No habían transcurrido ni treinta segundos cuando se abrió la puerta con un timbre claro.
¿A cuánta distancia se habría desplazado en tan poco tiempo? Al abrirse la puerta, no solamente la tierra sino también diecisiete de los dieciocho pináculos que se erguían en lo alto se encontraban bajo sus ojos.
—Ya veo. Estoy en la cima de la torre central.
¿Habrían arrojado antes el cadáver desde allí? El hall del mirador más alto de la torre central tenía forma de rosquilla, con el ascensor en el centro, y no era posible ver todo el paisaje desde ese punto. Sin bajar la guardia en medio de la oscuridad siniestramente quieta, Abel dio un paso en el hall y se quedó rígido.
Había alguien delante de sus ojos.
Era un hombre enorme, con una cicatriz en la mejilla. Su uniforme de combate y su forma de blandir un largo sable militar con la manos mostraban que era imposible que fuera un simple civil. Teniendo en cuenta lo siniestro que era el lugar donde se encontraba Abel, la apariencia del hombre era lo de menos.
Villar, el jefe del hampa de Barcelona, estaba flotando en el aire a unos tres metros de altura.
—¡Ah!…
Se había dado cuenta de la presencia de Abel. Villar movió los ojos hacia el sacerdote.
—So…, soco…, socorro…
Era una voz expelida con fuerza desde lo más profundo de los pulmones.
Parecía que pedía auxilio, pero respiraba con tanta dificultad que ya no eran palabras. Tenía la lengua dura como un palo y desde la punta le salía un hilo de saliva.
—A…, ayu…, ayudaa…
El gigante aún quería gritar, pero…
—¡Ajjjjj!
Junto con el ruido extraño del vómito, los ojos se volvieron completamente blancos. El cuerpo se convulsionó con intensidad, como si lo atravesara una corriente eléctrica, y al instante siguiente empezó a encogerse en un abrir y cerrar de ojos.
Todo ocurrió tan rápidamente que Abel ni siquiera pudo decir una palabra y se quedó observando sin que pudiera hacer nada en absoluto. El gigantesco cuerpo de Villar se deshinchó como un globo roto. La piel, del todo arrugada, se puso gris como un periódico viejo, y de las cuencas vacían le colgaban, junto con el nervio óptico, los globos oculares, desecados y del tamaño de un garbanzo.
De repente, algo sobresalió, en medio de las tinieblas, por encima del cadáver.
Su aspecto, originariamente transparente, recordaba al de las medusas. Bajo el paraguas, de tres metros de diámetro, rodaba la sangre recién absorbida de la presa como en una red. ¿Sería la boca, esa especie de pico abierto en el centro de los infinitos tentáculos colgados desde el interior del paraguas? Desde los agudos colmillos clavados en el abdomen de Villar, la sangre que no podía absorber goteaba y formaba un charco en el suelo.
—¿¡Qué diablos es esto!?
—Es una sílfide, un künstlicher geist, un espíritu artificial que fabriqué el otro día.
La oscuridad contestó con serenidad.
—He logrado que sea invisible, pero como tiene tan poca educación comiendo, no puedo llevarlo a ningún sitio… Guten Abend, padre Nightroad.
Las arañas del techo se encendieron simultáneamente e iluminaron de blanco una sombra humana, que estaba sentada delante de un gigantesco órgano que se erguía en el hall del mirador.
—Es usted el hombre del mediodía…
—Sí, nos encontramos otra vez. Perdóneme, padre, por tener este desorden a pesar de que usted ha aceptado nuestra invitación.
El hombre del restaurante tenía una sonrisa inhumana tras el cabello negro y largo que le llegaba hasta la cintura.
—Es que mi socio cortó unilateralmente la relación y, para colmo, nos envió a esta gentuza. James Barrie…, un anciano mentiroso sin remedio. Total, él lo pagó con su muerte…
La confusión desapareció completamente de la cara de Abel, pero, en su lugar, asomó una ansiedad intensa.
La noticia de la muerte de Barrie era conocida tan sólo por un reducido grupo de la policía y por Noélle. ¿Por qué lo sabía ese hombre? Y su aspecto se parecía mucho al del hombre peligroso que su superiora le había descrito.
¿Habría notado la tensión de Abel? El hombre interrumpió sus pensamientos con voz calmada.
—Entonces, su compañero le habrá hablado de mí, ¿verdad? ¿Qué tal los brazos del padre Tres?
—¡Es de los Rosacruz!
Cuando Abel retrocedió saltando, el revólver ya apuntaba al hombre entre las cejas.
