VII

—Ha sido un camino largo y peligroso…

El antiguo arzobispo de Colonia o, mejor dicho, el primer papa del Nuevo Vaticano, Alfonso I, sonreía con satisfacción desde la sedia gestatoria[15] hacia la muchedumbre que lo aclamaba alrededor del altar. Llenaba la catedral una multitud de nobles, religiosos y soldados, unidos todos en su voluntad de alzarse contra el dominio de Roma.

Después de la inesperada derrota en el cónclave que había sucedido a la muerte del papa anterior, Alfonso había esperado en Colonia cinco años al acecho antes de lanzar su fallido ataque con el «ruido silencioso» en Roma. Y ahora, el alzamiento… El camino hasta el trono sagrado había sido difícil y tortuoso, pero al final había llegado a su objetivo.

«Bueno, aún hay que mantener la guardia en alto».

Alfonso controló la sonrisa que luchaba por aparecerle en el rostro. Todavía era pronto para confiarse.

Hablando con honestidad, la noche anterior le había dejado bastante irritado. No había imaginado que las garras del Vaticano pudieran llegar hasta él de aquella manera. Si en vez de haberse concentrado en asesinarle y rescatar a Alessandro, se hubieran dedicado a desactivar el misil, todo el plan del Nuevo Vaticano se habría venido abajo. Perdido su triunfo, el ejército del Vaticano les habría atacado, y Brno se habría convertido en una enorme hoguera. La catástrofe había estado muy cerca.

Y todo por culpa de la incompetencia de Havel al diseñar la vigilancia del castillo. Por mucho que hubiera sido agente, al fin y al cabo, no era más que un simple sacerdote. Confiarle a un novato como ése la protección del castillo había sido un error. Para no caer de nuevo en los mismos problemas, la vigilancia de la catedral de Pedro y Pablo se la había confiado al coronel Barbarigo. El veterano soldado y sus hombres habían pasado toda la noche registrando con minuciosidad las calles de Brno para asegurar la protección completa de la catedral. Gracias a él, no había ninguna señal de los agentes y los inquisidores que se suponía que estaban escondidos en la ciudad.

—Después de la ceremonia tenemos que empezar a sondear de qué lado están los nobles indecisos… —susurró Alfonso, lanzando una sonrisa a los hombres de Barbarigo, que rodeaban con las armas a punto a la multitud que lo aclamaba—. Francesco no tendrá más remedio que retirarse… Fíjate, Alessandro, al final traerte aquí no ha servido para nada…

El adolescente, fuertemente custodiado, que estaba sentado detrás de Alfonso no respondió. Su hábito blanco era muy parecido al que llevaba su tío, pero estaba atado de pies y manos. Mirando a la palidez de su sobrino, que parecía la de un reo condenado a muerte, Alfonso asintió, sonriente.

En realidad, tener a su sobrino como rehén no le había servido de mucho, pero le resultaba útil como complemento para su ceremonia. Para atraer seguidores a su causa, el efecto de la imagen del «verdadero papa tomando prisionero al falso papa» sería importantísimo…

¡Habemus Papam![16]

La aguda voz hizo que Alfonso volviera en sí.

El obispo Dubcek, decano del colegio cardenalicio del Nuevo Vaticano, caminaba con lentitud hacia él, ofreciendo la tiara blanca en actitud respetuosa. Desde la muerte de su hermano…, realmente, desde mucho antes de eso, Alfonso había creído que era a él a quien le correspondía llevar la mitra de tres coronas adornada con cientos de piedras preciosas e hilo de oro. Havel había mascullado algunas quejas acerca de los fondos necesarios para confeccionarla, pero Alfonso le había ignorado. Demostrar al mundo su condición de papa y tomar el liderazgo de los señores seglares costaba dinero. Pero ¿cómo podía esperar que alguien de clase tan vulgar como Havel lo comprendiera?

—Santidad, recibid esta tiara que simboliza vuestro poder…

—Sois el representante de Dios sobre la Tierra. Sois el pescador de la humanidad. Como primer servidor de Dios, sois nuestro señor…

Todos los asistentes repitieron en coro las palabras del obispo mientras Alfonso se ponía lentamente de pie. Los dedos le temblaban de la emoción cuando levantó los brazos para recibir la corona…

—¡Ah!

Los labios secos del nuevo papa dejaron escapar un gemido.

La tiara había caído al suelo con un ruido seco. Las fuerzas le había fallado por la tensión. La corona cónica rodaba por el suelo ante la mirada confundida del nuevo papa y el silencio de los asistentes…

En ese instante, una luz blanca llenó la catedral y cegó a los asistentes.

—¿¡…!?

Las desafortunadas víctimas no llegarían nunca a darse cuenta —una vez que hubo cesado el eco de la explosión y el calor de la oda expansiva— de que era la corona la que había estallado.

—¿¡Qué ha sido esa explosión!? ¿¡Qué ha pasado!? —gritó Alfonso con voz monstruosa en medio del estruendo.

