo papal después de la muerte de Gregorio, la historia se habría desarrollado de otra forma. Sin embargo, nadie había apoyado que se convirtiera en sucesor. No solamente Caterina, del partido realista, sino que incluso Francesco, que poseía una ideología más cercana a la de su tío, temió que los señores laicos se separasen si Alfonso obtenía la sucesión. Los hermanos cerraron su primer y último pacto y se enfrentaron a su tío, proponiendo a su hermanastro como pontífice por su excelente linaje.
«De todos modos, ha envejecido mucho…».
Caterina miró a su tío con pena.
Ya no había ni pizca de rabia en el rostro arrugado de Il Furioso. Los cinco años en tierra extranjera parecían haber sido suficientes para arrancarle los colmillos al lobo. Quien se encontraba allí era un perdedor inofensivo y débil que deseaba pasar el resto de su vida con tranquilidad.
—Por cierto, muchísimas gracias por vuestros preciosos regalos.
Los hermanos pensaban lo mismo. Francesco le dio insólitamente las gracias con consideración.
—Dada la crisis económica que atravesamos, ha sido una gran ayuda. Las campanas estaban tan viejas que estábamos pensando en cambiarlas por otras nuevas.
—Menos mal, porque tenía miedo de meterme donde no me llamaban. —Alfonso sacudió la cabeza, sonriendo—. Esta basílica es la imagen del Vaticano. Por suerte, hemos tenido donaciones no sólo en Colonia sino también en Über-Berlín. ¿Qué tal han salido?
—En este momento las están instalando. Lo veremos en la oración al final del día. Pero ¿el Reino Germánico es tan rico?
—Sí. Dentro de los reinos, es una nación joven, pero la industrialización está sorprendentemente avanzada. Después de la anexión de Ostmark, el año pasado, parece ser que quieren conquistar Bohemia, y a los señores laicos de su alrededor se les han puesto los nervios de punta. Es un país que tiene la costumbre de que el mundo se convierta en su enemigo…
Carraspeando ligeramente, Caterina observaba a los dos hombres, que habían empezado a discutir sobre la situación internacional.
La cardenal sentía el cuerpo pesado. Estaba algo resfriada porque llevaba unos días sin dormir por culpa del caso de Barcelona. Además, estaba a punto de tener la menstruación y, si hubiera sido por ella, habría estado descansando en el palacio.
—¡Oh!, ¿estás bien, hermana?
—… Sí, estoy bien, Alec. No te preocupes.
Caterina aguantó la tos con dificultad, sonriendo a su hermano, que le había hablado con preocupación.
Por muy cansada que estuviera, no podía relajarse ahora. Justo en el momento en que su tío volvía a Roma, no se podía permitir ningún tipo de problema. Por lo menos, durante la estancia de Alfonso en la ciudad santa, debía estar alerta…
—Duquesa de Milán.
Caterina salió de su ensimismamiento al oír la voz que la llamaba.
Al otro lado de la fila de alabardieri de brillantes lanzas, se encontraban de pie un joven inexpresivo como un muñeco y un gigante moreno con hábito.
—Padre Tres, ¿dónde está el padre Nightroad?
Caterina intentó tocarse el pendiente, pero recordó que no se podía utilizar la radio dentro de la basílica. Bajó la mano de la oreja y, después de posársela a su joven hermano sobre los hombros, murmuró:
—Voy a airearme un poco. ¿Podrías atender a tu tío mientras tanto, Alec?
—¡S…, sí, hermana! Tranquila.
—Gracias… ¡Suerte!
Caterina se volvió después de apretarle suavemente la mano a su hermano. Su tío seguía hablando con Francesco con entusiasmo.
«No pasará nada porque me vaya un momento…».
Al dejar atrás la basílica, Caterina no se dio cuenta de la mirada gris que la siguió con frialdad.
Vista desde la oscura plaza, la gran cúpula iluminada de cuarenta y dos metros de diámetro y ciento treinta y dos metros de altura parecía la cabeza de un gigante. Los pasillos circulares de columnas que sobresalían tanto hacia la derecha como hacia la izquierda desde la delicada fachada eran los enormes brazos con los que abrazaba la plaza de San Pedro.
En general, la plaza no cesaba de recibir a sacerdotes y peregrinos, pero aquella noche no había ni una sombra. En el centro, extrañamente desierto, se erguía un fino obelisco con dos fuentes hacia el cielo nocturno.
—¿Hmmm? ¿Desde cuándo está esto aquí?
—Es la primera vez que lo veis, padre León. Se ha construido hace poco.
Al sentarse al lado del obelisco, la bella mujer del hábito dio un pequeño suspiro. Esa noche de principios de verano era bastante templada, pero no paraba de toser.
