Prólogo

En verdad os digo, que uno de vosotros me ha de entregar.

Mateo 26,21

No había duda de que las balas le habían atravesado el estómago.

Sin embargo, el ímpetu de la figura del abrigo negro no había disminuido en absoluto. La máscara de gas brillante se acercaba a una velocidad endiablada.

—¿¡Cómo es posible!? ¡Pero si se ha tragado una ráfaga de seis balas!

Abel se quedó sin palabras, con el anticuado revólver humeante en la mano. A orillas del río Moldova, en la ciudad antigua de Praga, la figura tenebrosa del abrigo negro avanzaba bajo el sol del atardecer blandiendo su martillo de guerra como si nada. Nadie habría dicho que la figura infernal acababa de recibir seis disparos en el estómago.

Y no era sólo una. Tres Iqus le había volado las rodillas a otra con su M13 y el Profesor había atravesado el hombro de una tercera con su estoque. Y sin embargo…

Tendrían que haber caído abatidas, pero las seis figuras seguían avanzando impertérritas. Las máscaras de gas y los cascos calados hasta los ojos no dejaban ver sus rostros, pero no parecían sentir dolor alguno.

—¿Es por el chaleco antibalas, doctor Wordsworth?

—No. Es porque son zombis, padre Nightroad… Mirad esto.

Al lado del sacerdote canoso, el Profesor torció la muñeca.

Dando un salto con fuerza y manejando con maestría el bastón, hizo saltar la máscara antigás de la figura que tenían más cerca. Lo que apareció debajo fue la cara de un muerto. En el rostro descompuesto, los ojos y la boca estaban suturados con hilos, y la cabeza se veía llena de unas horribles máquinas.

—¡Pe…, pero!

—Son cadáveres controlados mediante impulsos eléctricos y convertidos en máquinas de guerra. Recuerdo haber leído las bases teóricas en un artículo. Les llaman «autosoldados», o algo así. Al parecer, es cierto que hay alguien que ha llevado el proyecto a la práctica…

Mientras el Profesor torcía la cabeza, con expresión flemática, una sombra apareció por detrás.

Uno de los zombis había levantado el arma hacia su presa.

—¡Cu…, cuidado, Profesor!

Pese al grito de Abel, el Profesor no cambió de expresión. Con su chaqué y su sombrero de copa, parecía vestido para ir a una fiesta. Wordsworth simplemente levantó la punta del bastón y lo dirigió hacia la cabeza del autosoldado.

—¡Ah! ¡Qué deplorable! Que alguien utilice la ciencia con fines tan malvados. ¡Es un sacrilegio!

La llama que salió de la punta del bastón tenía la fuerza de un cañonazo.

Al quedarle carbonizada la cabeza por la mezcla de oxígeno y etileno a dos mil grados de temperatura, el cadáver se quedó inmóvil, con el martillo levantado.

—Destruidles la cabeza. Ya están muertos; no se quejarán por morir otra vez.

—Eso parece… ¿Lo habéis oído, padre Tres?

Una descarga brutal respondió a la pregunta de Abel.

Más de la mitad de la limusina estaba sobre la orilla. El joven que estaba a su lado acababa de descargar la escopeta de dos cañones que llevaba.

—Positivo. No os separéis del vehículo. Aunque destruyamos a los enemigos…

Pese a que estaban a principios de otoño, el joven llevaba gafas de sol con cristales de espejo y un abrigo que llegaba hasta los talones. El padre Tres Iqus prosiguió con voz monótona:

—Estamos aquí en misión de escolta.

Dentro de la limusina, que tenía el capó agujereado por las balas, había dos personas. Una de ellas era una hermosa mujer con una blusa de seda y unos elegantes pantalones masculinos. La otra era un adolescente lleno de granos que torcía la cara, aterrorizado. Si alguien del Vaticano los hubiera visto, era seguro que se habría quedado helado de la sorpresa.

Y es que en aquella solitaria ribera, lejos de la ciudad, sólo tres agentes protegían a las dos personalidades más importantes del Vaticano: la secretaria de Estado, cardenal Caterina Sforza, y su hermanastro, el papa número trescientos noventa y nueve del Vaticano, Alessandro XVIII.

—Pero esta visita de incógnito… ¿¡no se suponía que era alto secreto!? —gritó Abel, lanzando una mirada hacia el aterrorizado papa y la hermosa mujer que lo sostenía, firme como si no se hubiera dado cuenta de los enemigos que los asediaban—. Que nos hayan atacado así, de repente… ¡Algún topo ha facilitado la información!

—¡Abel! ¡Mirad arriba!

El sacerdote levantó el rostro ante el aviso del Profesor.

El sol del atardecer delineaba una figura oscura contra el cielo. Cuando se dio cuenta de que era un autosoldado que había dado un salto, el arma mortífera de su enemigo ya caía sobre él.

—¡…!

—¡Agachaos, Abel!

Una luz azulada acompañó al aviso.

El relámpago brilló como una espada mágica y le arrancó la cabeza al soldado cadáver. El martillo de guerra cayó al suelo tras rozarle la cabeza a Abel.

—¡Me…, me habéis salvado, Profesor! —gritó el sacerdote con voz llorosa—. ¡Sois increíble! Tengo que rectificar la opinión que tenía de vos. A veces construís cosas verdaderamente útiles. Y yo que suponía que sólo hacíais cachivaches…

—Esta morralla no es nada ante el poder de la ciencia. Son como dióxido de manganeso con demasiada agua oxigenada.