La catedral, que hasta un instante antes era el escenario de la solemne ceremonia, se había vuelto un caos de fuego, sangre y gritos de agonía.

Además, lo primero que oyó el nuevo papa no fue la voz de sus subordinados preguntándole por su estado.

—¡Jejeje…! ¡Huuuy, qué suerte has tenido!

Entre la humareda, una figura rechoncha había descendido, riendo, del techo. Ante la mirada atónita del nuevo papa, la figura se le plantó delante con una sonrisa insolente.

—Vaya potra, ¿no? Vas a morir a manos de alguien tan lovely[17] como yo…

—¿¡La Inquisición!?

Alfonso se había quedado perplejo mirando al monje con forma de tonel y cara de pez que llevaba bordado en el hábito el emblema de la Inquisición: el martillo del Señor. Pero, ¿¡cómo habían logrado infiltrarse en la catedral!?

—¡Abatidlo! —gritó con voz nerviosa Alfonso—. ¡Coronel Barbarigo, abatid a este monstruo! ¡Es un inquisidor! ¡Un enemigo de Dios!

—¡Apunten!

La reacción del anciano coronel fue inmediata. Ante la orden de su superior, los soldados posicionados a lo largo de los muros levantaron sus armas.

—¡Fuego!

Las detonaciones apagaron el eco de la orden. Un instante después se elevaron los gritos de dolor…, pero no de quien esperaba Alfonso.

—¡Pero ¿qué…?!

El nuevo papa torció violentamente el rostro.

Quienes cayeron abatidos por la ráfaga brillante, en una confusión de gemidos y sangre, fueron los nobles y religiosos del Nuevo Vaticano participantes en la ceremonia que se había abalanzado hacia la salida.

—¡Pero ¿adónde apuntáis?! —gritó Alfonso a los soldados, que abatían a los supervivientes como si se tratara de piezas de caza—. ¡Barbarigo! ¿¡Qué demonios hacen tus hombres!? ¡Alto el fuego! ¡Abatid al enemigo de Dios!

—Eso es lo que hacemos…, disparamos a los enemigos de Dios —dijo el anciano coronel, desenfundando su pistola.

Al ver que le apuntaba entre las cejas, Alfonso entendió por fin lo que ocurría.

—Pe…, pero, Barbarigo…, ¿me…, me has traicionado?

—El traidor no soy yo…, santidad —respondió Barbarigo, burlón—. Yo siempre he sido fiel a Roma. Es deplorable que penséis que pueda estar del lado de estos aristócratas pueblerinos que apestan a estiércol. ¡Bah!, todo sea por el ascenso a general de división que me ha prometido el cardenal Medici…

—¿¡Olvidas todo lo que hice por ti!? —rugió Alfonso mirando el arma y sacando espuma por la boca—. ¡Vulgar asesino! ¿¡Quién crees que te salvó cuando te llevaron a los tribunales!?

—Asesinos lo somos todos, santidad… ¿Qué hacemos son éste, señor Filippo?

—¿Hmmm?

El inquisidor torció un instante la cabeza.

—Matadlo; es un estorbo. No tengo tiempo que perder con viejos como él.

—Comprendido —respondió Barbarigo, alzando el seguro con una mano—. Tenemos que despedirnos, santidad. No hemos tenido mucho tiempo para conocernos…

—¡Ah!

Si consideramos que la heroicidad consiste en no abandonar nunca, incluso en las condiciones más adversas, Alfonso d’Este mereció en aquel momento el apelativo de héroe. Un instante antes de que Barbarigo apretara el gatillo, dio un salto hacia el lado y agarró a su sobrino inconsciente. Con una rapidez impropia de su edad, se escudó tras Alessandro y le puso la pistola en la sien.

—¡Que nadie se mueva! —gritó el ex arzobispo, protegido por el cuerpo del papa adolescente—. ¡Que nadie se mueva, o Alessandro morirá!

Sin embargo, Barbarigo no hizo más que un mohín de fastidio ante la amenaza y le preguntó al inquisidor:

—¿Qué hacemos, señor Filippo?

—¿Hace falta que te lo diga? —respondió el monje, encogiendo los hombros—. Elimínalos a los dos a la vez. De todos modos, dentro de nada no quedará ni un superviviente en esta ciudad.

—Claro… —dijo Barbarigo sin dejar de apuntar al atónito ex arzobispo.

Apuntando con cuidado la enorme pistola de combate, buscó el lugar par atravesar a la vez al objetivo y a su escudo.

—El tío y el sobrino morirán juntos…

La detonación fue estruendosa…, pero quien lanzó un alarido con la mano empapada en sangre fue el propio coronel. La pistola le había sido arrancada de la mano y había caído humeando al suelo.

—Bueno, bueno, bueno… Veo que habéis venido…

Filippo no parecía sorprendido. Al girarse, vio la silueta de una figura alta que blandía un anticuado revólver de percusión bajo las vidrieras. La luz del atardecer le bañaba los cabellos plateados.

—¡Ya están aquí los perros de Sforza!