—Antes del Armagedón, en esta plaza había un obelisco que habían transportado desde el lejano sur. Hace unos cien años, en el papado de Clemente XIX, hubo un terremoto y se derrumbó. Durante mucho tiempo se quedó así, pero este obelisco lo donó anteayer el tío Alfonso en conmemoración de su visita a Roma… Por cierto, volviendo a lo que hablábamos antes… —Caterina abrió la boca con melancolía, apoyada en el obelisco—: ¿Abe…, el padre Nightroad dijo eso? Está bastante atormentado por el caso de Barcelona.
—Sí, su eminencia. ¡Es un autentico zopenco!
El que estaba tenso a su lado era el gigante moreno. Llevaba bien puestas las solapas y tenía cara afeitada. Con aquel aspecto, pero sin hablar, parecía un verdadero sacerdote.
—Como hemos pensado que, en ese estado, sería peligroso que participara en la misión, le hemos dejado hasta que se enfríe la cabeza. Perdona por haber decidido sin consultar con su eminencia.
—Habéis tomado la decisión correcta, padre León. Yo, en vuestro lugar, habría hecho lo mismo.
Las palabras de Caterina eran de agradecimiento hacia sus subordinados, pero su cara de preocupación.
La Secretaría de Estado era el equivalente al Ministerio de Asuntos Exteriores en otros países y su función era unir todas las embajadas del Vaticano del mundo y los obispados, y negociar por vía diplomática con los señores laicos. Por esa razón, podía desplegar acciones sin límite fuera de la Santa Sede, pero dentro tenía autoridad limitada.
La policía y la justicia del Vaticano, incluida Roma, estaban completamente controladas por la Congregación para la Doctrina de la Fe, y su responsable era el cardenal Francesco di Medici, que era el adversario político más temible de Caterina. Si un empleado de la Secretaría de Estado invadía el territorio de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Francesco aprovecharía la oportunidad para machacarla. Las únicas fichas que podía mover sin miedo eran las de la unidad de los zombis, que consistía en nueve agentes de Ax de quien podía eliminar todos los registros personales.
—Duquesa de Milán, ¿entre los agentes en misión, no hay ninguna unidad que puede volver aquí?
Tres abrió la boca después de mantener un intenso silencio.
—Estadísticamente, cuando planean atacar en zonas urbanas los terroristas escogen las visitas de los VIP. Es decir, el peligro aumenta durante la estancia en Roma del arzobispo Alfonso. ¿No hay ninguna unidad que nos pueda apoyar en poco tiempo?
—Otros agentes…
Caterina reflexionó, quitándose el monóculo.
El Profesor estaba luchando contra una red mafiosa de tráfico de seres humanos en el Reino de Hispania; Sword Dancer combatía contra un clan entero de vampiros en Brujas, y Know Faith estaba en plena operación para recuperar los objetos sagrados que una organización laica había robado en Praga. El resto de agentes también se encontraba en una situación similar, de manera que no había nadie libre.
—¡Qué remedio! Nos encargaremos nosotros solos, Tres.
—Afirmativo. No nos queda otra opción.
—Cuento con vuestra entrega, Gunslinger y Dandelion.
Carraspeando, Caterina les dio las gracias a las dos únicas cartas que le quedaban.
El alojamiento de Alfonso estaba preparado dentro de la basílica y a la cardenal no le quedaba más remedio que atender a su tío hasta muy tarde por la noche. Además, a la mañana siguiente, estaba prevista una misa con los sacerdotes superiores y los cardenales. Aquella noche, Caterina tampoco tendría tiempo para dormir.
—Voy a pasear un rato más. Total, me tengo que quedar aquí esta noche… Regresaré antes de la oración, al final del día. Hasta entonces, quedaos con su Santidad, ¿de acuerdo?
El reloj de la basílica marcaba las nueve menos veinte minutos. Quedaba algo de tiempo todavía hasta las campanadas que indicaban el fin del día. Caterina observó con tristeza cómo sus subordinados se alejaban hacia la basílica.
Era una noche calmada. Excepto las dos lunas, nadie la miraba, porque en aquélla área la entrada estaba prohibida por la misa que se celebraría al día siguiente por la mañana temprano, a la que asistiría al Santo Padre. Salvo los palafrenieri que estaban de guardia y que pasaban de vez en cuando acompañados de un sonido de pezuñas, no había ni un alma en la plaza; al menos, no debería haberla…
—… Buenas noches, Abel —dijo la bella mujer dirigiéndose a la sombra de su lado con total serenidad—. ¡Qué noche más agradable! El viento está fresquito.
—Buenas noches, Caterina.
La voz de la sombra alargada era tan débil que casi se desvanecía, pero en medio de aquel silencio no era nada difícil oírla. Él ya no abrió la boca; bajando la cabeza, se quedó callado. Caterina también estaba en silencio. Apoyando el cuerpo delgado sobre el obelisco, prestaba atención a los tranquilos sonidos de los insectos.
En medio del tiempo congelado, las dos sombras permanecían calladas.
