La cena consistía en un poco de gachas y unas migajas de pan negro que había empezado a ponerse malo.
—¡Huy, vaya banquete!
El único ocupante de la celda dibujó una sonrisa, pero los jóvenes que le habían traído la comida no suavizaron la expresión. El que parecía el líder la imprecó bruscamente con un movimiento de la pistola automática.
—¡Basta de cháchara y a comer! Te vigilaremos mientras cenas.
—Vale, vale, ningún problema… Señor, bendice estos alimentos que voy a tomar…
Acabada la oración, Abel se abalanzó ante la única comida del día. Se bebió de un trago las gachas y, casi antes de haberlas engullido, se dispuso a devorar el pan. Sin embargo, cuando ya tenía la boca abierta, se detuvo, como si se hubiera dado cuenta de algo, y se giró.
—Eeeh… —dijo el sacerdote, rascándose la cabeza.
Al ver que los jóvenes le miraban casi babeando, sonrió, avergonzado, y les ofreció un trozo de pan.
—Podéis tomar un poco si queréis…
—¡Pero dónde se ha visto que los vigilantes reciban comida del prisionero! —gritó con estridencia el líder, a quien aún no le había cambiado del todo la voz.
Sin embargo, le traicionaban los ojos, fijos en el pedazo de pan. Abel se dio cuenta de que las manos que agarraban la pistola eran extremadamente delgadas y tenía los pómulos muy salidos.
—Esperad un momento…
Los jóvenes miraron con desconfianza a Abel mientras éste rebuscaba por los bolsillos con las manos esposadas. Las armas estaban a punto. ¿Qué pretendía hacer?
—Pero si estaba… ¡Ah, aquí está!
Al ver la caja que acababa de ponerles ante los ojos, los jóvenes se quedaron atónitos: ¡eran caramelos!
—También hay chocolatinas. Está empezada, pero si queréis un poco…
¿Estaría tendiéndoles una trampa? La mirada de los jóvenes decía que aún sospechaban de las intenciones del sonriente sacerdote, pero tenían tanta hambre… En un instante, todos, excepto el líder, alargaron las manos y se repartieron los dulces de la caja.
—¿Tú no comes? —preguntó Abel al joven de la pistola automática, que parecía ajeno a los gritos de alegría de sus compañeros—. No hay veneno ni nada, puedes estar tranquilo.
—Le llevaré uno a mi hermana —respondió con sequedad—. Nunca ha comido nada como esto.
—Claro…
Entonces le tocó a Abel quedarse en silencio.
Era evidente que no eran gente de Brno. Probablemente, serían los hijos de los campesinos de las aldeas cercanas que se había refugiado en la ciudad. ¿Tan falto estaba el Nuevo Vaticano de efectivos que tenía que dar armas a jóvenes de tan corta edad? Cuando empezara el ataque del Vaticano serían, sin duda, los primeros en caer.
—Es horrible… ¿En que estará pensando Václav? —dijo Abel de improviso—. Armar incluso a los niños es pasarse…
—Estoy completamente de acuerdo… —respondió una voz a espaldas del sacerdote que se quejaba.
No sabía cuándo había entrado, pero allí estaba el delgado sacerdote de cuidada barba, sonriendo con tristeza.
—¡Pa…, padre Havel!
—Tranquilos, no hace falta alborotarse… —dijo el sacerdote manco a los agitados jóvenes para calmarlos—. Ya que el padre Abel os ha ofrecido esos dulces, disfrutadlos… Por cierto, ¿os importaría dejarnos un momento solos mientras coméis? Tengo que discutir un par de cosas con él.
—Pe…, pero, padre, ¿no es peligroso quedarse a solas con el espía?
El joven de la pistola automática empezó a hablar, pero al ver al sonrisa del sacerdote que tanto respetaba, decidió obedecer sus órdenes sus instrucciones.
—Venga, vámonos todos… Id con cuidado, padre.
Los soldados adolescentes abandonaron la habitación con rostros serios. Una vez que hubo comprobado que habían salido todos por al puerta, Václav se acercó a Abel.
—¿Cómo te encuentras, Abel? —preguntó, mirando fijamente al prisionero—. Siento mucho las circunstancias. He pedido que no te traten con dureza, pero…
—Olvídate de eso. Pero ¿a qué viene lo de usar niños como soldados? —respondió Abel a su antiguo compañero, con un tono de reproche—. Darles armas a esos chavales… ¡Esto no es típico de ti!
—El reclutamiento de niños ha sido idea del papa Alfonso.
