—Entonces, al final, ¿dónde se encontraba guardada la lista? —preguntó el Profesor ante las quejas de Abel mientras caminaban por el pasillo que llevaba al despacho de Caterina—. Si no estaba en aquella caja fuerte, ¿dónde estaba?
—La verdad es que parece un chiste… —respondió Abel, encogiendo los hombros, con cara de haber tragado no uno, sino dos o tres insectos.
El apósito que llevaba en la mejilla era debido a que el equipo de recuperación enviado por el Vaticano le había confundido con un enemigo en el casino. El no llevar sotana había provocado el malentendido.
De todos modos, Antonio estaba a salvo y habían capturado tanto a Lenz como al resto de esbirros del Nuevo Vaticano. No podía quejarse por haber pagado ese éxito con un rasguño.
—Antonio, digo, el hijo del duque de Borgia, había quemado la lista mucho antes…, después de memorizar todo su contenido. Es como si hubiera estado jugando con nosotros todo el rato.
—Pero fue una buena jugada. Los cardenales le tendrán que tener en cuenta a partir de ahora —dijo, admirado, el Profesor, mientras se acariciaba la barbilla—. Si sólo poseyera la lista, no habría más que hacer. Pero si tiene la información guardada en la cabeza, además de ser un lugar más seguro, en Roma le tratarán siempre como un VIP… En realidad es un plan muy bueno. Por eso le llaman «un genio digno de la Universidad de Colonia».
—¿Eh? ¿Así le llaman?
—¿No lo sabíais? —preguntó, extrañado, el Profesor, levantando la pipa apagada—. Antonio Borgia, hijo del duque de Valencia, tiene siete doctorados con sólo veintitrés años. En mi universidad le están preparando una cátedra en la sección de ciencias políticas.
—¿Eh? ¿Ese Antonio?
La verdad era que no lo parecía en absoluto. Abel creía que era un simple, «simple» en el peor sentido, jovenzuelo superficial.
De todos modos, lo más probable es que no volvieran a encontrarse nunca más. Después de llegar sanos y salvos a Roma, no habían vuelto a verse. Tampoco tenía ningunas ganas de encontrárselo, la verdad.
—Por cierto, Profesor, ¿cómo fue vuestra misión en Hispania? ¿Se trataba de una auténtica organización de tráfico de seres humanos?
—La verdad es que fue muy aburrida. Nos llevó mucho tiempo y no fue nada interesante —respondió el Profesor, arrugando el ceño, como si la pregunta le incomodara—. Bueno, intentaron usar un truco para despistarnos, pero mediante unas deducciones elementales pudimos resolver el caso. Pero, en fin, ya estamos es Julio, ¿verdad? Ahora se me vienen encima todos los exámenes de fin de curso. Eso es mucho peor. Tengo que preparar las preguntas, poner nota a los trabajos… Llevo tres noches sin dormir.
Sin dejar de chupar la pipa, el Profesor hizo un amago de bostezo. En consonancia con su nombre en clave, el Profesor era docente de la Universidad de Roma y daba clases en las facultades de letras y ciencias.
—¡Es insoportable! Casi preferiría tener que vérmelas otra vez con los traficantes de personas. Es verdad que venden a seres humanos, pero al menos no venden modelos de respuestas antes de los exámenes, ni entregan Cómo cocinar la mejor pasta como trabajo para el curso de análisis de poesía lírica clásica… Os envidio, padre Nightroad. ¡Proteger a un genio como Antonio Borgia! ¡No quiero ni imaginar qué conversaciones más intelectualmente estimulantes disfrutasteis con él!
¡Bah!, no había por qué alterarse. Nunca más volvería a ver al chaval. Era seguro que ya estaba de vuelta en su país, pasándoselo en grande. Que fuera feliz, mientras estuviera lejos de él.
Abel encogió los hombros con expresión confusa y llamó a la puerta de la cardenal.
—Se presenta Abel Nightroad.
—Adelante.
Abel abrió la puerta ante la voz de su superiora y se encontró con la cardenal más hermosa del mundo, que les sonreía, traviesa.
—¡Huy!, qué guapo que estáis, padre Nightroad… Imagino que agotado por la misión de Colonia.
—Pues la verdad es que sí, y por muchos motivos —respondió Abel, rascándose ligeramente la cabeza—. Más que los sicarios del Nuevo Vaticano, fue un incordio el sujeto al que debía proteger… ¡Ay!, fue horrible. Por favor os lo pido, eminencia, la próxima vez que me enviéis a transportar «objetos peligrosos» como ése, avisadme antes.
—¿Os referís al hijo del duque de Borgia? Pero parece que el heredero Borgia consideró que hacíais un buen equipo. Os llama su «amigo del alma».
—¿Amigo del alma? —repitió el sacerdote con cara de quien hubiera descubierto que se acerca el fin del mundo—. ¿Quién ha dicho esa tontería? Si él y yo…
—Somos amigos hasta la muerte, ¿verdad, Abel? —dijo una voz desde el sofá, que hasta entonces el sacerdote había pensado que estaba vacío.
Al girarse hacia la voz mientras se ajustaba las gafas, a Abel casi se le cayeron los ojos de sorpresa, y se quedó petrificado.
—Ya conocéis al padre Nightroad. Permitidme que os presente al Profesor.
Mirando, divertida, a Abel, que se había quedado helado, Caterina se dirigió a la persona del sofá.
—Éste es el nuevo sacerdote que ha contratado el Vaticano…
—Antonio Borgia. Encantado de conocerles —dijo el joven, levantándose del sofá con la mano tendida.