Prólogo

Mas él no podrá sanar, ni os curará la llaga.

Oseas 5,13

El Palacio de las Espadas, la sede de la Secretaría de Estado del Vaticano, poseía una belleza particular que lo hacía destacar en la ciudad santa de Roma.

El castillo, construido justo al otro lado de la basílica de San Pedro, con el río Tíber de por medio, disfrutaba de las estatuas de los antiguos héroes y dioses en la fachada. El grandioso espacio, creado con piedras que recordaban a las de un antiguo santuario, tenía un aspecto majestuoso muy apropiado para ser el único lugar que presidía la política exterior del Vaticano. Por culpa de las frecuentes visitas de los embajadores extranjeros, la vigilancia era tan extrema que no se habría colado ni siquiera una hormiga.

—Hola, ¿está la duquesa de Milán?

El hombre que apareció de improviso en la secretaría del director general aquella tarde tenía un aspecto sumamente sospechoso.

Su gigantesco cuerpo medía casi dos metros y una barba de varios días le perfilaba la cara. Llevaba puesto un hábito, pero el cuello mal abrochado, y el cabello completamente dejado y desgreñado no parecía que hubiese sido peinado en mucho tiempo. Pese a ello, le hermana Loretta no llamó en seguida a la guardia, porque su sonrisa de machote se parecía a la de un animal carnívoro, pero noble y distinguido.

—Perdone, ¿quién es usted?

Loretta se mostró cauta y cerró rápidamente el documento que estaba leyendo. Su superiora, la cardenal Caterina Sforza, duquesa de Milán, se encontraba ausente por haber salido hacia la basílica. No sabía de dónde venía el hombre sospechoso, pero se dispuso a ahuyentarle, ejerciendo de secretaria de turno.

—Su eminencia no ve a nadie sin cita previa. Solicite hora en la oficina. Después de examinar su solicitud—aunque ni la miraremos— nos pondremos en contacto con…

—¿Oye, eres nueva aquí, nena? ¡Qué guapa eres!

—¿Cómo?

No tuvo ni tiempo de apartarse. El grandullón se agachó y miró a la hermana novata. La cara morena que se había acercado estaba lejos de ser bella, pero Loretta tenía el corazón muy acelerado.

—¿Cómo te llamas? ¿Qué edad tienes? ¿Tienes novio?

—¿Eh? ¿Ah? ¿Hmmm?

Ante tanta indiscreción, Loretta debía decirle algo o incluso darle una bofetada. Sin embargo, él emprendió la ofensiva hacia la monja, que se había ruborizado ante un hecho tan improvisto, y tuvo la desvergüenza de sentarse sobre la mesa y cogerle la mano.

—¿Hasta qué hora vas a estar aquí? Conozco un restaurante muy bueno cerca del panteón.

—¿¡Qué haces, padre León!?

Lo que sacó del apuro a la monja fue la voz aguda de una mujer.

Resultó que otra monja se encontraba de pie justo detrás del gigante. Era una bella y elegante mujer. Un ojo adornado con un lunar le temblaba nerviosamente. A través del semblante dolorido se entreveía la puerta del despacho de la Secretaría.

—Hola, Kate.

El gigante, el padre León García de Asturias, agente de Ax, se volvió hacia el holograma de la monja y le sonrió como si fuera el cabecilla de una pandilla de niños sorprendido durante una travesura.

—¡Cuánto tiempo! ¿Qué tal?

—¿¡Cómo que «qué tal»!? ¿¡Qué demonios haces aquí!? ¿¡Eh!?

—Es que he salido al mundo exterior después de dos meses en la cárcel y quería que esta señorita me hiciera de guía en la ciudad…

—¡Mentiroso! ¡Entra aquí de una vez! Siempre metiéndote donde no te llaman.

—Vale, vale.

El holograma de la hermana Kate envió a León al despacho como si ahuyentara un gato callejero. El sacerdote se levantó con pena, y la monja se giró, pero, como si hubiera recordado algo de repente, se volvió hacia Loretta.

—Hermana Loretta, tenemos una reunión. Haz que salgan todas las personas ajenas de aquí. ¡Ah!, yo en tu lugar me lavaría las manos. Dicen que todas las mujeres que se acercan a menos de tres metros de él, se quedan embarazadas.

—Ni que fuera un salmón… Bueno, hasta luego, Loretta.

—¡Nada de hasta luegos!

León pasó por la puerta del despacho con una sonrisa misteriosa y levantó una ceja al encontrar a otro visitante en el sofá.

—Vaya, si eres tú, pistolero. He oído que estabas roto, pero ¿ya estás arreglado?

—Afirmativo. Ningún problema.

El joven sentado en el sofá contestó sin sonreír. Al contrario que León, llevaba puesto el hábito de forma impecable y permanecía inmóvil. León hizo un ruido burlón hacia la cara algo artificial del padre Tres Iqus, el agente de Ax Gunslinger.

—Si me han convocado de la mansión estando tú aquí… ¡Hmmm!, esto huele a algo peligroso. ¿Qué ha pasado, Kate?

—Quiero que primero mires esto.

La religiosa levantó el dedo, respondiendo a la pregunta de León. Cuando la iluminación bajó de intensidad, proyectó una diapositiva sobre la pared oscura.

—Es Barcelona… He oído la noticia, pero no pensaba que estuviera tan mal.

