Mas cuando os persiguieren en esta ciudad, huid a la otra.
Mateo 10,23
—Deus et Dominus[7]…
El padre itinerante Abel Nightroad murmuró una oración al mismo tiempo que se lanzaba a la calzada. El tranvía estaba tan cerca que pudo ver incluso el rostro asombrado del conductor.
—Padre nuestro que estás en los… ¡Etcétera!
Justo en el momento en que salió rodando, una ruidosa ráfaga de balas disparada desde la acera le pasó rozando la sotana. En un instante, el tranvía se deslizó con un frenazo chirriante entre el sacerdote y la acera.
—¡Por aquí, Abel! ¡Aprovecha ahora! —gritó desde la otra acera un joven de largos cabellos castaños decolorados.
Había sido lo suficientemente listo como para huir mientras su compañero se convertía en objetivo de tiro al blanco. Admirado y sorprendido a partes iguales por la astucia del joven, Abel se incorporó precipitadamente. Colonia era una de las ciudades históricas del oeste del Reino Germánico, pero por la noche el tráfico no era demasiado denso. Bajo la luz azulada de la luna, el tranvía patinaba sobre los raíles lanzando hermosas chispas. Una vez hubiera pasado…
—¡Deprisa! ¡Apresúrate!
—¡E…, esperad, excelencia! ¡No…, no me dejéis aquí tirado!
Abel alcanzó la acera justo cuando el vehículo acababa de pasar. El joven al que seguía ya había recorrido más de la mitad de las escaleras que bajaban hacia el metro. Al otro lado, en el lugar donde había estado Abel tres segundos antes, en la acera opuesta…
Al girarse, con una sonrisa forzada en los labios, el sacerdote vio las dos figuras con abrigos negros y sombreros de fieltro. Eran dos hombres enormes y de rostros idénticos, como si fueran gemelos. Las pistolas automáticas Bergman que empuñaban también eran a juego, y apuntaron las dos a la vez hacia la frente del religioso.
—¡Uuuuaaaaah!
Si no se hubiera agachado entonces, Abel habría caído despedazado por las balas que pasaron rozando el aire justo donde había tenido la cabeza un segunda antes. Sin que pudiera ni siquiera levantarse, el sacerdote de cabellos canosos cayó rodando por la pendiente de las escaleras. Lanzando un grito horrible, que habría hecho estremecer a cualquier persona que lo hubiese oído, se precipitó hasta abajo.
—¿Estás vivo, Abel?
El joven miraba con interés al sacerdote, que había aterrizado de morros, y sacudió con la punta del pie el cuerpo que se retorcía en el suelo.
—Si te has muerto, dímelo, ¿eh?, que si me quedo sin protección antibalas me entregaré.
—¡Ay, Señor!, ¿por qué me pasan tantas desgracias últimamente? Creo…, creo que estoy vivo. ¿Vos estáis bien, excelencia?
—Sí, pero por poco no lo cuento…
El rostro que le miraba no presentaba ninguna herida y estaba tan fresco que parecía imposible. ¿Cómo lo hacía? Sin embargo el joven sacudió la cabeza con expresión seria.
—Se me ha estropeado completamente el peinado. Para la imagen masculina, los cabellos son una cuestión vital, ¿no te parece?
—¡Ahora mismo yo me preocuparía de seguir vivo!
El eco de las botas que los perseguían retumbada por las escaleras. Abel se irguió con premura.
—En cuanto nos hayamos librado de los del Nuevo Vaticano tendremos tiempo de hablar con toda tranquilidad de peinados. Ahora… ¡a correr!
Cuando Abel sacó su anticuado revólver de percusión, los hombres vestidos de negro apretaron el gatillo de las pistolas automáticas.