El delgado sacerdote sacudió la cabeza mientras abría hábilmente con una mano las esposas de Abel. Le faltaba todo el brazo derecho desde el hombro. La herida que había sufrido en el combate de la noche anterior era incurable y no había habido otro remedio que amputarle el brazo. Si hubiera estado en Roma, podrían haberle implantado otro, pero en aquella ciudad de provincias no había el material, ni siquiera las instalaciones, para tal operación.
—La carencia de efectivos es muy seria. Nos falta gente para vigilar la ciudad, para construir defensas… Por eso, no podemos permitirnos usar soldados reales para vigilar la retaguardia… —explicó suspirando Václav, mientras se giraba hacia la única ventana de la celda.
Desde la torre se veían las montañas que rodeaban Brno más allá de sus murallas. En aquella época del año las cordilleras tendrían que haber estado teñidas de rojo por las hojas otoñales. Sin embargo, estaban cubiertas de acero y ceniza. Los campamentos y los vehículos militares llevaban todos la bandera de la cruz roja sobre fondo blanco. La bandera del ejército del Vaticano.
—Además, está empezando el asedio… No tenemos ninguna opción.
—Si sabéis que estáis perdidos, ¿por qué no os rendís? —preguntó Abel, naturalmente agitado, siguiendo la mirada de su ex compañero por la ventana—. Con esta diferencia de fuerzas, sólo un milagro puede salvaros… ¿No sería mejor rendirse y asegurar la vida de los ciudadanos?
—Abel, ¿crees en Dios?
—¿Eh?
Abel se quedó perplejo ante la súbita pregunta.
—Eh…, eh…, bueno…, como soy sacerdote… Todo el mundo dice que no soy un buen religioso…, pero bueno…, creer en Dios, al menos…, sí que creo…, me parece…
—Yo no creo en Dios.
—¿¡Qué!?
Abel se quedó atónito ante las palabras del que siempre había sido considerado el sacerdote más pío de Ax. Ignorando el estado de shock en que había quedado su interlocutor, Václav siguió susurrando solo:
—Yo no creo en Dios… Si realmente existiera, ¿permitiría que la fuerza se impusiera a la justicia y la verdad? Cuando las gentes pobres y honradas se encuentran al borde de la muerte, ¿por qué no levanta la espada para defenderlas?
A lo lejos, se empezó a oír el repicar de las campanas que anunciaban la ceremonia de coronación y el eco de los fuegos artificiales. Sin embargo, las calles estaban desiertas. Temerosos del ataque del Vaticano, los ciudadanos se habían encerrado en sus casas. Václav siguió hablándole a la ciudad moribunda:
—«Bienaventurados vosotros los pobres». «Creed y seréis salvados». Son todo mentiras. Dios no existe.
—Si no creéis en Dios, padre Havel, razón de más para rendiros.
La voz de Abel no tenía ningún eco de reproche. Sus ojos reflejaban la mirada perpleja de un niño.
—Ayer, el cardenal Medici intentó asesinar a Alfonso d’Este sin preocuparse para nada por la seguridad del papa Alessandro… Es imposible que tolere que la ceremonia de coronación se complete. Aunque tenga que arrasar la ciudad, hará todo lo posible para detenerla.
—Contra Roma no podemos hacer nada… —respondió serenamente Václav, mirando las calles desiertas—. Pero mientras podamos jugar la carta del misil, el ejército de la Iglesia no podrá atacar la ciudad. Ese misil podría suponer la muerte de todos ellos.
—¿Eso qué significa?
«Podría suponer la muerte de todos ellos»… ¿Pretendían llevar a cabo un suicidio en masa y llevarse por delante también al ejército enemigo? Sin embargo, por muy grande que fuera el misil, no sería capaz de destruir toda la ciudad. ¿Había alguna bomba capaz de aniquilar de un golpe a un ejército de treinta mil hombres?
Pero a Václav no le temblaba la voz.
—La ojiva contiene ocho kilos de cianuro potásico y un volatilizador… Sería capaz de pulverizar a medio millón de personas, así que más que suficiente para eliminar al ejército invasor.
—¿Ci…, cianuro potásico? —repitió Abel con voz aterrorizada, como si estuviera pronunciando el nombre del dios de la muerte.
El cianuro potásico era un cristal altamente venenoso. Por sí solo ya era peligroso, pero mezclado con el ácido de la ojiva, se transformaba químicamente en hidrógeno de cianuro gaseoso y provocaría la muerte a todos los que entraran en contacto con él. Combinado con el volatilizador, en pocos minutos podría extenderse una nube de muerte sobre la ciudad.
—Pe…, pero ¿¡para qué se ha instalado ese gas venenoso en la ojiva!? ¿Qué se supone que…?
