EPÍLOGO

—Padre Havel…

Al oír que alguien pronunciaba su nombre, el sacerdote manco abrió ligeramente los párpados. El mundo aparecía envuelto en bruma.

—¿Estáis despierto, padre Havel?

Ante la pregunta de Abel, que le sonreía con lágrimas en los ojos, Václav asintió brevemente. Había perdido la facultad de hablar casi por completo, pero reunió todas sus fuerzas para balbucear:

—¿La Inqu… isición?

—Se han retirado. El padre León y el padre Tres están reuniendo a los ciudadanos para preparar la rendición incondicional. Parece que se podrá evitar que el ejército asalte la ciudad. ¿Me oís? Todo gracias a vos…

—Ren… dición…

Al final había sido derrotados. Václav se dio cuenta de que la cabeza no le reposaba sobre el suelo, sino sobre algo blando. La persona que le estaba abrazando le preguntó con voz débil:

—¿E…, e…, estás bi…, bien, V…, Václav?

—Santidad…, estáis a salvo… —respondió Václav con una sonrisa amarga—. Ya veis que nos han derrotado… No tengo palabras para pediros perdón por haberos implicado en…

—Pe…, pe…, perdóname, Václav…

Unas gotas ardientes bañaron el rostro pálido del sacerdote. Václav se dio cuenta entonces de que el adolescente estaba llorando.

—Si…, si…, si yo fuera un papa más digno, esto nunca…, nunca…

—No digáis eso…, santidad… —se esforzó en decir Václav para consolar al adolescente lloroso—. Gracias a vos, me he… reencontrado con el Dios que había perdido. Ahora estoy en paz.

—¿Con…, con Dios? ¿Te has enc…, te has encontrado con Dios, Václav?

—Sí. Pensaba que lo había perdido…, pero estaba dentro de mí.

Mientras hablaba, con esfuerzo, notaba cómo la vida se iba apagando poco a poco en su interior. Ya era incapaz de ver ni siquiera la expresión del adolescente.

Había tantas cosas que quería decir…, pero ya no le quedaba tiempo, ni fuerzas…

Sin embargo, Václav no parecía angustiado. Había dicho lo que tenía que decir. Si aquella semilla germinaba, dependía ahora de quien la había recibido. De nada servía preocuparse entonces…

—Santidad, ahora es verdad que no tenéis fuerza. No habéis podido salvarnos…, pero no ha sido por culpa vuestra…

Alzando el brazo ensangrentado, Václav agarró a tientas al joven papa de la mano. Era una caricia huesuda pero cálida. Aquella mano…

—Tenéis aspiraciones… Mientras tengáis aspiraciones, vuestra impotencia no será tal. Llegará el día en que el Dios que vive en vuestro interior os dará fuerza, estoy convencido. Y espero con ansia ese día…

—¿¡V…, Václav!? —gritó, asustado, Alessandro, al ver que el sacerdote cerraba los párpados.

Balanceó un poco el cuerpo que sostenía, como intentando que recuperara el calor, pero los párpados no volvieron a abrirse.

—Señor, acoge este alma en tu seno. Nadie te amó como te amaba él… Amén.

Abel levantó la mirada llena de lágrimas. El cielo estaba teñido de sangre…

Dos horas más tarde, Brno se rendía sin condiciones a las tropas del Vaticano. La segunda batalla de Bohemia había terminado.

Según los documentos oficiales, no se produjo ni una sola baja en la batalla.

Últimamente, el día empezaba muy pronto en el castillo Sforzesco, la residencia durante generaciones de los duques de Milán.

Todo era porque su señora, que solía vivir en Roma, había vuelto a la casa familiar. Cuando el holograma de la hermana Kate apareció en el despacho, la duquesa ya estaba instalada en su mesa de trabajo.

—Buenos días, eminencia. ¿Cómo os encontráis hoy? ¡Ah!, ¿Profesor? —dijo con sorpresa el holograma.

No se sorprendió de que Caterina tuviera visita tan pronto por la mañana. La cardenal se encontraba confinada en su castillo pagando la negligencia de sus subordinados, pero el visitante era precisamente el doctor Wordsworth, quien, según se suponía, tenía que estar en Roma supervisando los acontecimientos en vez de Caterina.

—Profesor, ¿a qué se debe una visita tan temprana? ¿Ha ocurrido algo en Roma?

—Brno cayó ayer…

El Profesor contestó con la voz tranquila de siempre, mordiendo la pipa apagada. Sin embargo, mientras mascullaba las palabras, apenas audibles, el rostro se le volvió de un tono grisáceo.

—El ejército ha entrado sin problemas en la ciudad, pero Václav… ha muerto.

