I

Desde el restaurante al aire libre y bajo la sombra de una palmera, se abarcaba el mar azul y la ciudad blanca de Barcelona.

En el puerto, de donde no cesaban de entrar y salir barcos, se veía un mercado rebosante de mariscos. En el laberinto de piedra que era el barrio antiguo, se erguía la catedral de Santa Elena de Barcelona; la calle principal estaba llena de gente que disfrutaba de sus compras… Desde el parque de la colina, la pacífica tarde de la ciudad meridional tenía un punto exótico.

—Según la investigación de la policía, no encontraron al final ningún rastro de explosivos. El caso se cerrará como un problema de deterioro del edificio de la estación… ¿Me escuchas, Abel?

—Por supuesto, hermana Noélle.

Abel Nightroad asintió con seriedad ante la bella mujer vestida de traje que había alzado la mirada del voluminoso informe. El rostro del sacerdote era verdaderamente serio y sus ojos estaban llenos de pasión contenida.

Sin embargo, tenía la boca llena de paella y dos salchichas asadas clavadas en dos tenedores, uno en cada mano. Con ese aspecto, era difícil mostrar algo de seriedad. Además, el almuerzo para más de cinco personas ocupaba casi toda la mesa. Desde el fondo del restaurante, las camareras, vestidas con un colorido traje folclórico, lo miraban con temor.

—No me lo puedo creer. ¿Vas a comerte todo eso?

—Je, je, je… Es que hacía tiempo que no salía de viaje de trabajo. Si como mucho a expensas del Vaticano, puedo estar tres días sin comer en Roma. Si no recuerdo mal, tal vez casi una semana podría…

—Sigues tan tacaño como hace seis meses. Tienes algo aquí.

Noélle Bor, la bella mujer del traje, además de monja mercenaria, cogió un grano de paella de la mejilla del sacerdote orgulloso y sacudió la cabeza lamentándose.

Bajo el ceño artificialmente fruncido, sus ojos rasgados sonreían con dulzura. Mirando su semblante sereno era difícil imaginarla como Miss Tres, la agente que hasta seis meses antes atrás aterrorizaba a los enemigos del Vaticano.

—¡Ah, Noélle!, muchas gracias por echarme una mano. Has sido una gran ayuda —le agradeció Abel a su compañera, mientras quitaba la cáscara de unas gambas cocidas que aún desprendían vapor—. Sentía mucho tener que pedirte ayuda para la misión, porque estás retirada, pero pronto el arzobispo Alfonso va a visitar Roma, y el Vaticano no tiene personal suficiente para su vigilancia.

—El arzobispo Alfonso es el tío del pontífice, ¿no? Aún sigue vivo…

—Sí, ahora es arzobispo de Colonia y regresa a Roma después de cinco años. Por eso, los subordinados como yo estamos muy ocupados. Hasta a ti te hemos metido en esto.

—No me importa. Como ciudadana del Vaticano, es mi deber colaborar.

Noélle movió la cabeza mientras levantaba la taza de café con leche que todavía no había tocado. Al sacudirlo, el cabello negro esparció un aroma de almizcle.

—Además, me aburría de la vida en el convento y la operación de infiltración era interesante. ¡Pero qué lastima que el autor muriera delante de nuestros ojos! Doménec o, mejor dicho, Barrie era un canalla, ¿no?

—En estos momentos, tenemos confirmados cuarenta y ocho asesinatos. De todos modos, no habría evitado la pena de muerte.

James Barrie, ex catedrático de la Universidad de Londinium, era el cabecilla del caso Nunca Jamás —el secuestro masivo y los experimentos humanos—, descubierto dos meses antes.

Ax había solucionado el caso, pero Barrie seguía desaparecido y no se había llegado a detenerlo.