—¡Quieto! ¡Ponga las manos en la cabeza! Hay una orden de detención contra usted por homicidio, daños a la propiedad pública y obstaculización de una misión sagrada. ¡Suelte el arma y ríndase! Y…
—Kämpfer. Isaac Fernand von Kämpfer. Rango 9-2 en la Orden de los Caballeros de la Rosacruz. Nombre en clave Panzer Magier… Puede llamarme Magier a secas.
Magier alzó ambas manos manteniendo una sonrisa apagada. Parecía dispuesto a rendirse sin resistencia.
Sin embargo, Abel no quitó el dedo del gatillo. Además del monstruo que se encontraba encima de su cabeza, aquel hombre mantenía un aire muy peligroso. En la mente de Abel seguía sonando intensamente la alarma.
—Antes decía que Barrie era su socio. Entonces, tiene que saber algo sobre el derrumbamiento de la estación…, mejor dicho, sobre ése y sobre los cinco casos anteriores. ¿Han sido obra suya?
—No exactamente. Era Barrie quien quería eliminar los obstáculos para su empresa. Nosotros, la Orden, tan sólo le prestamos el material y los conocimientos. Esto también es un negocio.
—¿El terrorismo es un negocio? ¿Usted…, digo, ustedes perpetran actos de terrorismo por dinero?
—La recompensa no siempre es dinero.
La voz llena de inteligencia y esmerada educación era serena y agradable al oído, pero los ojos de apariencia oriental mostraban oscuridad como un abismo sin fondo y no contenían ningún tipo de sentimiento.
—Nosotros, la Orden, ayudamos humildemente a aquellas personas que no están satisfechas con este mundo y que desean cambiarlo.
Su tono seguía calmado, y eso resultaba aún más siniestro.
—Dejemos los detalles para luego… Pero ¿por qué? —le preguntó Abel con rapidez.
La inquietud que sentía en ese momento no cesaba en absoluto.
—¿Por qué me ha hecho venir hasta aquí, sin ni siquiera disimular su delito?
—Es que, padre…, nos gustaría pedirle un favor al Vaticano. Tal vez podamos hacer un negocio.
—¿Un negocio?
«¿Qué está diciendo este terrorista?».
Kämpfer continuó observando con interés el ceño fruncido de Abel.
—Barrie nos traicionó. Bueno ese hecho no tiene ninguna importancia, pero por culpa de su traición, quizá no podamos recuperar una cosa que habíamos traído a esta ciudad.
—¿Qué cosa? ¿El arma del sexto caso?
—Sí. Resulta que abulta bastante. En teoría íbamos a sacarla fuera de Barcelona como material de la compañía Doménec, pero Barrie está muerto ahora. Si la sacamos nosotros, seguramente la policía nos descubrirá. Por eso, hemos pensado en ustedes, el Vaticano. ¿Qué le parece? ¿Serían tan amables de ayudarnos a recuperarla?
—¡Qué…, qué tontería!
Sin querer, Abel levantó la voz.
—¿¡Por qué tenemos que ayudar a los terroristas!?
—Por supuesto, no estoy diciendo que lo hagan gratuitamente. Les cederíamos todos los datos de los experimentos humanos practicados en la isla del País de Nunca Jamás. Para la Santa Sede, que lucha contra los vampiros, son documentos muy valiosos que quieren obtener a toda costa. Creo que es un buen negocio.
—… O hay otro trato mejor.
Tras la mención de la isla del País de Nunca Jamás, el rostro de Abel estaba tan tenso como si estuviera congelado. Levantó el percusor del revólver…
—Detenerlo e incautar todos esos datos y el arma. Será la mejor solución.
—Vaya, ¿quiere romper la negociación?
—Por ahora voy a detenerlo, Luego, le interrogaré detalladamente sobre el arma. ¿De acuerdo?
—¿El arma? En vez darle explicaciones, es más rápido mostrársela. Es ésta.
Resonó una gran detonación cuando Kämpfer golpeó las palmas de las manos sobre el teclado del órgano. Al deslizarse, los largos dedos hilaban una melodía bonita, pero llena de una oscuridad insalvable.
—BWV 552 de Bach, La fuga de la Trinidad. Es apropiada para esta preciosa noche.
Se oyó la desolación de billones de espíritus malignos en medio del silencio nocturno. Sincronizado con el órgano, el sonido profundo de las campanas atronó desde los campanarios de alrededor. Las pesadas vibraciones que sacudían el cerebro del oyente hacían repicar las tinieblas.
Resultaba muy siniestro, pero era una simple música. ¿Qué relación podía tener con el accidente?