—¿¡El padre Havel ha…!?

El holograma se volvió borroso un momento.

Al fin y al cabo, era el final esperable. Después de secuestrar al papa en Praga y unirse al alzamiento de Brno era imposible pensar que volvería sano y salvo a Ax.

Pero eso no hacía la noticia más fácil de digerir. Václav había sido su compañero durante más de diez años…, antes incluso de que Ax existiera. Mordiéndose las uñas, la hermana Kate se volvió hacia Caterina, quien había permanecido hasta entonces en silencio, y trató de encontrar palabras para animarla.

—Eh…, eh…, eminencia…

—Profesor, ¿qué hay de los movimientos de la Inquisición? —preguntó la cardenal, cortando a la monja con un tono dulce pero inquebrantable como el acero.

Detrás del monóculo, su mirada lanzaba una luz fría como una cuchilla. Sin mostrar ninguna conmoción, preguntó con voz clara.

—¿Hasta que punto tiene conocimiento el cardenal Medici de nuestras relaciones con el padre Havel…, digo el traidor Václav Havel? ¿Puede intentar acusarme de algo?

—Todos los documentos relativos a sus misiones y su condición de agente han sido destruidos.

La voz del Profesor era igual de seca que la de su superiora. Como un auténtico noble de Albión, no había descompuesto en ningún momento la cara de póquer.

—Sin embargo, sus lazos con la Secretaría de Estado no pueden ser borrados… Es posible que su eminencia sea acusada de supervisión negligente. No llegará hasta la Inquisición, pero será difícil evitar que el Colegio Cardenalicio realice una investigación.

—¡Qué remedio…! Después de lo Praga… Es una pena que no tengamos en nuestro poder el gas venenoso de Brno. Podría servir de moneda de cambio con mi hermano…

—De todos modos, eminencia, en Asís tiene que haber documentos acerca de la producción del gas. Si pudiéramos conseguirlos…

Los diálogos entre la Dama de Hierro y el Profesor eran siempre serenos e intelectuales, sin ningún rastro de emoción. Sin embargo, la hermana Kate no podía reprimir la tensión que le bullía dentro.

«Acaba de morir el padre Havel y…».

¿Acaso no estaban tristes porque les había abandonado alguien con quien habían compartido alegrías y penas? ¿Cómo podían seguir hablando así, como si no pasara nada? Entendía muy bien que había que preocuparse por el futuro de Ax y de Caterina, pero ¿no podían dedicarle al menos unos segundos de respeto al muerto?

—¿Y el cadáver del padre Havel…?

La hermana Kate intentó interrumpir el diálogo con toda la decisión de que fue capaz. Por mucho que fuera un traidor, Václav no se merecía aquello. Al menos ella haría lo que pudiera para que lo que los otros dos no querían discutir saliera en la conversación.

—El padre Havel no tenía ningún pariente. Si no nos encargamos nosotros de buscarle un lugar para que repose… Eminencia, ¿se podrán celebrar los funerales en Roma? ¿O mejor en Milán? Yo misma me encargaré de…

—El cadáver de Know Faith no tiene nada que ver con nosotros. Rechazada cualquier solicitud de que nos encarguemos de él —respondió de inmediato Caterina, con voz glacial.

La cardenal no mostraba emoción alguna ni en la mirada ni en el rostro, duro y frío como una losa de cerámica.

—Václav Havel fue mi subordinado, pero ahora no es más que un traidor. Sea cual sea el veredicto de la Inquisición acerca de su muerte en la batalla de Brno, no podemos encargarnos de sus funerales… Que se le entierre con el resto de bajas.

—¡Pe…, pe…, pero, eminencia…!

La hermana Kate levantó el tono como si hubiera golpeado la mesa, y se enfrentó a su superiora.

—¡El padre Havel era como de nuestra familia! ¡Si no le honramos nosotros…! ¡Qué crueldad!

—No hay otra opción, Kate.

No fue la hermosa mujer quien calmó a la monja, que por una vez había dado rienda suelta a sus sentimientos. Mientras Caterina de acercaba en silencio a la ventana, el doctor Wordsworth sacudió la cabeza.

—El cardenal Medici y la Inquisición intentan hacer a la cardenal Sforza responsable de la rebelión. No podemos permitir que se relacione a Václav con Ax bajo ningún concepto. Hay que resignarse…

—Pe…, pero…

La hermana Kate endureció el rostro ante la respuesta del Profesor. Como buscando ayuda, dirigió la mirada a su superiora…, pero Caterina ni siquiera la miró. Después de sentarse de nuevo a su mesa, pronunció las siguientes órdenes:

—Doctor Wordsworth, regresarás de inmediato a Roma. No dejes de vigilar ni un segundo el palacio papal. Quiero informes detallados de todos los movimientos del cardenal Medici y la Inquisición.