Justo hacía un mes, Ax había logrado obtener la prueba de que Barrie, utilizando un nombre falso, poseía una compañía farmacéutica. Había sido la hermana Noélle, ex agente retirada en Barcelona, quien, en lugar de otro agente de Ax, había espiado a la compañía Doménec y había descubierto que el presidente Doménec era, en realidad, Barrie, que había cambiado de cara y de nombre. Por eso, le disgustaba más que a nadie la muerte accidental del criminal, que había ocurrido delante de ella. Desde la noche anterior, estaba decepcionada.

Pero Abel también sentía lo mismo. Querría haber podido detener con sus propias manos al hombre que había traído la desgracia a tantos niños.

—¿Y cómo va la restauración de la estación?

Abel cambió de tema con el rostro alegre, después de dar un pequeño suspiro casi inaudible al otro lado de la mesa.

—He oído que todos los policías y bomberos se han puesto en acción. ¿Qué tal va?

—Tardarán mucho, porque el techo se derrumbó totalmente. Les va a llevar más de una semana…, o tal vez un mes…

—¿Y han rescatado a los heridos?

—Parece ser que había más de doscientas personas en el andén, pero estarán casi todas muertas. Ni siquiera sabemos si se va a encontrar el cadáver de Barrie… Por lo menos, ya no tendrá su aspecto original.

—Vaya…

Ni los pasajeros ni los familiares que habían ido para despedirse podrían haber imaginado que sus vidas se interrumpirían allí mismo y de ese modo. Doscientas vidas, doscientos pensamientos, doscientos…

Inconscientemente, Abel se tapó con las manos la cara con el ceño fruncido, porque se dio cuenta de que Noélle le estaba mirando. Levantando el puente de las gafas puso una sonrisa artificialmente frívola, al mismo tiempo que devoraba una rebanada de pan frito.

—¡Qué rico! Está buenísimo. ¿Quieres probar, Noélle?

—Vale, dame una. ¡Hmmm!, está riquísimo. Pero ¿qué fue lo de ayer? Sólo afectó a la estación, y precisamente a aquel andén…

—Si no fue un terremoto…, ¿será que la construcción era una chapuza?

—¿Qué habrá sido? Pero últimamente hay bastantes accidentes como ése. Creo que es el sexto.

Noélle extendió la mano hacia un periódico que estaba en la estantería contigua. El desastre de la noche anterior ocupaba una página entera. Su fino dedo señaló no el artículo sensacionalista sobre el accidente, sino los nombres de cinco edificios que aparecían al final.

—¿Todos estos edificios? ¿En dos semanas cinco…, no, seis edificios contando con el de ayer? Aun teniendo en cuenta que es una ciudad antigua, son demasiados, ¿no te parece?

—¿A que es raro? Por eso, he investigado un poco y he averiguado algo interesante.

Al descruzar las piernas largas por debajo de la falda ajustada, la ex agente puso un codo sobre la mesa y miró a Abel.

—Resulta que ninguno de todos esos edificios tenía buenas relaciones con la farmacéutica Doménec. Por ejemplo, el laboratorio de una empresa rival, la casa particular de un político que iba a inspeccionar la compañía… ¿No te parece extraño que fueran simples accidentes?

—Entonces, ¿se trata de crímenes y no de accidentes?

—Quizá.

Noélle asintió inclinando ligeramente la cabeza, que estaba apoyada sobre los dedos entrecruzados. Raro en ella, lo dijo de una manera poco clara.

—Pero si son crímenes, ¿cuál es el modus operandi? No hay rastros de explosivo ni era un terremoto. Para derrumbar unos edificios tan grandes como ésos…

—¿Y los autores? El más sospechoso es Barrie, pero murió ayer.

—Ahí está el problema…

La monja sacudió la cabeza, manifestando su acuerdo con la duda de su ex compañero, como si dijera: «Me has leído el pensamiento». A continuación, puso una propuesta en sus labios.

—Estoy pensando en ir a la empresa ahora. Tal vez encuentre algo interesante en el despacho del presidente.

—¿Crees que es seguro?

Abel asintió ligeramente la cabeza con gesto de preocupación.

