III

La puerta del sol de color negro azulado estaba convirtiendo las enormes ruinas en la silueta de algo que no era de este mundo.

En medio de la calle solitaria donde ya se empezaba a notar el viento fresco, se encontraba Abel inmóvil, absorto en alguna cosa.

—Esto es…

La fachada que desde lejos parecía la superficie de una gruta de estalactitas estaba llena de infinitas estatuas de santos y ángeles. Además, por encima se encontraba diecisiete campanarios que contenían ni más ni menos que ochenta y ocho campanas y que se erguían firmemente en el cielo crepuscular, a punto de cubrirse de oscuridad.

Y en el centro, donde se agrupaban los campanarios como un gigantesco hormiguero, había una torre central con forma de una nave espacial que hubiera venido de otro planeta. Vulgarmente la llamaban la Torre del Hijo y miraba majestuosamente hacia el suelo desde ciento setenta metros de altura.

La catedral de la Sagrada Familia era un enorme monumento de antes del Armagedón. El Vaticano había renunciado a ella por su aspecto tan heterodoxo y su tamaño colosal. Después del abandono por parte de la Santa Sede, la iglesia pasó de mano en mano entre la ciudad de Barcelona y varias empresas privadas, y llevaba algún tiempo como nido de cuervos y murciélagos.

—¡Oh!, menuda… ¿Ahora por dónde puedo entrar?

Abel vagaba en busca de la entrada y, de repente, detuvo sus pasos.

En el suelo de gravilla había huellas frescas. Al observar bien, unos cuantos coches estaban aparcados delante de la fachada decorada con infinitas esculturas de ángeles. Todos los vehículos parecían del ejército. Por su grueso cristal blindado y los neumáticos reforzados, resultaba evidente que no eran de particulares.

—¿Hmmm? Tendrán visitas… ¿Hmmm?

Un sonido eléctrico le avisó de una llamada por radio, y Abel extendió la mano al pendiente.

—Oye, Abel, ¿me recibes?

—Sí, sí, te oigo bien. ¿Pasa algo, Noélle?

—Bueno, es que… ¿Puedes venir aquí ahora? Quiero que eches un vistazo a algo.

—¿Te refieres a la compañía Doménec? Vale, no me importa, pero… ¿Hmmm?

Abel hizo una mueca al notar unas gotas templadas que le habían caído sobre la cabeza. ¿Lluvia? De manera inconsciente, se limpió el cabello con la mano, pero su mano extrañamente olía a sangre. ¿Qué era ese rojo que teñía la figura de la Virgen que sobresalía de la fachada?

—Pero esto es…

—¿Qué? ¿Ocurre algo?

—Es que acaba de caerme encima… ¿¡Ah!?

Algo descendió desde lo alto, pasó casi rozando a Abel, que de forma instantánea había encogido el cuerpo, y finalmente cayó con un zumbido sobre el coche. La luna frontal se esparció por el suelo destrozada por completo.

—¿¡Qué!? Es un…

Abel tragó saliva ante la cosa que había caído rebotando sobre el capó.

Era un hombre vestido con un abrigo militar gris. Su rostro sanguinolento estaba retorcido por el terror y la cavidad bucal teñida de rojo oscuro emitía un grito sin sonido. Pero ¿por qué tenía el estómago arrancado por entero? De ningún modo era por el impacto de la caída.

—¿Abel? ¿Qué ocurre? ¿Pasa algo?

—Luego te lo cuento.

Abel cortó la radio unilateralmente y abrió la puerta a patadas. Su revólver de percusión ya estaba fuera de la cartuchera.

En medio del crepúsculo, el aire del claustro decorado con sucesivos arcos estaba cubierto de una humareda densa de disparos de cañones y del olor estimulante del aceite lubricante para pistolas. En algunas partes de las paredes, había restos recientes de impactos de balas. El solitario interior de la catedral estaba dominado por un tremendo silencio.

Hacía ya algún tiempo que la iglesia estaba abandonada. Probablemente, ya no tendría electricidad, pero ¿qué era ese resplandor que provenía del ascensor del fondo del claustro, cuya puerta estaba abierta como si invitara a un huésped?

—Así que quieres que suba…

Abel dudó durante dos respiraciones y entró. El ascensor cerró la puerta como si lo esperara y subió desde el fondo de la catedral hacia el cielo.