—Comprendido.

El Profesor se levantó de su asiento e hizo una reverencia respetuosa. Antes se giró de la habitación, se giró como si hubiera recordado algo y se dirigió a la malhumorada monja que les observaba en silencio.

—Ah, Kate, ¿te puedes encargar de reservarme un billete de tren? Si puede ser, un compartimiento privado. Si salgo ahora para la estación quizá aún pueda subir al siguiente rápido.

—De acuerdo…

El holograma de la hermana Kate hizo un saludo rígido y desapareció de la sala.

Si no se había despedido de su superiora era porque no estaba segura de qué podría decirle si se dirigía a ella. Sin embargo, pese a la ira que sentía, al desconectar la cámara se dio cuenta de que se había olvidado de informar acerca de un asunto.

«No hemos hablado del estado de Hugue…».

Al ver los informes del hospital de Roma, la hermana Kate dudó un momento. No se atrevía a establecer contacto con su superiora en aquel estado. ¿Podría limitarse a leerle el informe? Lanzó una mirada a la cámara y activó el interruptor del micrófono. Era un informe sobre un agente. Podía comunicarlo verbalmente. Si no activó también la imagen no fue sólo por pereza, sino porque no quería que Caterina la viera.

—Eminencia, disculpad la interrupción. He olvidado mencionar otro caso que…

Ésas eran las palabras que pensaba decir la hermana Kate, pero no llegó a pronunciarlas.

La Dama de Hierro estaba sentada sola en el despacho.

Como si estuviera viendo la lucha en la sombra que la enfrentaba a su hermano, tenía los ojos clavados en la mesa. Su expresión era tan dura como su apodo indicaba.

Sin embargo, por las mejillas le caían unas gotas…

—Václav…

No era Kate quien sollozaba.

Cuando Dietrich entró en el estudio del piso, situado entre la tercera y la cuarta planta de la torre, se encontró con un visitante. Magier leía el periódico matutino a la luz de la luna que entraba por la ventana.

Guten morgen[18], Isaac. ¿Hay algún artículo interesante?

—«Son los vencedores los que escriben la historia de los vencidos, y los vivos la de los muertos». Lessing… La batalla de Brno ha terminado, Titiritero.

Ignorando la sonrisa de su compañero, el joven de larga cabellera negra volvió la vista al periódico. Entre los dedos enguantados le humeaba un fino cigarrillo.

—Ha sido una victoria total del Vaticano. Alfonso d’Este se encuentra en paradero desconocido. El ejército de Roma ha ocupado la ciudad sin derramar sangre.

—¿Sin sangre? ¡Qué aburrido! ¿Tus planes no incluían la muerte de trescientas mil personas?

Forzando una sonrisa, el joven de la cabellera plegó el periódico. Levantando la mirada, rió con un alegría rara en él.

—Bueno, pues aquí acaba la segunda parte de la estrategia del ruido silencioso… No ha ido exactamente como habíamos previsto, pero el resultado está dentro de lo aceptable.

—¿Dentro de lo aceptable? ¿Cómo puedes ser tan optimista, Isaac? Hay algunos miembros del rango 8-3 que comentan con preocupación el caso.

Llevándose a los labios el espresso que había traído la sirvienta sin cara, Titiritero frunció el ceño, extrañado. Su mirada era la de un gato jugueteando con un ratón.

—Por ejemplo, Bruja de Hielo estaba diciendo el otro día que la destrucción del Nuevo Vaticano era por culpa de tu incompetencia.

—Y tiene razón. El fin del Nuevo Vaticano es responsabilidad mía —respondió susurrando el hombre, mirando su reflejo en la superficie del café mientras tiraba la ceniza del cigarrillo—. Pero es lamentable que crean que ha sido por incompetencia. Ha sido una inversión…, una inversión que se verá recompensada con el próximo éxito. En los negocios hay que invertir primero para obtener luego beneficios. Me parece que hay alguien quien no entiende eso…

—Oye, Isaac… —preguntó el joven, que sonreía como si se lo estuviera pasando en grande—, ¿a que acierto lo que vas a intentar hacer a partir de ahora?

Magier levantó una ceja con aire elegante.

—¿Lo sabes? ¿Tienes alguna idea de mis planes?

Titiritero asintió con confianza.

—Claro que lo sé. Algo espectacular, ¿verdad?

Magier abrió con lentitud los labios antes de contestar y aguzó los ojos como si fuera un demonio que hubiera comido hasta hartarse.

—Así es, Titiritero. Voy a hacer algo espectacular…