—¡Esperad, padre!
La voz chillona que resonó por la capilla sombría era apremiante.
—Los dos hombres tienen prohibido entrar en nuestro convento. No puede entrar ni un solo hombre, ni siquiera el pontífice.
—Dejadme, directora.
Sorprendentemente, la voz triste que le contestó era la de un hombre. En el convento de Santa María Croce, donde había normas muy estrictas de castidad, no se oía una voz masculina desde hacía cientos de años.
El padre canoso miró, agotado, a la anciana directora.
—Simplemente, tengo algo que investigar. Cuando termine, me retiraré de inmediato. ¡Apartaos!
—¡No! ¡Retiraos ahora mismo!
La directora sacó todo el coraje que tenía, aunque su voz temerosa sonaba extraviada y sin vida.
—¿Qué es eso de «investigar las campanas», así, de repente? Si es un estudio académico, primero hablad con el Consejo de Religiosos y encargádselo a una mujer sacerdote.
—¡No hay tiempo!
El grito de cólera tronó como una tormenta de invierno. A las monjas les pareció tan intenso que, de pronto, escondieron la cabeza entre los hombros; pero a la vez era una voz irremediablemente vacía.
El sacerdote se sacó del pecho un papel arrugado por completo y lo desplegó con una cautela obsesiva. Los nombres de las iglesias y monasterios de Roma estaban escritos con letras diminutas y sin apenas espacio entre ellos.
—¡No hay tiempo! Hay tantas campanas que investigar todavía. Si no las investigo ahora, ¡aquí también ocurrirá lo que ha pasado en esa ciudad! ¡Dejadme pasar!
—¡Aaaaaah!
El padre avanzó de nuevo sin ni siquiera mirar a la directora, a la que había empujado violentamente contra el suelo. Apartando a un lado a las monjas que intentaban detenerle, avanzó con las mejillas hundidas, sin mirar a nadie. Justo en aquel instante, mientras él se entregaba en exclusiva a caminar hacia el campanario, su cuerpo alargado dio una voltereta y aterrizó contra el suelo.
—¡Ah!
Al caerse, debió de golpearse en las caderas. Dos hombres miraban al sacerdote, que gimió tendido sobre los restos del banco que había aplastado al caer.
—¿Qué hacéis aquí, padre Nightroad?
—Vaya, vaya. Has adelgazado mucho desde la última vez que te vi, Abel.
Una voz fría, sin ningún sentimiento, y otra ronca y áspera resonaron despiadadamente.
Al otro lado de las ventanas, los últimos rayos de la reciente puesta de sol creaban una sutil armonía de luz. El interior del restaurante ya se había empezado a llenar de sus clientes habituales: sacerdotes y funcionarios que acababan de salir del trabajo. Una camarera sirvió en la mesa del fondo un enorme bistec del grosor de una enciclopedia y un cuenco lleno de ensalada.
—¡Ya está aquí!
León se colocó delante el plato de la gigantesca carne sangrienta y apartó el cuenco de la ensalada a un lado.
—Puedes comértelo todo, Abel. Desde hace mucho tiempo odio a los sacerdotes y a las verduras crudas.
Ante el ofrecimiento varonil, hubo un silencio vacío. Abel miraba la mesa, pero parecía no ver nada. León se encogió de hombros sin interés mientras se llevaba trozos de carne a la boca.
—¡Eh!, pareces alguien venido del País de la Desgracia a divulgar la infelicidad. Venga, deja de estar así. Hoy nos invitas. Anda, come.
—Tiene razón el padre García. Tenemos menos de mil ochocientos segundos para ir a la basílica. Abasteceos de alimento lo antes posible, padre Nightroad.
Tres le interrumpió con voz gris, manteniéndose inmóvil, con la espalda recta. El robot soldado no necesitaba comer. Para el mantenimiento de sus componentes vivos, como eran la corteza cerebral y una parte del cerebelo, sólo necesitaba proveerse de elementos nutritivos y agua destilada una vez al mes.
—En la basílica, nuestra misión va a durar veinticuatro horas. Os recomiendo todo el abastecimiento de alimento posible.
