Prólogo

Tienen ojos, mas no verán. Orejas tienen mas no oirán.

Salmos 115,5-6

—Nos ha servido bien, pero ya no le aguanto. Cortaremos toda relación con él —murmuró un anciano con voz ronca.

En el Ducado de Cataluña, los trenes rápidos e internacionales que venían del Reino Franco o de Roma llegaban solamente a la estación de Sants, ubicada en el oeste de Barcelona. El hall de salida estaba lleno de pasajeros que se apresuraban para no perder el último tren. Aquel anciano acompañado de unos diez hombres de mirada siniestra vestidos de negro era uno de ellos.

—Hasta que solucionemos el problema, me alejaré de esta ciudad. Te encargas del asunto, Villar. Mañana mismo, a ese tío… Ya sabes.

—Déjemelo a mí, doctor Doménec.

Villar, un hombre importante en la ciudad oscura de Barcelona, torció siniestramente la cicatriz de la mejilla y levantó el mentón con una sonrisa de cocodrilo hacia sus subordinados, que se encontraban detrás de él.

—Somos veteranos del ejército. En cambio, el enemigo es tan sólo una persona. Mañana a estas horas se habrá convertido en comida para los peces del puerto.

—¡Hmmm!, pero es un hombre misterioso. Tened cuidado. Ya sabéis dónde se encuentra, ¿no?

—Sí, ya me lo han dicho. Como hay poca gente por allí, no vendrá ni siquiera la policía. Le mataremos de una manera espectacular.

—Un momento. Seguiremos hablando de esto luego. Mi secretaria no lo sabe. ¡Oh!, ¿te he hecho esperar, Noélle?

Quien saludaba al anciano, que sonreía con simpatía, era una joven mujer que permanecía de pie en la entrada del andén exclusivo para los VIP.

—Bienvenido, señor presidente.

Su sobria belleza y un traje impecable eran característicos de una secretaria de dirección de una gran empresa. Villar silbó con cara de caérsele la baba ante las piernas que asomaban por debajo de la falda, pero carraspeó a causa de la mirada poco amistosa del anciano.

—Según su petición, he reservado el tren para Avignon. Dentro de diez minutos va a salir. Le recomiendo que pase al andén.

—Gracias. Eres tan competente como siempre. Bueno, Villar, dejo ese asunto en tus manos.

—Sí, buen viaje, doctor.

El anciano pasó por el torniquete del andén, recibiendo de espaldas la reverencia de los compañeros de Villar. Desde allí había un pasillo de unos cincuenta metros que llevaba directamente al andén de trenes internacionales. Seguían al anciano dos hombres vestidos de negro y la bella secretaria.

Cuando iban casi por la mitad del solitario pasillo apareció un hombre.

—¿Sois el doctor Jaime Doménec, presidente de la farmacéutica Doménec?

Delante de él se encontraba de pie una sombra alargada.

Su cabello canoso y las gafas redondas de gruesos cristales reflejaban la luz ligeramente amarilla de la lámpara incandescente. Llevaba puesto un hábito sencillo, con la capa desgastada, típica de un sacerdote itinerante.

—Así es… Pero ¿quién eres tú?

—Soy Abel Nightroad, sacerdote itinerante. Mucho gusto, doctor Doménec, ¿o, mejor, doctor James Barrie?

En el instante en que oyó el nombre de James Barrie, al anciano se le puso la cara de otro color.

—No…, no sé de que estás hablando. Pero ¿qué hace aquí un sacerdote como tú? Estás en un área exclusiva para los VIP…

—Es un agente de Ax, Servicio Secreto de la Secretaría del Estado de Vaticano, señor presidente.

Fue su secretaria quien reaccionó con frialdad ante el aturdimiento del anciano. Bajo el brillante cabello azabache, sus ojos negros desprendían una luz tan fría como el hielo.

—Ha venido a deteneros como sospechoso de asesinato, secuestro y tortura infantil en la isla del País de Nunca Jamás. No intentéis escapar. Rendíos sin oponer resistencia.

—¡Se…, señorita Noélle! Tú eres…

—¿Señorita? ¡Ah!, permitidme que me presente…

Una sonrisa de bruja invernal resplandeció sobre el bello rostro.

—Soy la hermana Noélle de la Merced. El Vaticano me ordenó espiar vuestra empresa.

—¡A…, atacad!

Cuando los dos guardas sacaron la pistola, Barrie ya se había puesto a correr por el pasillo. Con una rapidez increíble para su edad, huyó de las manos extendidas del sacerdote.

—¿¡Qué haces ahí parado, Abel!?

—¡Per…, perdón!

