VI

—¿Y ahora adónde vamos? —preguntó Hugue mientras apretaba el botón del ascensor—. ¿Volvemos a la casa segura de la fiscalía?

—Buena idea. Pero ve tú solo. Yo tengo que solucionar unas cosas por aquí. Cuando esté listo, me reuniré allí contigo.

Justo cuando Rodenbach acabó la frase, el ascensor se abrió y en él aparecieron cinco guardias. Hugue bajó de golpe la cabeza, mientras que Rodenbach avanzaba para cubrirle; el grupo de policías pasó en silencio por su lado. Cuando se disponían a subir al ascensor…

—Un momento —dijo una voz grave a sus espaldas.

Uno de los guardias, un sargento extremadamente alto, se había girado.

—Tú, tengo que preguntarte algo.

—¿Sí, mi sargento? —respondió Hugue con voz desabrida.

Manteniendo el rostro en la sombra, se preparó para sacar el arma en cualquier momento. Si le veían la cara sería el final. Tenía que salir de allí aunque fuera haciendo correr la sangre… Pero al final sus precauciones fueron innecesarias.

—¿En qué celda está el terrorista Hugue de Watteau? —preguntó bruscamente el sargento.

—En la tres. Tenéis que seguir recto y torcer a la derecha.

—¡Ah, vale! Gracias.

Con un educado saludo, el sargento se despidió, Hugue le devolvió el gesto y se quedó mirando cómo el grupo desaparecía por el pasillo. Cuando, ya más tranquilo, iba a subir por fin al ascensor…

—¡No, Hugue! —resonó el grito de Rodenbach.

El brazo del espadachín pareció cobrar vida propia para desenvainar la espada y blandirla hacia atrás, guiándose sólo por el reflejo de las gafas del fiscal.

El estrépito agudo de metal contra metal llenó el pasillo.

—Eres bastante bueno…

Quien empuñaba el sable de batalla era el sargento o, mejor dicho, el hombre vestido de sargento. Los policías se acercaban a ellos formando un semicírculo.

—Eres el primero que le para un golpe a Luciano Riggio.

—Luciano Riggio… ¡Guantes Amarillos! —gritó Rodenbach, retrocediendo.

Guantes Amarillos era un asesino profesional que tenía aquel apodo por el tono pardo amarillento que los anabolizantes le había dado en los brazos. Todo el mundo había oído hablar de la brutalidad del antiguo soldado biónico del Vaticano convertido en asesino a sueldo. Sus tarifas eran extremadamente altas, pero se decía que nadie había sobrevivido a un encuentro con su sable. ¿Qué hacía allí alguien tan peligroso?

—Claro, te ha contratado D’Alsace…

Esquivando desde su posición de desventaja el violento movimiento del sable, Hugue palideció:

—¿Ahora trabajas para vampiros, Guantes Amarillos?

—Mientras me paguen, me da lo mismo quién me contrate. Si me pagara el diablo, mataría incluso a Dios.

Al reír, la dentadura blanca creaba un efecto extraño en el rostro grisáceo. Los músculos, reforzados con anabolizantes, alzaron el arma apuntando a la cabellera rubia. Una persona normal no tenía ninguna posibilidad de resistir el ataque del soldado biónico. Aquellos brazos, fuertes como el acero, se hincharon al hacer fuerza en los puños.

—¡Estamos perdidos, Hugue!

—¡Quieto ahí!

Rodenbach había intentado escapar de un salto, pero los falsos policías le detuvieron mientras Luciano y Hugue seguían batallando. El cuerpo, alto y delgado, pareció caer partido en dos cuando…

—«Mataría incluso a Dios»… ¡Pues prepárate a encontrarlo!

Hugue no cambió de expresión ante el sable que le caía encima, sino que incluso pareció reír con más crueldad que el demonio al que se enfrentaba.

—¿Y si te enfrentaras al dios de la muerte? ¿Crees que podrías matarlo?

—¿¡…!?

Un chirrido metálico llenó el pasillo…

—¡Im…, imposible!

Luciano salió volando con la estupefacción dibujada en el rostro. No era para menos. El sacerdote, que pesaría quizá la mitad que él, le había hecho surcar los aires. Antes de que pudiera recuperarse de la sorpresa, una luz blanca destelleaba ante sus ojos.

—Por fortuna, tengo unos brazos especiales…

El filo elevado a la altura de la mirada dibujaba sombras diabólicas en el rostro del espadachín. Con una voz oscura, digna del dios de la muerte, Hugue le susurró al desconcertado soldado biónico:

—Has encontrado a tu peor enemigo, Guantes Amarillos. ¡Muere!

—¡Espera, padre!

La voz que sonó antes de que la espada cayera no era la de Luciano. Uno de los falsos policías rugía apuntando con su arma a Rodenbach.

