—¿Te apetece té o café?
—Ya que me lo has ofrecido, tomaré té. ¡Ah!, échame trece cucharaditas de azúcar, ¿vale?
Ante una petición tan poco habitual, la chica del uniforme de criada se sorprendió, pero finalmente se decidió a mover la cucharita. En un momento, una taza de té apareció en la mesa, despidiendo un agradable aroma.
—Aquí tienes.
—Muchas gracias. ¡Hmmmm!, ¡qué olor! Esto es lo bueno de trabajar en Albión. El té es el mejor del mundo.
El sacerdote de las gafas parecía contento, aunque lo que estaba tomando era tan denso que se asemejaba más a la gelatina que al té. Ya debía de dolerle menos la cabeza, sonreía despreocupadamente y colocaba los codos encima de la mesa de forma maleducada.
A través de la ventana del comedor se veía el bosque que rodeaba la mansión en la que se hallaban, en lo alto de la colina. A mediodía se podría haber divisado la playa y el avión, pero en medio de la oscuridad de la noche no se veía absolutamente nada. Lo único que se percibía era que en la brisa viajaba de vez en cuando el ruido de los golpes del martillo que utilizaba el otro religioso para reparar el avión.
—Gracias, Wendy. A pesar de habernos presentado de repente, me has invitado a té.
—El placer es mío. Siento mucho que la radio esté estropeada. Si volviese el amo, podría arreglarla, pero yo no…
—No te preocupes. Que le eche un vistazo León. Es mañoso a pesar de la pinta que tiene. ¡Pero qué pena que vuestro amo esté ausente! Tenía muchas ganas de conocer al eminente doctor James Barrie. Parece que le encantan los niños…
Abel lanzó una mirada curiosa alrededor, colocando la taza vacía en el plato. Sin embargo, era la casa típica de un aristócrata en Albión y no se notaba nada extraño, fuera de que había pequeños objetos más propios de los niños, como peluches, juguetes y bates de críquet, y de que por todas partes había tirados dibujos hechos con pinturas de cera. Es decir, toda la casa era una especie de cuarto infantil.
Wendy le explicó que Barrie había comprado la isla del País de Nunca Jamás entera, que originalmente estaba deshabitada, y que al retirarse había recogido a muchos niños huérfanos y se había mudado allí con ellos. Aquellos juguetes eran de los niños.
—No recuerdo cuándo, pero leí en un periódico que la reina le había otorgado una condecoración por su investigación sobre el envejecimiento. Es doctor en medicina y escritor de cuentos infantiles y, además, un hombre de bien al que le gustan los niños… Es una persona tan magnánima como Dios.
—¿Tan magnánima como Dios?
Mientras le servía la segunda taza de té, la cara de la chica se puso ligeramente rígida, pero Abel no lo percibió y continuó de forma despreocupada:
—Es que hoy en día hay padres que venden a sus propios hijos, pero él se encarga incluso de niños que no son suyos…
—Bueno, en ese sentido, es tan generoso como Dios. Por lo menos para mí era como Dios.
—¿Ah?
Abel entrecerró los ojos mientras tomaba el té, no porque le sorprendiera el tono bajo de la muchacha, sino porque simplemente tenía sueño. ¿Estaría agotado por el vuelo?
—¿Qué quieres decir con eso de «para mí»?
—Tal como he dicho. Yo también fui recogida por el doctor, mi amo.
—Ya veo. Eres como su hija.
—¿Su hija? No… Digamos que soy su conejillo de Indias. No soy su hija.
«¿Conejillo de Indias? ¡Qué expresión tan exagerada!».
Abel intentó reñir a la chica, pero no se le ocurrieron las palabras adecuadas por culpa del sueño. Sorbió el té para despejar la mente.
—Wendy, creo que…
—Dejemos de hablar de mí. Me gustaría saber sobre ti, padre.