—¿Qué tiene que ver con ese órgano…?
—Ahora lo verá. Hasta entonces, entreténgase con él.
—¿Cómo? ¿Quién es…? ¿¡Ah!?
Cuando Abel bajó la cabeza, unos tentáculos lanzados con ímpetu derribaron su sombra. Con el cabello canoso flotando en el aire, Abel saltó de lado. Antes de aterrizar en el suelo, ya había hecho un agujero de un dedo de profundidad en el lugar donde se encontraba de pie justo un instante antes.
El gigantesco cuerpo medio transparente de la sílfide estaba teñido de carmesí. El paraguas gelatinoso estaba latiendo y los tentáculos, extendidos bajo él, giraban como una ráfaga de viento. Aquellos tentáculos, flexibles como un látigo, retrocedieron todos a la vez, distanciándose entre sí como si hubieran cobrado vida, y atacaron al mismo tiempo a su presa por los cuatro costados.
—¡Oh!
Cuando alzó el revólver, respirando con intensidad, el cargador estaba vacío. Las balas que había disparado sucesivamente habían arrancado los seis tentáculos; ahora se veían unos colmillos brutales. El gigantesco cuerpo traslúcido habría sentido dolor y retrocedió. En ese instante, Abel recargó el arma y apuntó hacia el cuerpo.
Un intenso dolor le recorrió súbitamente el abdomen como si le quemara.
Una sensación como de haber sido cauterizado y clavado por una llama le rajó el músculo abdominal hasta la espalda. A pesar del transparente aspecto gelatinoso, las puntas de los tentáculos poseían la dureza del hierro y la agudeza del taladro, además de la rapidez del rayo.
—¡Maldito sean!
Los seis tentáculos amputados por las balas estaban arrastrándose por el suelo como si estuvieran vivos. Doblándose como serpientes venenosas, se lanzaron simultáneamente hacia Abel.
—¡Mierda!
Los destellos se repitieron en la mano de Abel. Con los disparos, las cinco serpientes semitransparentes se desparramaron.
La última, que había evitado el disparo, mordió a Abel en la mano derecha; el padre decidió golpear directamente el brazo contra la pared. Tras el crujido del hueso, notó el tacto abominable del tentáculo espachurrado. Cuando, hinchado como una sanguijuela atiborrada, éste cayó, se derramó con fuerza la sangre fresca de la herida. Parecía que le había cortado una arteria. La mirada de Abel se empezaba a nublar.
Ya no podía usar la mano derecha y, además, el revólver se le había caído al suelo después de haber disparado todas las balas.
Observando todo aquello, la sílfide se movió. Los flexibles tentáculos se enrollaron con facilidad en ambos brazos de la presa para impedir cualquier movimiento. El pico con los colmillos bajó sobre el cuello de Abel, que ni siquiera podía moverse…
Lo que vibró en el aire en ese momento no fueron los gritos del sacerdote. Fue el rugido de la sílfide, cuya cavidad bucal fue atravesada por el sable que se encontraba tirado en el suelo, y removió el aire nocturno con ondas imperceptibles para los humanos.
—Lo he conseguido… ¡Ah!
Sin embargo, el padre, que había golpeado el sable con el pie en el momento propicio, no tuvo ni tiempo de gritar de entusiasmo. El gigantesco cuerpo de la sílfide cayó muerto directamente sobre él. Intentó retroceder de inmediato, pero los tentáculos se lo impidieron. Cuando la enorme gelatina se desplomó sobre el suelo retumbando, la mitad inferior del cuerpo de Abel se encontraba debajo de ella.
—¡…!
Se oyó el siniestro ruido de cómo se le rompían los huesos de las piernas.
—¿Se encuentra bien, padre?
Abel ni pudo contestar a la pregunta que, desde el órgano, le había formulado con tanta calma el terrorista. Sobrepasado por el intenso dolor, le desapareció la sensibilidad de las piernas.
«¡Mierda!».
Mientras que el religioso estaba malherido, su contrincante no tenía ni un rasguño. Aunque hubiese estado en la mejor condición, ni siquiera estaba seguro de poder vencer a alguien como él, que se había burlado de Gunslinger. Kämpfer no dejaba de tocar el órgano. Tal vez quería demostrarle que estaba muy tranquilo.
Fue entonces, cuando oyó un débil sonido junto al oído.
—¿Oye, Abel?
—… Hola, hermana Noélle —contestó Abel, intentando mantener a toda costa la voz serena, a pesar de tenerla ronca.
—¿Qué es eso de cortar la radio de repente…? ¿Hmmm? ¿Ocurre algo? Te noto rara la voz.