Los hombres vestidos de negro apuntaron al padre, que se disponía a perseguir al anciano, e iban a apretar el gatillo con un movimiento bien entrenado, pero las manos de la monja fueron más rápidas que las suyas.

—¡Aaaaaaaaah!

Un líquido rojo chorreaba de las muñecas de uno de los hombres, que había gritado. Noélle movió la cabeza lamentándose, a la vez que sacudía la sangre del filo que sujetaba con los dedos.

—¡Hmmm!, desde que me retiré, ¡he perdido la práctica! Hace seis meses le habría cortado la cabeza…

—¡Hija de perraaaa!

Otro hombre que antes apuntaba a Abel movió su arma hacia Noélle, pero cuando quiso darse cuenta su nuevo objetivo ya había desaparecido.

«¿¡Se ha esfumado!? ¿¡Dónde!?».

Una sombra delgada saltó del hombre, que miraba aturdido. La hermana, que había dado un salto increíble para agarrarse de la tubería del techo, le propinó varias patadas con sus bellas piernas.

—¡Se nos escapa Barrie! ¡Persíguelo, Abel!

—¡S…, sí!

El hombre cayó dando volteretas en el aire con la barbilla rota, y Noélle se le colocó de pie encima de la boca del estómago. En respuesta al grito de la agente, Abel se puso inmediatamente en movimiento, pero el anciano ya había pasado por la puerta del fondo del pasillo.

«El otro lado de la puerta debe de ser el andén. La cosa se va a complicar si se mezcla con la muchedumbre».

El sacerdote se puso a correr moviendo a toda velocidad las delgadas y largas piernas, pero…

—¿¡… Ah!?

Tropezó grotescamente. Cayó de cara al suelo con las manos levantadas y le empezó a sangrar la nariz.

—Pero ¿qué haces? ¡Bah, déjalo, ya le sigo yo! ¡Tú encárgate de éstos!

—¡No, no, Noélle!

Estando aún tendido en el suelo, Abel le gritó a la hermana, que había empezado a correr debido a la incompetencia de su compañero.

—¡Es más peligroso allí!

—¡Hmmm!… ¿¡Aaah!?

Noélle tropezó al intentar pasar al lado del religioso. Al perder el equilibrio, cayó de espaldas sobre la cara de Abel.

—¡Ah!

—¡Ayyyy…! ¿¡Qué es esto!?

Noélle, aún sentada encima de la cara de su compañero, pasó la mano sobre las caderas, pero en seguida vio lo que le había hecho tropezar y frunció el ceño.

El suelo estaba lleno de grietas que se iban agrandando conforme vibraban ligeramente.

—Esto es…

En el siguiente instante…

Rugió la noche.

Inmediatamente después del estremecedor ruido que retumbó en su estómago, unos violentos movimientos horizontales sacudieron el pasillo.

El suelo ondeó y las ventanas se rompieron. Se oía cómo los pilares chirriaban en medio del rugido de la tierra. La pared en la que Noélle puso la mano vibraba como una criatura viva.

—¿¡Te…, terremoto!?

—¡No levantes la cabeza! ¡Agáchate!

Los pequeños trozos de yeso llovieron sobre la cabeza de Abel, que cubría a Noélle. Si el techo se caía, sería el fin para los dos.

Parecía que había transcurrido horas, pero en realidad no había pasado ni medio minuto. Cuando dejó de oírse el ruido, cesaron de repente las vibraciones.

—¡Qu…, qué terremoto más grande!

—Para ser un terremoto, ha sido muy extraño…

La voz de Noélle era firme mientras observaba el paisaje que se veía a través de las ventanas rotas.

Las farolas de la ciudad seguían iluminadas y los carros de caballos y los coches pasaban en orden. No había ni una rama rota en los árboles verdes de la calle. Únicamente los peatones gritaban con excitación y señalaban, nerviosos, con la mano hacia la estación.

—Parece ser que sólo ha sido este edificio el que ha sufrido la sacudida.

—¡Es imposible que esto no haya sido un terremoto! ¡Ay!, ¿Y Barrie?

El padre se acordó finalmente de la misión y dio un salto. Tropezando a causa de las grietas del suelo, llegó hasta el final del pasillo y dio un empujón a la puerta.

—¿Eh…?

En el fondo de las gafas redondas, se le congelaron los ojos del color de un lago invernal.

Allí tendría que haber estado el andén.

En la estación tendría que haber estado el último tren para Roma echando vapor y un andén abarrotado de pasajeros montándose apresuradamente y despidiéndose de sus familiares. Sin embargo, lo que se extendía al otro lado de la puerta eran los escombros del techo caído, un silencio absoluto como la muerte y charcos rojos que rezumaban entre montañas de cascotes.

El andén número tres de la estación de Sants estaba totalmente destruido.