Wendy abrió la boca sin tocar siquiera la taza de té que tenía delante. Su manera de hablar ya no tenía en absoluto el aire de ser una criada fiel. Le hablaba a Abel con el tono de una reina.
—Padre, ¿de dónde vienes?
—De Roma. De Ax, el Servicio Secreto de la Secretaría de Estado del Vaticano.
«Pero ¿por qué estoy hablando de mí?».
Sentía la cabeza pesada, pero la lengua muy ligera. Sacudió la cabeza para tener la mente clara. Tomó otro sorbo, pero todo el sabor dulce se sedimentó como un poso en la conciencia.
—Así, toma más té. ¿A que mi té está rico?
Entre las brumas que le cubrían el pensamiento, sonó a duras penas la señal de alarma.
«¡Oh, no! Me ha echado algo en el té…».
Inmediatamente, cerró los puños para despertar la conciencia por medio del dolor. Sin embargo, unos dedos finos se lo impidieron.
—No pienses en otras cosas, padre.
Wendy le agarró suavemente las manos y le acercó la boca al oído.
—Concéntrate sólo en mis preguntas… ¿Qué es Ax?
—Wen…, Wendy, para. Es inútil…
—¡Contesta a mi pregunta! ¿Qué es Ax?
—Ser…, Servicio Secreto de la Secretaría de Estado… El caso de vampiros… La investigación… Métodos ilegales…
La chica asintió mirando fríamente al padre, que murmuraba con sufrimiento.
—El accidente del avión no ha sido una casualidad, ¿verdad? ¿Por qué habéis venido a esta isla?
—Michael Darling… La banda que secuestra niños… La lista… El doctor Barrie… ¿El doctor Barrie? ¿Dónde está… el doctor Barrie?
—Vaya, me sorprende que todavía tengas conciencia. He echado tanta cantidad como para hacer cantar a un elefante…
Wendy suspiró con cierta admiración y le limpió con suavidad a Abel el sudor de la cara.
—¿Has venido a buscar al amo, padre? ¡Qué lástima! Ya te he dicho que no está aquí. Es verdad. Además, no sólo él: ningún adulto se encuentra en esta isla.
—¿Qué… quieres decir?
Se oyó un ruido y se abrió la puerta que daba a la cocina. Un montón de niños se asomaba desde el otro lado de la puerta. Los había fornidos y flacos, chicos y chicas… Cada uno tenía una cara y una constitución diferentes, pero todos observaban a Abel inexpresivamente.
—Son los niños desaparecidos… Entonces, esta isla es…
—Es Nunca Jamás.
Wendy susurró con dulzura mirando al padre, que iba cerrando poco a poco los ojos.
—Es una isla sólo para nosotros, los niños.
—Pues… he conectado el carburador ahí y he apretado estos tornillos… A ver qué tal ahora.
Hubo un zumbido y las hélices comenzaron a girar. Gradualmente aumentaron la velocidad, levantando cada vez más viento. León miró con satisfacción el avión, que había resucitado.
—¡Bah!, es pan comido. Lo siguiente es la radio. ¡Eh, chaval! Deja ya de refunfuñar.
Sin compasión, el gigante miró hacia atrás, al chico que lloraba sentado en la playa.
—Si quieres llorar, vete a otro sitio. Me molestas.
—Es que… no he sido capaz de proteger a Wendy.
En la oscuridad no se veía la cara de Peter, pero se oía cómo sorbía por la nariz.
—Le había prometido… Le había prometido a Wendy que la protegería…, pero me ha derrotado un viejo como tú…
—¡Deja de llorar de una vez! ¡Y qué es eso de llamarme viejo! —gritó León mientras quitaba la radio del avión—. ¡Todavía no tengo ni treinta años, aunque tenga esta pinta! Así que no me llames viejo. ¡Eh!, ¿es humillante ser derrotado? Pero ¿eres bobo? ¿Creías que podrías vencer a un adulto siendo un crío?
