V

La sala de interrogatorios del calabozo subterráneo estaba equipada con un grueso cristal antibalas. Como estaba un poco empañado, el prisionero no podía ver con claridad la expresión de la persona que estaba sentada al otro lado.

—Y me habíais dicho que no volveríamos a vernos —resonó una voz joven por los altavoces, con una mezcla extraña de vacilación y vergüenza—. Qué bien que nos reencontremos tan pronto.

—¿Podemos permitirnos charlar, fiscal Rodenbach?

El fiscal había hecho salir a los guardias de la sala para efectuar el interrogatorio de Hugue, sentado en el centro de la habitación con su uniforme gris de prisionero. Para ser considerado un «peligroso terrorista internacional» no tomaban demasiadas precauciones, pero eso sería probablemente porque Rodenbach asumía toda la responsabilidad.

—¿No es un interrogatorio oficial, verdad? Mejor que desaparezcáis antes de que os vea alguien implicado… No hace falta que os preocupéis porque os delate. No tenemos ninguna relación. Somos dos completos desconocidos.

—No es que me preocupe por eso… Pero lleváis razón en decir que no tenemos tiempo. Estar aquí es peligroso.

Asintiendo con expresión grave, Rodenbach dejó correr los dedos por encima de los controles al otro lado del cristal. Después de teclear una compleja serie, la protección antibalas que los separaba se levantó con un ruido ensordecedor.

—Venid conmigo.

—¿Qué queréis decir, fiscal? —preguntó Hugue con mirada fría—. Yo soy un terrorista. Por mucho que vaya con vos, ¿creéis que me dejarán salir así como así?

—Yo tampoco tengo ninguna excusa. Es como si ya hubiera perdido mi trabajo. ¿O me considerarán incluso un criminal como a vos, como cómplice de un terrorista…? —dijo Rodenbach como avergonzado de su propia arrogancia.

El fiscal levantó un paquete del suelo y le ofreció a Hugue un uniforme de policía guardado en una bolsa de papel.

—Pero, bueno, de momento cambiaos y salgamos de aquí. Sobre el resto ya hablaremos con más calma cuando estemos a salvo.

—Parecéis muy seguro de que vamos a salir… —escupió Hugue ante las palabras confiadas del fiscal—. Pero ¿entendéis lo que estáis haciendo, Rodenbach? No sólo perderéis vuestro empleo por esto. Vuestra reputación, vuestra posición… Incluso la vida.

—Quizá. Pero ya estoy al corriente de eso —asintió Rodenbach con tono despreocupado como si estuviera comentando el tiempo del día anterior.

Extendiendo la mano enguantada hacia Hugue, sonrió con cierta timidez.

—Yo soy como vos. Estoy completamente solo. Nadie llorará por mí cuando muera.

Su voz turbada dejaba adivinar un fondo de fuerza. Sin apartar la mirada de los ojos verdes, anunció:

—Además, si os quedáis aquí seguro que os asesinarán los esbirros de D’Alsace. No es mi estilo preocuparme sólo de mi seguridad. Al fin y al cabo, he sido yo quien os ha traído hasta aquí. Tengo que aceptar mi responsabilidad, ¿no? ¿Acaso estoy equivocado, Hugue?

Hugue se quedó mirando la mano que le ofrecían.

Solo en el mundo. Como él. Muchos querían matarle, pero nadie lloraría su muerte. Por eso, no había imaginado que nadie le tendiera la mano. Aquello…

—Pongámonos en marcha.

No se podía decir si se había dado cuenta de la confusión del sacerdote, pero Rodenbach convirtió la mano extendida en un gesto de urgencia y dijo con voz alegre:

—No tenemos mucho tiempo… Y no os gusta charlar, ¿verdad?

—No, no mucho…

Sin saber qué cara poner, Hugue sacó su arma de la bolsa de papel mientras comprobaba con una mano el tacto despiadado del acero, extendió la otra para estrechar la del fiscal.

—Eres un poco duro de mollera, ¿no?

—Ya, me lo dicen a menudo —respondió algo avergonzado Hugue, mirando cómo el fiscal le guiñaba un ojo con aire travieso.

Aun considerando que la vida no tenía sentido, si hubiera tenido un amigo como aquél, su camino habría sido muy distinto. Ni su amigo de la infancia le habría vendido, ni su prometida le habría abandonado. Además, aunque se hubiera visto envuelto en todas aquellas carnicerías, no habría acabado luchando con su propio camarada…

—¿Vamos, compañero?

—Vamos —asintió Hugue, levantándose.

—¿Qué ocurre, padre?

La lluvia seguía cayendo a cántaros, pero ya se acercaba el amanecer. Al ver la figura que apareció entonces en la entrada principal, el guardia de la recepción levantó los ojos con extrañeza. Los policías que charlaban bebiendo café en una esquina del vestíbulo también le echaron una mirada, preguntando:

—¿Qué os trae por aquí a estas horas?

—Soy el padre Mayer, de la iglesia de Notre Dame du Sablon. Limpiando la capilla antes de los maitines hemos encontrado esto en un confesionario —respondió el pequeño sacerdote con una voz extrañamente monótona.

Sin preocuparse del agua que le goteaba de los cabellos, plantó una gran bolsa de viaje frente al guardia.

—Al ver lo que había dentro, hemos pensado que sería mejor traerla de inmediato. Comprobadlo vos mismo, por favor.

—¿Qué hay dentro? —preguntó el vigilante, extrañado.

Si era un objeto perdido ya podrían haberlo traído durante el día… Echando pestes para sí mismo, abrió la bolsa…

—¡Pe…, pero ¿qué es esto?!

El guardia se quedó atónito al ver el contenido de la bolsa: unos cilindros largos atados con un cinturón. Los cilindros estaban unidos por una maraña de cables metálicos y conectados a un pequeño reloj de bolsillo.

—¿¡Una bomba!?

Con un leve ruido, las agujas del reloj se superpusieron. Al mismo tiempo, un resplandor como si el sol hubiera bajado a la tierra, acompañó a un estallido.

—¿¡…!?

La explosión no alcanzó sólo a los guardias, sino a todos los que se hallaban en el vestíbulo. El estallido de luz de la granada aturdidora, compuesta de polvo de aluminio y ácido perclórico, no podía causar heridas mortales, pero tenía la capacidad de abatir a todos los presentes en un lugar. Algunos de los policías fueron capaces de resistir la explosión, pero eso fue más bien una desgracia para ellos. El gas lacrimógeno que siguió al estallido hizo que la sala se llenara de toses.

—Terreno despejado. Inicio de operación de búsqueda de blanco.

Entre la nube de espeso gas, sólo un hombre permanecía en pie, y sin máscara. Desenfundando sus pistolas de doble cañón, Gunslinger echó a andar entre los guardias caídos hacia el fondo del vestíbulo.