—… Yo no voy.
—¿Cómo?
—Que yo no voy.
Abel había contestado con especial calma a la pregunta inexpresiva de Tres. Sin embargo, su tranquilidad escondía unos sentimientos extremadamente intensos. Una mano temblorosa a causa de los nervios sacó un papel arrugado por completo.
—Tengo cosas que hacer. Hay tantas campanas aún sin investigar… ¡No puedo ir hasta haya inspeccionado todas las campanas!
—Eres bobo. ¿Cuántas iglesias crees que hay en Roma? Si incluimos las capillas particulares de los ricos, habrá más de trescientas… o cuatrocientas.
—Respecto a las campanas de dentro de la ciudad, la policía municipal y la policía secreta ya han realizado la inspección. El resultado ha sido negativo.
Al contrario que León, que le daba un fuerte mordisco al bistec poco hecho, Tres le hablaba con total frialdad.
—Teniendo en cuenta todo ello, vuestra investigación es ilegal e inútil, padre Nightroad. Además, comparecer en la basílica no es una petición, sino una orden de la duquesa de Milán. Vos no tenéis derecho de veto.
—Entonces, dimito.
—¿Dimitís? No entiendo el significado. Introducid de nuevo la respuesta…
—Voy a dejar tanto Ax como el trabajo de agente. Así no habrá problema, ¿no?
—… Como sigáis con esa desobediencia, lo consideraré como una huida ante el enemigo, padre Nightroad.
Unos gruesos dedos agarraron el brazo que súbitamente se había dirigido a la pistolera.
—Déjalo ya, Gunslinger.
Fue el grandullón, que se limpiaba la boca con una servilleta, quien había frenado con suavidad a su compañero.
—Como disparéis aquí, los polis vendrán volando… Nos lo advirtió Kate, ¿no te acuerdas?
¿Qué truco había utilizado? Ya no había ni rastro de aquel enorme bistec. Después de dar un enorme trago de cerveza directamente de la botella, León eructó con olor a alcohol.
—¡Hmmm!, es que vivo para la cerveza. Eh, Abel, ¿hablabas en serio? Si abandonas Ax ahora, ¿no vas a tener problemas luego? Aunque yo tampoco soy precisamente la persona entendida…
—Yo no puedo.
—¿Eh?
Con los ojos extraviados, Abel no miraba al gigante que fruncía el ceño, masticando, sino el plato de ensalada sin tocar.
—Esta vez tampoco he podido salvar a nadie. Dejé morir delante de mis ojos a una persona que confiaba en mí. ¡Qué inútil soy!
—… Ya veo. Vale.
León le puso suavemente la mano a Abel sobre los hombros y, dando pequeños golpes con el puño cerrado en los hombros ligeramente temblorosos, le susurró:
—Ahora entiendo que eres un cobarde insalvable.
No hubo nadie que viera el golpe, ni siquiera Tres. Cuando todo el mundo se dio cuenta de que León había golpeado a Abel en la mejilla con el puño, Abel ya había salido volando junto con su silla sobre la mesa de al lado. Todos los platos cayeron al suelo con estrépito.
—¡Hay dos cosas en este mundo que no soporto! —En medio de las miradas de terror centradas en él, el gigante gritó ferozmente—: Una es un restaurante que sólo sirve verduras, y la otra…, ¡la otra es un cobarde que llora porque han asesinado a su mujer!
León le dio a su compañero una patada en el abdomen, mientras Abel intentaba levantarse sin saber muy bien qué había ocurrido. Fue un golpe tan fuerte que podría haberle reventado los órganos internos. León levantó los gruesos labios, mirando con hostilidad a su ex compañero, que se había tumbado después escupiendo jugos gástricos.
—Pobre Noélle, que murió inútilmente por este tío tan deshecho. ¡Vámonos, Tres! No tenemos nada que hacer con ese cobarde. Va a ser una carga para nosotros.
—Afirmativo.
Tres también se levantó con la cuenta en la mano. En su mano no había ni rastro de compasión o desprecio. Era tan frío como si estuviera solucionando una ecuación de matemáticas superiores.