—¿Es que no puedo?
—No. Los niños no ganáis a los adultos. Así son las reglas.
—¿Las reglas?
—Sí… ¡Mierda! Ésta ya no sirve.
León dio un suspiro, mirando desalentado la radio, que estaba completamente quemada. Encender la bengala de socorro era más esperanzador que reparar la radio.
—¡Eh, chaval! ¿Te acuerdas de mi amigo, ese tontaina de las gafas? Vete a llamarlo.
—¿El padre con gafas? Vale. Ahora vengo.
—¡Eh, espera!
León detuvo al muchacho, que se había puesto a correr. Mostrando su gruesa palma, hizo una mueca exagerada.
—Sí que me ha dolido lo de antes. Eres fuerte para ser un crío.
—¿De verdad? ¿Puedo ser tan fuerte como tú?
—¡Hmmm!, tal vez el segundo más fuerte después de mí.
Peter sonrió y se puso más contento que nunca.
—¡Qué bien! Como soy mal logrado, pensaba que jamás sería fuerte. Cuando sea mayor, ¡ganaré a los logrados! ¡Gracias!
—¿¡Mal logrado!? ¿¡Logrados!?
Mientras León se preguntaba qué significarían aquellas extrañas palabras, el chico ya se había ido corriendo hacia la colina.
—¡Eh, para! Ese mal logrado es… ¡Ay, ay!, ya se ha ido.
León se rascó la cabeza, después de perderle de vista a lo lejos, más allá del bosque.
—Por eso odio a los críos. Son unos pesados… Pero ¿qué hace ese zopenco? Si ha aceptado el té, seguro que le han dado tal paliza que jamás podrá casarse… ¿Hmmm?
—Aquí está.
—Sí, sí.
—Está aquí.
Súbitamente, León, que venía andando por la playa, detuvo sus pasos. Con una luz extraña en sus ojos, observó cautelosamente a su alrededor.
—¿… Eres tú, chaval?
—No. No somos chavales.
Las risillas venían de unos cuantos niños, pero ¿de dónde salían? Si en un momento parecía que le susurraban al oído, en el siguiente tenía la impresión de que provenían de más allá del bosque, a modo de eco.
—¿Adónde miras? ¡Estoy aquí!
—¿¡… Ah!?
León se dio la vuelta y retrocedió. Cuando aumentó el ruido del motor, inmediatamente el avión empezó a deslizarse sobre el agua.
—¡Aaaaaah!
No hubo ni tiempo para escaparse ni de pensar por qué se había soltado el amarre. Los enormes flotadores subieron por encima del sacerdote y unas burbujas negras emergieron a la superficie, a la vez que se producía un ruido sordo, como de haberse roto algo.
—¿Lo hemos derrotado?
—¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado!
—Vaya, yo también quería conducirlo…
Eran tres niños que se asomaban desde los asientos de pilotaje del hidroavión, que se había parado después de atropellar al religioso. Cada uno llevaba en la mano un sable de abordaje o una lanza corta, e iban vestidos con uniforme a rayas de marinero, bigotes falsos y un ojo vendado.
—¡Qué fácil!
—Porque era un adulto. Es que son así. El otro día…
—Venga, vamos a recuperar el cadáver. Como lleguen los tiburones, nos costará espantarlos.
Los tres pequeños piratas bajaron de la cabina del piloto, mientras mantenían inocentemente una conversación tan repugnante como aquélla. Pasaron canturreando por la orilla y observaron el lugar donde debía estar el cadáver.
—¿Qué? ¿Está muerto, Carly?
—¡Qué raro! No huele a sangre.
Carly, la líder del grupo, olisqueó con cara extraña. Su olfato era tan agudo como el de un tiburón blanco, pero percibía tan sólo el olor a mar y a algo metálico.
—¡Mirad eso!
La que se sumergía en el mar era la radio, partida por la mitad.