—Nada, nada. Será que la radio no funciona bien.
Si era inútil pedirle auxilio, ¿para qué preocuparla? Pese a las gotas de sudor frío, Abel disimuló la voz con todas sus fuerzas, tratando de que pareciera calmada.
—Pero yo te oigo bien. No te preocupes: estoy perfectamente.
—¿De verdad? Es que intentas hacer lo imposible. Entiendo que no quieras preocupar a los demás, pero eso me preocupa más todavía.
Noélle continuaba con el tono de una hermana mayor. Parecía que no se había enterado de lo que ocurría.
—No hagas nada que no puedas hacer sin ayuda externa, Abel. Todos estamos contigo. Además, yo también… No intentes hacerlo tú solo. Tendrás mi apoyo.
—Gracias. No voy a hacer tonterías.
—Así me gusta. Y lo que te comentaba antes: he encontrado algo interesante en el despacho del presidente. Es un plano…, un plano de la iglesia abandonada. Yo no lo sabía, pero la compañía Doménec adquirió la Sagrada Familia, utilizando una empresa ficticia. ¿Tú conoces la Sagrada Familia? Es ese edificio grande que está en la zona cerrada.
En el otro lado se oía un sonido susurrante; tal vez estaba pasando las páginas del documento.
—Y aquí empiezan las cosas extrañas. Barrie hizo una gran reforma en la catedral. Cambió las campanas de los campanarios por otras especiales, construyó una pared nueva para efectos sonoros… ¿Por qué lo hizo? Para convertirla en una oficina central, no era necesario encargar campanas nuevas.
Algo le rozó la oreja a Abel.
El religioso seguía con la mosca detrás de la oreja: ¿cómo podían haber derribado el edificio de la estación sin utilizar ni explosivos ni cañones? Algo invisible e inaudible…
—Vaya… ¡Ahora caigo! —gritó Abel, atónito, mirando hacia abajo, a los campanarios.
Las ochenta y ocho campanas de los campanarios que rodeaban la catedral estaban controladas eléctricamente según las escala musical y se podían tocar como un piano. La disposición de los dieciocho pináculos que componían la catedral estaba calculada para amplificar el sonido de las campanas. Es decir, la Sagrada Familia era un enorme instrumento musical, un edificio para ser escuchado.
—Si hubieran realizado algunas modificaciones en esas campanas… ¡Noélle, sal de ahí!
Abel dio un grito.
«¿Podrá salir a tiempo?». Le invadió una lúgubre desesperación. ¡No podía perderla otra vez!
—¡Noélle! ¡Estás en peligro!
—¡Un momento! Hay otro plano… ¡No fastidies, este edificio es…!
—¡Da igual! ¡Sal ahora mismo!
—¿Cómo puede ser? ¿¡Por qué está este plano aquí!? ¡Escucha, Abel! Ahora…
La voz de Noélle se cortó de pronto en medio de un ruido, y no reapareció.
—¿… Noélle?
Abel la llamó no para que siguiera informándole, sino porque estaba muy preocupado por ella. El silencio le inquietaba tremendamente.
—¿Qué ha pasado, Noélle?
Pero por el pendiente no llegó ninguna respuesta. Aunque ella hubiera estado callada, tendría que haberse oído su respiración o los ruidos de alrededor, pero no se oía absolutamente nada.
—Noélle…, ¡contesta!
Con el corazón encogido por un mal presentimiento, Abel sacó la voz temblorosa y…
¡Puuum…!
Se oyó un sonido bajo desde más allá de las sombras.
¿Una explosión? No, algo tremendamente gigantesco había caído al suelo.
—¡Ah…!
Una blanca nube de polvo se había levantado en la zona que concentraba los edificios de los bancos y las empresas comerciales, al oeste de la ciudad. En medio del humo, un alto edificio gris se estaba hundiendo como si ya no soportara su propio peso.
—Todas las materias poseen un determinado número de vibraciones. Se llama frecuencia baja, una frecuencia mucho más baja que el nivel audible.
La voz de Magier era muy calmada. No parecía en absoluto la de un asesino que acababa de arrancar la vida a cientos de personas en aquel edificio, el edificio de la compañía farmacéutica de Doménec.
—El Ruido Silencioso introducido en estas campanas es una frecuencia baja del sistema de derribo introducido por resonancia y conduce a todos los edificios del objetivo hacia la destrucción. Todavía estamos en fase de pruebas, pero ya se ve un resultado bastante bueno. ¡Ah!, por cierto, el sistema Campanilla es un Spin-off, un derivado de éste.
