—La situación es extremadamente seria.
Mientras se ajustaba el peinado, el joven hablaba con el tono de la noche anterior, sin darse cuenta de la mirada de odio que su anfitrión le dirigía.
—Creo que hacía por lo menos dos mil años que no había caso de secuestro papal.
—Visto de otra forma, es curioso que haya vuelto con vida de un rapto como éste —respondió el cardenal Francesco di Medici, mirando por la ventana la silueta del palacio papal.
Un rato antes había estado maldiciendo a su hermana, que acababa de volver de Praga, y aún le quedaba un buen poso de ira después de regresar a las oficinas de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
—Esto sí que es el fin de esa mujer. No hay manera de excusarse de la existencia de un traidor entre sus subordinados y de haber permitido que secuestraran a su santidad… Por cierto, ¿ha habido alguna comunicación desde el Nuevo Vaticano, padre Borgia?
—No, ninguna.
Ocupando de modo descuidado el sofá de invitados, el padre Borgia encogió ligeramente los hombros.
—En la Secretaría de Estado también están investigando como locos, pero parece que las cosas no les marchan demasiado bien. Que no haya noticias no es buena señal. Ya han pasado tres días. ¿No será que han asesinado al papa?
—Eso es imposible —dijo Francesco, acariciándose la barbilla.
Alfonso d’Este, el líder del Nuevo Vaticano, podía usar técnicas avasalladoras, pero no era estúpido. Él, como sobrino suyo que era, lo sabía muy bien. En los próximos días haría algún pequeño movimiento. O quizá algo más grande…
—Es posible que haya incidentes.
Francesco levantó la cabeza ante la voz repentina. Enfrascado en retocarse el peinado, Antonio le miraba sonriendo.
—El secuestro es sólo el primer acto de la función. Es muy probable que se produzcan disturbios. Y muy pronto.
—¡Hmmm!, tú también piensas así…
Francesco encogió los hombros con indiferencia, pero se quedó mirando con atención al joven, con la mirada afilada.
«Hay que irse con cuidado con éste».
La primera vez que el joven se le había presentado lo había tomado por otro niño mimado de la aristocracia. Sin embargo, pronto se había dado cuenta de que tenía muchas fuentes de información y podía moverse con libertad absoluta por el entorno de Caterina. No era sólo un playboy.
«Y si le pasara algo a Alessandro…».
A Francesco se le apareció en la mente la imagen de los cardenales de origen noble.
Si su hermano muriera, el próximo papa sería elegido por el cónclave cardenalicio.
Por capacidad e historial, Francesco tenía muchas posibilidades. El único punto débil eran sus orígenes indignos. Era seguro que sus enemigos políticos no dejarían pasar la ocasión de usar en su contra que fuera el hijo ilegítimo del antiguo papa Gregorio y una dama de la baja nobleza. Para defenderse de tales maniobras, Francesco se moría de ganas de obtener el apoyo de alguna de las grandes familias aristocráticas. La familia Borgia, en concreto, era una de las más poderosas de Hispania y había dado cardenales y primeros ministros durante generaciones.
—Por cierto, padre Borgia… —dijo con suavidad Francesco, cruzando los dedos sobre la barbilla—, el otro día hablaba con vuestro padre acerca de las posibilidades de que os convirtáis en obispo de Valencia…
—Con vuestro permiso, eminencia.
Una voz respetuosa, pero algo rígida, los interrumpió en ese instante.
Después de llamar a la puerta, una mujer con uniforme de oficial de policía especial entró en la sala.
—Hermana Paula. Me habéis hecho llamar.
—¡Ah, sí! Quería presentaros al padre Borgia…
Francesco hizo las presentaciones mientras el joven sonreía con frescura a la joven religiosa.
—Ésta es la hermana Paula, subdirectora de la Inquisición.
—¿La hermana Paula de la Inquisición? ¿La que llaman la Dama de la Muerte? —preguntó Antonio, con un ligero tono de sorpresa en la voz.
La mujer era la número dos de la Inquisición, detrás del hermano Petros, aunque con casi total seguridad era ella quien tenía el control real de la institución. Petros, que venía de una famosa familia de la aristocracia romana, era conocido despectivamente como Il Rumiante, pero la Dama de la Muerte llenaba de miedo los corazones de los enemigos del Vaticano o, mejor dicho, los enemigos de Francesco.
Sin embargo, el rostro de la religiosa era mucho más sereno de lo que su apodo sugería. Hablando en voz baja como si estuvieran en una biblioteca, ella susurró a su superior:
—Eminencia, ha llegado un mensaje urgente del Ducado de Bohemia. Se han producido graves disturbios en Brno, al oeste de la capital. Los ciudadanos sublevados han asesinado al gobernador y han tomado el control de la ciudad.
—¿Otra insurrección en Bohemia?
El Ducado de Bohemia, situado en la frontera oriental, limitaba con el Imperio de la Humanidad Verdadera, el estado de los vampiros, y era tradicionalmente un terreno fértil para herejes y heterodoxos. Sólo dos años atrás se había producido una revuelta de herejes. El Vaticano había intervenido para sofocarla justo antes de que se convirtiera en una guerra civil a gran escala.
—¿Hay víctimas religiosas? ¿Han asesinado a alguien?
—Ninguna víctima, aparte de los seglares. Quienes lideran la sublevación son precisamente los religiosos.
—¿Qué?
Las palabras de la joven inquisidora había hecho que Francesco levantara las cejas, alarmado.
—Quienes lideran la sublevación son los sacerdotes de la catedral de Brno. Se han declarado a favor del Nuevo Vaticano y han exhortado a las congregaciones cercanas a unirse a ellos.
—¿¡…!?
Pero el informe de la hermana Paula aún no había terminado. Sus siguientes palabras hicieron estremecerse al cardenal.
—Hace tres horas, nuestros informadores sobre el terreno han confirmado la presencia de Alfonso d’Este, acompañado de un adolescente con acné de unos quince años o dieciséis años»…