—¡Hola, chicos! ¿Jugáis al pilla pilla?
Era una voz totalmente arrogante.
¿Cuándo se había desplazado hasta allí? El sacerdote estaba sonriendo desdeñosamente encima de una roca. Su melena negra ondeaba al viento.
—¡Qué divertido! ¿Puedo jugar con vosotros? Se me da muy bien jugar con aros.
Con una sonrisa burlona, León deslizó una de las pulseras que llevaba en la muñeca hacia su dedo, emitiendo un sonido metálico. Justo después, apareció una hoja finísima de cerámica de estructura de cristalización simple, que estaba cubierta de plata.
Mientras tanto, en los niños se había producido una transformación total.
Con un leve gemido, les salieron unos colmillos largos en los labios levantados y de las espaldas les brotaron unas alas transparentes, que rajaron sus chaquetas.
—¡Estupendo! ¡Ya no tengo que buscaros, haditas!
El sonido agudo de las alas se mezcló con la voz del padre, que hacía girar aquel aro, llamado chakram[7]. En el instante en que la chica hada desapareció, una sombra que tenía la punta de la lanza en dirección a León ya se perfilaba justo encima de él.
—¡Eres mío…!
Resonó un sonido sordo cuando la lanza destrozó la roca, pero el religioso ya no se encontraba allí. Mientras los pedazos de la roca se deshacían como el rocío, él permanecía de pie en la orilla, a unos diez metros de distancia, encorvando la espalda como un gato.
—¡Vaya! ¡Qué fallo!
La chica lanzó una mirada seria hacia la presa que se le había escapado. En ese momento, un chico dio un chillido.
—¡Cuidado, Carly!
—¡Ah…, aaaaaah!
El aviso apenas llegó a tiempo. El chakram, girando alrededor de la lanza como si fuera un aro de juguete, subió y se arremolinó en el cielo nocturno, después de rozar la barbilla de Carly, que se había arqueado hacia atrás en un abrir y cerrar de ojos. Dibujando un círculo perfecto, finalmente el aro regresó al dedo de su amo.
—¿Estás bien, Carly?
—Sí, estoy bien… ¡Pero tened cuidado! ¡Éste no es un adulto cualquiera!
Era una habilidad diabólica. No solamente había esquivado la lanza que iba hacia él, sino que había conseguido introducir el chakram en la trayectoria del arma.
—¡Cómo te atreves! ¡No te perdono, adulto!
—¡Bah! ¿Qué me vais a hacer si no me perdonáis, malditos críos?
León se rió audazmente, haciendo girar el aro con un dedo, pero tenía la espalda empapada de un sudor frío.
«¡Qué veloces son!».
Aunque el sacerdote gozaba de una capacidad de reacción anormalmente rápida, no podía más que evitar los ataques. Menos mal que era sólo un hada. Si le hubieran atacado las tres juntas, no habría tenido manera de defenderse.
—Todavía no quiero usar eso… ¿Hmmm?
Las hadas le lanzaron una mirada hostil, mientras permanecían inmóviles en el cielo. Lo que le llamó la atención a León fue el humo blanco que le cegaba.
—¿¡Qué es esta niebla!?
Justo debajo de las hadas, que se encontraban en el cielo sin movimiento alguno, la niebla manaba del mar con una tremenda fuerza. Sin ningún calor, el agua estaba hirviendo intensamente.
—Pero si es… ¡Mierda!
La atomización es un fenómeno por el que la unión molecular del agua del mar se destruye por alta frecuencia y se evapora a pesar de que la temperatura sea normal. Y ésa era una de las habilidades de las hadas, que podían provocar ultrasonidos a través de las vibraciones de alta velocidad de sus finas alas.
—¡Muere! —gritaron al mismo tiempo las tres.
Cuando iba a cambiar de posición, aturdido, ya era tarde, y un filo invisible embistió al sacerdote y partió el mar por la mitad.