—Si Barrie se hubiera metido en algún lío…

—Si es así, razón de más para sacarlo a la luz, ¿no? Además, ¿por qué crees que hemos empezado a investigar?

—¡Hmmm!

Era un buen argumento, pero Abel no estaba convencido del todo y continuó:

—Vale, entonces voy yo a la empresa. Así…

—Pero vas a llamar la atención. En cambio, nadie sospechará de mí y será mucho más seguro que un religioso extraño vagando por la oficina.

—Entiendo, pero…

—Como siempre, te preocupas demasiado, Abel.

Extendió una mano blanca y acarició el cabello canoso del sacerdote. Cuando Abel la miró, los ojos de azabache sonreían con tristeza.

—Siempre te preocupas por alguien. Lo haces desde que yo estaba en Ax. Así, cargas con el peso y el dolor de los demás. En cambio, no muestras tu dolor a nadie. ¿Tan poca confianza tienes en los demás?

—No, no es por eso. Simplemente, no me atormento. Si pienso en cosas difíciles, me empieza a doler la cabeza…

—¿Ves? Ya estás disimulando. En realidad, estás muy preocupado por el caso de la estación. Estarás pensando en que no era un accidente, sino un crimen; por ejemplo, un acto de terrorismo para eliminar a Barrie. Crees que implicaste a mucha gente porque le perseguiste allí… Es lo que te preocupa, ¿no?

—…

—Lo sabía. Sin duda, tu cara dice la verdad.

Noélle sonrió otra vez y pinchó con el dedo la frente de Abel, que se había callado y tenía los labios apretados. Ya no mostraba aquel aire extrañamente triste. Su sonrisa despreocupada era la de una hermana mayor que gastara una broma a su travieso hermano pequeño.

—No es bueno cargar tú solo con todo. Hay mucha gente alrededor de ti. Tienes que fiarte de la gente como doña Caterina, Kate o Tres… Por cierto, ¿aún sigue vivo aquel padre tan sobón?

—¿Te refieres a León? Sí, está muy bien en la cárcel.

—¡Qué tío más baboso! Durante una operación me tocó el pecho, el muy cretino. De lo único que me arrepiento de no haber hecho mientras estaba de servicio es de no haberle partido la cara.

Noélle hizo una mueca y miró seriamente hacia Roma. Tal vez alguien estaría teniendo un ataque de asma en la cárcel en ese mismo momento.

—¡Vaya, qué tarde es! Me voy. No te preocupes. Si ocurriera algo, te llamaré por la radio.

—¡O…, oye!

—¿Hmmm? ¿Qué quieres?

Noélle se volvió después de levantarse con el bolso en la mano. Ante el blanco rostro de la agente, Abel abría y cerraba la boca como un pez carente de oxígeno.

—G…, gracias, Noélle.

—¿Ves? No está bien eso de decir «gracias» con tanta formalidad. ¿Por qué no puedes decir algo así como «Eh, lo dejo en tus manos»? Eres un hombre, ¿no?

—Eh, lo dejo en tus manos.

—¡Bien dicho!

La hermana sonrió y se puso los dedos en los labios de Abel con los dedos extendidos suavemente por encima de la mesa.

—¡Hasta luego, Abel! Nos vemos.

Noélle se volvió, con una última sonrisa traviesa hacia el padre, que estaba tieso y boquiabierto. Ocultó su belleza con el aire de ser una ejecutiva eficaz y salió del restaurante con pasos rítmicos. El sacerdote seguía mirando con una cara tristona a la bella figura que se alejaba.

—¡Qué Fräulein más bella! ¿Es tu novia, pater?

—¿¡Cómo!?

De repente, alguien le había dirigido la palabra y el sacerdote se volvió hacia atrás. Aquella persona continuó hablando:

—Balzac dijo: «Una mujer apasionada será tan fuerte como el bronce». Las mujeres barcelonesas son apasionadas y, además, bellas.