Mientras León observaba la imagen, los labios se le torcieron ligeramente.

Se podían ver las montañas de escombros y charcos de rojo oscuro que rezumaban entre los cascotes. Para los que no conocieran las circunstancias, o incluso aunque las conocieran, habría sido muy difícil creer que eso era en lo que se había convertido la bella ciudad llamada tesoro del Mediterráneo hasta hacía una semana.

—Ya conoces el caso del arma de baja frecuencia que aniquiló Barcelona, ¿no? Krusnik, el agente que investigaba el caso, tuvo contacto con el responsable. El terrorista le avisó de sus planes de destruir Roma.

El semblante de Kate estaba rígido y sólo explicaba los hechos, con calma. El pensamiento que no llegaba a salir hacia fuera con la voz, reflejaba mejor su sentimiento que millones de palabras.

—En esta misión tenéis que proteger a doña Caterina y, al mismo tiempo, impedir el atentado.

—La aniquilación de Roma… ¿No será un farol?

León se rascó el pecho con cara de desgana. En cambio, la mirada penetrante hacia las montañas de escombros era mucho más aguda que antes.

—¿No se llamaba algo así como «Ruido Silencioso»? Las armas de baja frecuencia utilizadas en Barcelona debieron de ser las gigantescas campanas de la Sagrada Familia. ¿Dónde pueden esconder en Roma algo tan enorme como eso?

—Nuestra misión es encontrarlas. Además, si puedo añadir algo más, la probabilidad de que este aviso sea falso es extremadamente baja.

La anodina voz indicó que, en realidad, no le hacía mucha gracia. El otro sacerdote ojeaba aún inexpresivo los archivos.

—Si la información es correcta, el terrorista de Barcelona es el autor del caso de Venecia y se puede suponer un próximo acto de destrucción casi con total seguridad.

—¡Hmmm!

León volvió a mirar a Tres con aire insinuante, porque había notado un ligero temblor en su voz monocorde.

León también había oído algo sobre el caso de Venecia: en el asunto del asalto en el dique móvil de tres meses atrás, Gunslinger había luchado contra el autor y había conseguido expulsarle con mucha velocidad y sufriendo grandes daños.

—Venga, ¡manos a la obra! La duquesa de Milán está en la basílica, ¿no?

—Un momento. Doña Caterina os ha hecho una advertencia sobre cómo debéis actuar en esta investigación.

Kate detuvo a los dos religiosos, que se había levantado.

—En este momento, los guardias y los carabinieri están en estado de alerta en la ciudad. Por si acaso, tened mucho cuidado de no enfrentaros con ellos.

—Pero ¿ha pasado algo? Había un montón de policías cuando yo venía hacia aquí.

—El arzobispo Alfonso d'Este ha regresado a Roma y la vigilancia es extrema.

—Alfonso… Ese nombre me suena. —León frunció el ceño ante las palabras de Tres. Levantó la mirada hacia el techo intentando recordar algo y, finalmente dio una palmada.

—Ahora me acuerdo. Es ese viejo que perdió contra su sobrino en el cónclave, ¿no? Pero ¿el viejo no estaba reconcomiéndose en un pueblucho?

—Ten cuidado con lo que dices, padre León.

Inmediatamente, Kate le había reprochado a León sus palabras porque podía ser acusado de un delito de profanación.

Alfonso d'Este, arzobispo de Colonia, era el hermano menor del anterior pontífice, Gregorio XXX, que era famoso por su lujuria, pero también un gran político y tío del actual papa Alessandro XVIII. Para el público no era más que un miserable vencido por su sobrino en el cónclave cinco años atrás.

Después de la muerte repentina de Gregorio, se pensaba que casi con toda seguridad Alfonso d'Este sería elegido como siguiente pontífice, porque además de por su linaje, le apreciaban dentro y fuera del Vaticano por la habilidad con la que había ayudado a su hermano durante muchos años.

Sin embargo, Alessandro, el hijo bastardo de Gregorio, contraatacó. O mejor dicho, Francesco di Medici, duque de Florencia, y Caterina Sforza, duquesa de Milán, los dos cardenales y hermanastros de Alessandro, hicieron la maniobra política.

Los dos aparentaban apoyar a su tío al principio de la campaña electoral, pero cuando Alfonso venció a todos los candidatos, de repente apoyaron a su hermano pequeño Alessandro para alzar la bandera de la rebelión. Finalmente, consiguieron los votos de los perdedores para su hermano, y así lograron ganar.

—Dimitió del cardenalato después de perder y se retiró a Colonia, en el Reino Germánico. Digamos que está de mal humor. ¡Qué miserable!

—Pero ha vuelto a Roma después de cinco años. Por fin, el tío y el sobrino han hecho las paces… Sería una hecatombe si ocurriese algo.

—Bueno, no tenemos tiempo de jugar con los polis… Por cierto…

Pese a su enorme cuerpo, León hacía menos ruido al andar que un pelo al caer. Iba a salir del despacho con cierto aire de gato callejero malicioso y perezoso, pero debió de acordarse de algo porque volvió sobre sus pasos.

—Por cierto, ¿dónde está el zopenco? Está en esta misión también, ¿no?

—No, la verdad es que…

El holograma de la monja parpadeó ligeramente y su rostro se oscureció de repente.