—… Lo siento, Caterina. —El sacerdote fue el primero en hablar.
El rostro no se le veía por la sombra de la luz de la luna. Su voz era débil y temblorosa, como si la sangre rezumara de una herida en lo más profundo del corazón, el lugar más importante.
—Lo siento muchísimo. Yo… ¿Qué iba a decir después?
Al cerrar la boca, el religioso se quedó callado, como si fuera un niño al que no le quedaba más remedio que regresar a casa, sabiendo que le iban a reñir. Caterina guardaba silencio con una sonrisa serena y, de repente, tocó con los finos dedos el rosario que le colgaba al sacerdote del pecho.
—¿Te acuerdas, Abel?
—¿Eh?
—¿De cuándo nos vimos hace diez años? Todavía recuerdo lo que nos prometimos entonces.
La mujer abrió la boca como si cantara, acariciando el rosario del hombre dentro de la palma de la mano.
—Cuando me salvaste la vida, me dijiste esto: «Tengo que salvar a los humanos. Por eso voy a salvarte a ti». Y yo te contesté… ¿Te acuerdas?
El silencio duró muy poco. Le respondió una voz débil pero clara.
—Tengo que luchar contra los enemigos de los humanos. Entonces, luchemos juntos.
—Yo nunca he olvidado aquello, Abel.
Caterina cerró el puño. Los dedos, tan blancos como el alabastro, poseían más fuerza de la que aparentaban. Agarrando el rosario con fuerza, los ojos grises se fijaban en los ojos del sacerdote.
—Tus enemigos son mis enemigos. Tú y yo tenemos la misma espada. Por eso, no luches tú solo nunca más.
—… Gracias, Caterina. —Los ojos azules como un lago invernal mostraron un pequeño gesto de agradecimiento—. Muchas gracias.
—De nada.
Caterina se levantó sonriendo, mientras se peinaba el magnífico cabello rubio con la mano. La aguja del reloj, por fin, estaba a punto de señalar las nueve.
—Volvamos a donde están todos. Como le he dicho a Alec que regresaría antes de la oración del final del día, ahora estará nervioso por encontrarse solo. Ven tú también, padre Nightroad.
—De acuerdo.
Abel se rascó la cabeza para ocultar la vergüenza mientras atravesaba la grandiosa plaza acompañando a su superiora justo detrás.
—¡Qué de prisa pasa el tiempo! Ya hace diez años de aquello…
—A veces imagino qué habría pasado si no hubiese ocurrido…
—¿Si no hubiese ocurrido?
—No me habría metido en el mundo eclesiástico. Tal vez me habría quedado en la universidad y me habría casado… Pero si hubiera sido así, mi hermano Francesco habría hecho lo que hubiera querido.
Caterina sonrió, pero sus ojos grises no eran felices del todo. Su brillo de cuchilla era el de alguien perspicaz al a quien temían los enemigos fuera del Vaticano como Iron Maiden.
—Entonces, la Santa Sede habría tenido muchos problemas. Él siempre intenta que el mundo sea su enemigo. Ya habríamos lanzado dos o tres cruzadas.
—¿¡…!?
Abel enredó las piernas con las que acompañaba hasta entonces a su superiora. Haciendo grandes esfuerzos por no caerse, le preguntó:
—Ca…, Caterina, ¿qué has dicho?
—¿Qué?
—¿No has dicho que «él siempre intenta que el mundo sea su enemigo»?
—S…, sí…
Caterina devolvió una mirada extrañada a Abel, que se había alterado tanto que casi la agarraba violentamente.
—Sí, lo he dicho, pero ¿hay algún problema?
—¿Dónde lo has oído? ¿O a quién?
—A mi tío, mi tío Alfonso. Él se lo decía a mi hermano…
—¿¡El arzobispo!?
Abel se quedó pálido tras la respuesta de su superiora y continuó con la pregunta, salpicando saliva.
—¿¡Dónde…, dónde está el arzobispo Alfonso ahora!?
—Está en el campanario. Para conmemorar su visita a Roma, donó nuevas campanas. Las consagraremos en la oración de esta noche… ¿¡Abel!?
—¡Quédate en la plaza! ¡No entres en la basílica!
Cuando gritó, sin poderse contener, la figura alargada ya estaba corriendo hacia le templo.
«Si la persona a la que todos consideramos una víctima fuera en realidad uno de los autores…».
Después del caso de Barcelona, Francesco y la policía habían ordenado un estado de extrema vigilancia ante la visita de Alfonso. Habían investigado todas las campanas de Roma y habían comprobado estrictamente a todas las personas que habían entrado en la ciudad.
Sin embargo, había unas campanas sin inspeccionar, precisamente las campanas que había donado Alfonso.
Además, la única persona que había entrado sin ser registrada era el propio Alfonso.
Abel gritó, subiendo con ímpetu por las escaleras.