—¡Ah…! ¡Oh!
La amable explicación no llegó a oídos de Abel, porque no había terminado aún el espectáculo que tenía lugar ante sus ojos.
Como contagiados por la caída del edificio de la compañía farmacéutica Doménec, los dos edificios contiguos empezaron también a desplomarse. Mientras se derrumbaban, la iglesia que había al lado se hundió levantando una nube de polvo.
Hundimiento. Destrucción.
El humo blanco se extendió por toda la ciudad nocturna como gotas de leche caídas en el café. El puerto, la catedral, el mercado, las avenidas, las chavolas de los pobres y las mansiones de los ricos… Las vidas de miles de personas y el trabajo de la gente durante un milenio, absolutamente todo se convirtió en miserables montones de escombros en medio del humo blanco y del estruendo. Parecía irreal como un espejismo, pero al mismo tiempo era la cruel realidad.
—Platón dijo: «El que ha visto la belleza ya se encuentra en manos de la muerte». ¿Qué le ha parecido el concierto de esta noche, padre? Espero que le haya gustado…
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!
Ante la reverencia respetuosa de Magier, respondió con unos gritos aterradores, maldiciendo al mundo, y un abrumador humo de sangre rajó el aire.
El gigantesco cuerpo de la sílfide que cubría al sacerdote se reventó hecho añicos. Desde la tormenta roja una ronca voz diabólica resonó por todo el hall.
—Nanomáquina Krusnik 02 iniciando operación a límite de cuarenta por ciento. ¡Confirmado!
En el instante siguiente, junto a la presión del aire que se podía tocar con las manos, descendió un filo tan oscuro como la noche sobre la cabeza de Kämpfer.
—¡Mal…, maldito sea!
El religioso, con los ojos inyectados en sangre, avanzaba poco a poco con una gran guadaña de doble filo.
—Lamento profundamente que no le haya gustado… Sin embargo, esto también es un trabajo…
Kämpfer le respondió con seriedad, levantando la mirada hacia Abel, que tenía el rostro torcido por la furia. Simplemente, se quedó de pie con una calma absoluta y con las manos en los bolsillos. La gran guadaña de Abel permanecía detenida justo unos centímetros más arriba de la cabeza, como si existiera una pared invisible.
—El siguiente cliente deseaba ver el poder del Ruido Silencioso y nos solicitó una demostración…
—Por…, por esa tontería…
El semblante de Abel ya no era el de aquel sacerdote frívolo al que, sin embargo, le gustaban los seres humanos, en realidad, ni siquiera era un ser humano.
—¡Por esa estupidez la ha matado a ella!
El filo descendió más.
Era una fuerza increíble. Abel rajaba como si se tratara de un viejo trapo la defensa absoluta del escudo de Asmodeo, la protección electromagnética que rodeaba a Kämpfer, y bajo su arma de azabache sobre la cabeza del enemigo en busca de su presa.
Treinta centímetros, diez centímetros, cinco centímetros…
Sin embargo, la voz de Kämpfer, que miraba hacia arriba, a la muerte que se acercaba, era inquebrantablemente calmada.
—Ya veo… Así intentas que el mundo sea tu enemigo.
El monstruo de los ojos rojos se quedó paralizado.
«Así intentas que el mundo sea tu enemigo, Abel».
Era una frase que había oído hace tiempo.
Una voz suave.
Una sonrisa dulce.
En aquel mundo, donde creía que todo era hostilidad, estaban los dos únicos compatriotas que podía tener.
Pero aquello había sido hace muchos años. ¡Era la frase que había oído en aquella época ya inalcanzable!
—¿¡Dónde has oído esa frase!? —gritó el diablo, al mismo tiempo que desaparecía de repente la tremenda fuerza depositada hasta entonces en la guadaña.
—¡Contesta! ¿¡Quién te ha dicho esa frase!?
—Nos vemos, padre Nightroad… o don Abel.
—¡Es…, espera!
La sombra de Magier hizo una perfecta reverencia y se movió sobre el suelo como si fuera algo pegajoso. Cuando Abel volvió en sí, apenas un instante después, ya era demasiado tarde. Las tinieblas con forma humana le habían cubierto. Alcanzó la cabeza con la gran guadaña, levantando el viento, pero en lugar de sangre, le salpicaron trozos del suelo arrancado.
—Increíble… No puede ser…
Abel, que había gritado abatido, cayó de rodillas.
En el hall ya no había nadie. No solamente en el hall, sino tampoco en las ruinas que la muerte y el silencio había ocupado en un instante.
—Yo… Otra vez yo…
Ya no se oían las notas del órgano.