—¿Es que no tienes ojos en la cara? Si no quieres que le volemos la tapa de los sesos a tu amiguito, ya estás tirando el arma.

—¡No, Hugue!

El joven fiscal podía sentir el frío cañón en la nuca, pero la voz no le tembló para gritar con una fuerza que superaba a la de sus oponentes:

—¡No te preocupes por mí! Tienes que huir y encontrar a… ¡Ah!

—¡Cierra el pico! —gritó de nuevo el falso policía, golpeándole con la pistola—. ¿¡Y tú qué haces!? ¿Quieres que le vuele una oreja para que se te aclaren las ideas?

—Basta.

La voz que respondió a las vulgares amenazas era tranquila. El filo que apuntaba a Luciano al corazón salió dibujando un arco por el aire y se clavó profundamente en el suelo.

—Ya he hecho lo que me pedíais… Ahora, soltadle.

—¡Pe…, pero ¿qué haces, Hugue?! —chilló Rodenbach con cara de incredulidad al ver que el espadachín tiraba su arma—. ¿¡No te he dicho que no te preocuparas por mí!? ¿¡Qué estás haciendo!?

Hugue no respondió a las recriminaciones de su compañero. Mientras forzaba una sonrisa, su mirada se ensombreció.

—¿¡Cómo se atreve este maldito a amenazarme!?

Recuperado del susto, Luciano gritaba con más ira que alivio.

Guantes Amarillos se levantó blandiendo el sable y golpeó con la empuñadura a Hugue, que se había quedado inmóvil.

El espadachín se tambaleó ante el golpe, capaz de haberle abierto la cabeza. Cuando consiguió recuperar el equilibrio, apoyándose en la pared, Luciano le pegó una patada en el estómago que le mandó de rodillas al suelo, doblado en dos. Al abrir la boca para tomar oxígeno, le cayeron al suelo algunos dientes rotos, mezclados con sangre que provenía del esófago.

—Señor Luciano, entendemos lo que siente, pero tenemos que largarnos en seguida…

—¡Ya lo sé! —respondió gritando Luciano, haciendo esfuerzos por dominarse.

Puso cara de haber vengado la humillación de antes, pero sin duda estaba pensando en no perder más tiempo. Dando la vuelta al sable, lo levantó sobre la cabeza del sacerdote caído.

—¡Hasta nunca!

—¡¡¡Hugue!!!

El rugido de victoria se confundió con el grito de desesperación al tiempo que caía el sable…

Una tormenta de balas que provenía del cielo atravesó al asesino a sueldo y pulverizó el cráneo al falso policía que tenía encañonado a Rodenbach. Que la ráfaga ni siquiera rozara al fiscal demostraba que el tirador era capaz de una precisión inhumana. Y el único que podía lograr algo así era…

—¡Gunslinger! —murmuró débilmente Hugue, mirando a la pequeña figura que había caído ante él, atravesando el techo, que se había convertido en un colador.

Con voz monótona, el padre tres interpeló a los sicarios:

—Todos quietos. Tirad las armas y dad un paso atrás.

—¡Maldito!

Como si la voz deshumanizada les hubiera despertado de su estupor, los falsos policías empezaron a moverse y dirigieron sus armas hacia el intruso.

—No sé quién demonios eres, pero te vamos a mat…

—Cero coma treinta y ocho segundos demasiado tarde.

Las pistolas de dos cañones hicieron brotar flores de fuego de una viveza increíble. Los hombres no habían tenido tiempo más que de poner el dedo en el gatillo cuando saltaron en pedazos convertidos en una amalgama de carne y vísceras. Los cadáveres decapitados cayeron contra la pared, dibujando un horrendo paisaje en rojo.

—Ven, Rodenbach.

Desde el aviso hasta carnicería no había pasado más que unos pocos segundos. Sin embargo, Hugue tuvo tiempo suficiente para calcular una ruta de escape. Levantándose de un salto, arrancó la espada clavada en el suelo y agarró del hombro al fiscal, que parecía embrujado por el macabro espectáculo, para dirigirlo hacia la puerta del ascensor.

—¡Ve tú primero! —gritó al mismo tiempo que cerraba la puerta desde fuera—. ¡Yo te seguiré!

—¡De acuerdo! ¡Te esperaré arriba! —respondió en tono serio el fiscal, comprendiendo que si se quedaba se convertiría otra vez en un estorbo.

Cuando el ascensor se puso en marcha, Hugue se giró hacia el pasillo. En la sala teñida de sangre no quedaba ni un hombre en pie. Sólo aquella máquina con forma humana que le miraba a través de unos ojos de cristal.

—Ex agente Hugue de Watteau —anunció el muñeco asesino, apuntándole entre el humo con sus armas—. Tirad las armas y entregaos. Si os resistís, tendré que mataros.