Moviendo la pipa con afectación, el Profesor levantó su limpia mirada hacia el infinito.

—¡Guau!, no tengo ni idea de lo que habéis dicho, pero el efecto es espectacular. Encargaos así del resto de esta chusma.

—De acuerdo. ¡Sufrid el poder de la ciencia!

El profesor levantó una ceja y apuntó a los enemigos con el bastón…

—¿Eh?

Wordsworth bajó la ceja.

Aunque apretara el interruptor, la punta del bastón seguía en silencio.

—¿Qué ha pasado? ¿Hay algún problema?

—No puede ser… Parece que se ha acabado el combustible. Y además no me he acordado de traer repuestos.

—¿¡Qu…, qué!?

Los zombis parecieron darse cuenta también de que ya no había nada que pudiera detenerlos. Abandonando la posición defensiva que habían mantenido hasta entonces a una distancia prudencial, los autosoldados se lanzaron directamente hacia ellos.

—¡Ahí vienen, Profesor! ¿¡No tenéis por ahí escondido algún otro poder de la ciencia!?

—Ante los misterios del universo, la ciencia humana es impotente…

—¡Eso no es lo que decíais antes!

Ante los gritos de Abel, el grupo de enormes sombras pegó una salto. Con una agilidad inusitada para su tamaño, pasaron volando sobre los sacerdote y cargaron contra la limusina.

—¡Estamos perdidos! ¡Tres! ¡Están…!

—Mensaje recibido.

Un torbellino de fuego convirtió la cabeza de los zombis en un humo rojizo. Como un perro guardián que protegiera a su amo de una manada de lobos, Gunslinger dirigió sus armas rápidamente hacia otro de los atacantes…

—¡Padre Tres, tenéis uno detrás!

Reaccionando ante el aviso de Abel, Tres movió la mano derecha girando sólo el cañón del arma, y la sombra que había aparecido acechándole por detrás salió barrida por el disparo.

Sin embargo, ése fue el momento de distracción que aprovecharon sus enemigos.

El martillo de guerra le cayó sobre el hombro derecho. El líquido de transmisión, que chorreaba como si fuera sangre, no tardó en teñirle de rojo el abrigo de cuero.

Pero el objetivo principal de los asaltantes eran los dos pasajeros del vehículo. El último enemigo levantó sobre la limusina su martillo de guerra ignorando a Tres, que apenas se mantenía en pie. Si el arma impactaba contra el coche, sus pasajeros no tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir.

—¡No! —gritó el Profesor, tirando el sombrero de copa.

El martillo cayó con un zumbido que bien podría haber sido el rugir del dios de la muerte. Los tres sacerdotes no pudieron hacer nada más que mirar, atónitos, cómo el arma descendía hacia los pasajeros indefensos de la limusina…

Y el martillo salió desviado.

Como si hubiera golpeado contra el escudo invisible, se partió con un ruido extraño.

—¿¡Qu…, qué ha sido eso!? ¿¡Qué ha pasado!?

¿Había sido la gracia divina quien había protegido a los dos hermanos?

Si aquél era el caso, todavía era pronto para dar las gracias. Al ver que no había alcanzado a sus presas, el autosoldado cerró el puño sin cambiar de posición. Aunque estuviera desarmado, de todos modos parecía dispuesto a golpear.

Pero justo antes de descargar el puño salió disparado hacia delante. Cuando aterrizó contra el suelo, después de dar volteretas en el aire, tenía el pecho abierto como si hubiera recibido un impacto.

No había sido gracias a Tres. El cyborg, herido, aún no se había levantado del suelo. Tampoco había sido gracias a Abel, quien se había quedado conteniendo la respiración, ni el Profesor, que miraba la escena con extrañeza.

El autosoldado se puso en pie saltando como si estuviera ejecutando un baile singular y levantó una gran polvareda.

Pero ¿quién o qué había atacado el zombi?

Tenía los gruesos brazos partidos de forma imposible y la máscara antigás hecha añicos como si hubiera recibido un disparo. Además, no había ni rastro del nuevo participante en el combate por ningún lado.

—¿¡Es posible que sea… Know Faith!?

Como en respuesta al gemido de Abel, se oyó el ruido ligero de alguien respirando.

En el instante siguiente, la cabeza del autosoldado explotó con más brillo que si le hubiera alcanzado una de las ráfagas de Tres.

—Ten misericordia de ellos, ¡oh, Señor!, porque están debilitados. Sánalos, porque sus huesos están conmovidos[12].

Como si estuviera escuchando los versículos bíblicos, el tronco sin cabeza permaneció unos instantes quieto, mientras manaba de él sangre fresca, y después cayó sin fuerzas.

Sin embargo, las miradas no se congregaron sobre el cadáver, sino sobre el hombre que había aparecido bajo la lluvia de sangre. ¿De dónde había salido? El recién llegado era delgado, de ojos verdes y llevaba una barba corta. Frente al cadáver, rezaba con serenidad una oración, pero con infinita tristeza.

—¡Así que erais vos, Know Faith, padre Václav Havel!

—Guía con misericordia sus almas perdidas hacia su seno. Amén… ¡Hace un año que no nos veíamos, Abel! —sonrió al acabar la oración el agente de Ax Know Faith.