—Padre Nightroad, no, señor Abel Nightroad, informaré de vuestra dimisión a la duquesa de Milán. Ya no es necesario que os presentéis ni en la basílica ni en el Palacio de las Espadas.
Los dos salieron del restaurante sin mirar atrás.
—¡Qué mono es!
Del restaurante de enfrente, salieron un hombre moreno y enorme, y un joven guapo como una muñeca. Montaron en el coche aparcado en la calle y se fueron sin volverse.
El joven que miraba la luz trasera que se alejaba tomó un trago de café exprés. Tenía un saber ligeramente amargo, pero estaba muy rico siendo como era de una cafetería famosa de Roma.
—Entiendo por qué quieres maltratarle, Isaac. Aunque su cara se parece mucho, su carácter es completamente diferente al de él. Por eso, te saca de quicio, ¿no?
—Kästner dijo: «La mitad de la vida es trabajo. Y la otra mitad…, también». Simplemente, hago mi trabajo, Titiritero.
Delante del joven, se oyó el sonido de una cerilla al encenderse. El aroma del café se mezcló con el olor del humo del tabaco. En medio de la oscuridad azulada que empezaba a caer, el hombre del cabello largo se puso en la boca un cigarrillo tan fino como un alambre.
—Yo no trabajo por motivaciones personales. Aunque tal vez, a veces, éstas se mezclen con el trabajo…
—O mejor dicho, no te he visto todavía trabajar sin motivaciones personales.
El joven, que sonrió con los ojos medio cerrados, era muy bello. Llevaba puestos unos simples pantalones y una camisa. Pese a su apariencia de aprendiz de pintor o estudiante de filosofía con dificultades económicas, su hermoso rostro de porcelana no dejaba de atraer a la gente. Por eso, todas las mujeres que pasaban por la cafetería bajaban de pronto la velocidad de sus pasos.
—¿Y qué tal el trabajo, Isaac? ¿Has terminado el transporte de la decoración del teatro?
—Ja[8]. Ya he terminado. Nos queda tan sólo ponerla en marcha según la petición del cliente. Le debió de gustar mucho la demostración de Barcelona. Me ha metido prisa.
—Je, je… ¿Hasta dónde crees que podrá llegar nuestro sacerdote?
Levantó la fina barbilla hacia el restaurante de donde habían salido los dos sacerdotes instantes antes. En ese mismo momento, asomaba el religioso alto y canoso, pero se quedó inmóvil con la mirada débil. Después de un rato, empezó a caminar tristemente hacia la muchedumbre con la espalda curvada. Los peatones con pasos rápidos le empujaban, le ponían zancadillas y le insultaban. Tambaleándose, su figura se fue empequeñeciendo.
—Vaya, está muy deprimido… Isaac, ¿no te has pasado un poco con él? Así conseguirás que se corte las venas en lugar de despertarse.
—Éste es mi trabajo. No te entrometas. Tú no eres más que un simple observador. Además, te recomiendo que no lo menosprecies.
El hombre, impecablemente vestido con un traje negro como de luto, se acarició el cabello oscuro que le llegaba hasta la cintura y posó sus serenos ojos de azabache sobre el bello rostro del otro joven como si le reprochara algo.
—Él es un dios a pesar de tener ese aspecto. Es uno de los dioses con quien nosotros, los seres humanos, tenemos contacto por primera vez desde los albores de la historia. Si nos descuidamos, nos aniquilará.
—¿Ése es un dios? ¿Será el dios de la pobreza? A mí me parece un simple humano o aún peor.
—Los seres humanos no podemos arrancar la vida a siete millones de personas. Ni podemos hacer que el mundo, ni nuestros compatriotas, ni nosotros mismos nos convirtamos en nuestro enemigo. Es decir, él es…
El Titiritero se dio cuenta de que la mano con la que aplastaba el cigarrillo en el cenicero estaba temblando, y también de que su voz contenía júbilo y locura.
—Él es el dios de la masacre —dijo el hombre.