—¿Que qué buscamos? La guerra con el Imperio, por supuesto.
La voz de Václav estaba libre de cualquier sombra de ira, pero los dedos que jugueteaban con el rosario le temblaban ligeramente.
—El cianuro potásico es muy eficaz contra los vampiros. Creemos que el cardenal Medici pensaba usarlo en la próxima cruzada.
—¿La…, lanzar gas venenoso contra el Imperio?
El Vaticano había intentado varias veces recuperar diversas armas bacteriológicas y gases venenosos, pero los experimentos no habían dado buen resultado. Además de ser extremadamente difíciles de manejar, no parecían afectar demasiado a los vampiros. Incluso los gases nerviosos como el sarín o el tabun eran inocuos contra ellos. El cianuro potásico era una de las únicas excepciones.
La razón no estaba del todo clara, pero parecía tener que ver con la vulnerabilidad del bacilo que habitaba de forma simbiótica el cuerpo de los vampiros. El cianuro potásico podía destruir el bacilo cortando el suministro de oxígeno a las células. Expuestos al veneno, los vampiros eran tan débiles como cualquier ser humano.
De todos modos, al contrario que la plata y la luz del sol, el cianuro potásico también era mortal para los humanos. Si lanzaran el misil contra una ciudad…
—¡Pero allí no sólo viven methuselah[14]! ¡El Imperio está lleno de terranos! Además, según cómo sople el viento, ¡incluso puede ser peligroso para nosotros!
—Si hay que matar a un monstruo, la vida de unos insectos es sacrificable…
Václav dibujó con sus labios una sonrisa gélida. Sin cruzar la mirada con Abel, continuó mirando al suelo.
—Ésa es la cuestión, Abel. Si el Vaticano quiere destruir a los vampiros, no puede preocuparse de lo que les pasará a unos pocos civiles en las regiones fronterizas o en el territorio imperial.
—¿Es ésta la causa de vuestra traición, padre Havel? —preguntó Abel con rostro sombrío y voz vacilante—. ¿Sabiendo esto habéis…?
—Abel, tengo que pedirte un favor.
Interrumpiendo a su antiguo amigo, Václav se puso serio y, haciendo desaparecer la oscura sonrisa, levantó el rostro.
—Es acerca del papa Alessandro. Sácalo de la ciudad. En seguida.
—¿¡Eh!?
Abel se quedó desconcertado, sin entender lo que Václav le decía.
¿Escapar de la ciudad con Alessandro? Pero ¿no era precisamente el rehén más importante que tenían?
—La inquisición ha empezado a operar sin ninguna consideración por su vida. Está claro que el cardenal Medici no tiene intención alguna de rescatar a su hermano. En definitiva, el valor del papa como rehén es nulo.
Václav hablaba como si ante los ojos tuviera, no a Abel, sino al adolescente con quien había hablado la noche anterior. Su mirada recordaba a la de un maestro que hablara sobre un alumno torpe, pero muy querido.
—Ahora se encuentra en la catedral. Alfonso intenta crearse una buena imagen presentando a su sobrino en la ceremonia de coronación. Si queremos salvar a su santidad, ahora es el mejor momento —propuso el sacerdote manco, mirando con atención a su ex compañero.
—Padre Havel…, aún estáis a tiempo… —gimió Abel, como si el traidor fuera él mismo, con voz torpe pero sincera—. Ahora aún estáis a tiempo. ¿Por qué no volvéis a nuestro bando? Intercederé por vos con todas mis fuerzas ante Caterina. Yo…
—Gracias, Abel.
Abel nunca olvidaría la sonrisa que le apareció entonces a Václav.
—Ayer te entregaste sólo para poder decirme esto, ¿verdad? Pero yo ya no puedo echarme atrás. Si lo hago, estaría traicionando a todos los que han confiado en mí hasta ahora. Protegeré esa arma y cumpliré con mi deber hasta el final.
—¿Aun estando mutilado? —preguntó Abel, mirando la manga derecha vacía—. Mientras tengáis el misil, el ejército del Vaticano no puede arriesgarse a atacar. Lo que quiere decir que los inquisidores intentarán infiltrase en el castillo como sea para desactivarlo… ¿Podréis hacerles frente?
—No caeré en el mismo error de ayer. El castillo está defendido por cuatrocientos hombres. Seguro que seremos capaces de defenderlo.
¿Creía realmente en lo que decía? ¿O se habría resignado ya a morir allí? Con paso inseguro, el sacerdote se dispuso a salir del calabozo sin girarse.
—Por eso, Abel…, salva al papa.