Era un hombre que estaba sentado detrás y sonreía con serenidad.

«¿Desde cuándo lleva ahí?».

No se había dado cuenta en absoluto de su presencia, a pesar de su singular aspecto. Llevaba un traje elegante, como de luto, el cabello negro hasta las caderas y, entre los dedos, un cigarro tan fino que parecía un alambre. Abel devolvió apresuradamente un saludo, pero no le sonaba de nada su cara.

—Perdone…, ¿nos conocemos?

—Perdóneme usted. Es la primera vez que nos vemos.

El hombre saludó ceremoniosamente, manteniendo la sonrisa lúcida sobre el rostro inteligente.

—La verdad es que se parece mucho a un conocido mío y por eso me he tomado tanta confianza con usted. Perdone mi descortesía.

—Bueno…, ¿Es usted turista?

—Nein. Estoy aquí por trabajo. Soy encargado de la decoración de un pequeño teatro. Como vamos a actuar en Roma, he venido a esta ciudad para comprobar la decoración antes de la actuación. El clima y la topografía de aquí se parecen mucho a los de Roma. Es ideal para ensayar.

—Ya veo…

Lujos culturales como el teatro estaban fuera del alcance del presupuesto de un padre itinerante, y Abel no podía hacer más que asentir. El hombre continuó con simpatía sin darse cuenta de la poca sinceridad del sacerdote.

—A propósito, lo que hablaba usted con la Fräulein… La teoría de que los casos de derrumbamiento han sido crímenes es muy interesante. Espero que no le moleste, pero les he estado escuchando. ¡Ah!, ¿no le importaría que usara esa historia en el guión de nuestra obra?

—Pero si era una tontería. No lo tome en serio.

—Independientemente de que sea verdad o no, es una historia original. Para que ese caso sea un crimen en el argumento, tendremos que pensar en una trama para convencer al público de cómo destruir edificios concretos sin utilizar bombas…

Una vez que terminó de hablar, el hombre golpeó el cigarrillo en el cenicero. En su mesa no había ni platos ni tazas, ni siquiera la carta del menú. ¿Por qué ninguna camarera se acercaba aún?

—¡Hmmmm…! ¿Cómo lo haría usted, padre?

—Bueno…, ¿disparando con cañones desde fuera?

—Pero ¿se puede disparar con precisión al objetivo en una ciudad como ésta con los edificios tan apiñados?

—Si es desde un lugar alto como una colina o una montaña…

—No va mal encaminado; pero mire esto, padre Nightroad.

El hombre extendió un mapa turístico de Barcelona, un mapa normal y corriente. En el plano a todo color, había seis estrellas rojas marcadas con un rotulador.

—Son los seis lugares de los sucesos. Efectivamente, Barcelona está rodeada de colinas, pero todos los sucesos has ocurrido en el centro de la ciudad. Sería difícil atacar desde la colina, ni siquiera con los cañones instalados allí.

Abel miró el mapa detenidamente.

El hombre tenía razón: era imposible disparar a esos seis emplazamientos desde cualquier colina.

—… Entonces, ninguna de las colinas será el lugar desde donde se atacó, ¿no? Es posible que desde un edificio muy alto…

Abel se volvió hacia atrás de golpe y miró hacia abajo, a una zona desierta.

Aquella área se llamaba la zona cerrada. Siendo el centro de la ciudad, se había convertido en una zona bloqueada y deshabitada después del Armagedón. No había sido posible restaurarla y, en ese momento, estaba hundida en sombras, bajo los rayos del sol que había comenzado a declinar.

Y en el centro de esa zona, se encontraba un edificio extraño y gigantesco, compuesto de infinitos pináculos.

—¡Desde allí sí es posible! Pero no se hallaron balas en ningún lugar. La hipótesis de los tiros… Un momento, ¿por qué sabe mi nombre?

El semblante de Abel se oscureció al volverse hacia atrás.

Del cenicero aún salía humo blanco, pero el hombre ya no se encontraba allí.