II

—¡Ay, Señor! Con tantos riesgos, mi vida es tan frágil como una vela en medio de un huracán.

La catedral era el edificio más grande de Colonia.

Las dos torres negras, que, según se decía, habían necesitado más de seiscientos años para ser completadas, proyectaban sobre el Rin las sombras de sus ciento cincuenta y siete metros de altura. Mirando las dos lunas negras que brillaban entre las torres, Abel lamentaba su desgracia y trazaba círculos con las lágrimas que habían caído sobre el mostrador.

—Por favor, da igual cómo, pero salvadme, por favor, ¡oh, Señor!

—Abel, no tienes ni pizca de clase.

Estaban en la sala de espera del muelle de Colonia, donde llegaban los vapores que remontaban el Rin.

En el mostrador, el joven de larga melena inclinaba el vaso de cerveza Kölsch. Ya fuera por valor o por simple estupidez, al contrario que su colega, se dedicaba a arreglarse el peinado.

—Pedí que te enviaran porque había oído que eras «el mejor hombre del Vaticano», pero la verdad es que me imaginaba a alguien más elegante, más dandi. En fin, que te desharías sin piedad de los enemigos y que, dando un golpe de melena, dirías «misión cumplida», ¿sabes? Pero…

Después de vaciar el tercer vaso de cerveza, el joven, Antonio Borgia, hijo del duque de Valencia, echó una mirada hacia su compañero.

—¡Qué poca distinción!

—Perdón… por ser tan poco elegante.

Ajustándose los bajos de la camisa, que le venía un poco ceñida, Abel lanzó un débil gemido.

La nueva sotana de verano que le habían asignado para la misión había quedado completamente agujereada y, después de caer en aquella zanja cuando se escapaban, Abel había tenido que tirarla entre sollozos. Las ropas que llevaba se las había dejado Antonio. En realidad, no quedaba demasiado bien que un guardaespaldas llevara ropa prestada por la persona a quien protegía.

En su defensa, Abel podía decir que si había propuesto encontrarse con Antonio en la parte más bulliciosa de la ciudad fue pensando precisamente en su seguridad. ¿Quién habría pensado que los esbirros del Nuevo Vaticano serían tan inconscientes como para atacarles en plena vía pública?

No habían dado ni diez pasos tras establecer el contacto y ya les estaban disparando. Encima, lo hicieron con armas automáticas en una calle llena de gente. Eso ya daba a entender cómo estaban de desesperados por recuperar la lista. No iban a detenerse ante nada.

—Por cierto, excelencia, la lista… —empezó Abel, volviendo en sí con un suspiro, mientras jugueteaba de forma desganada con el plato de patatas y chucrut—, ¿dónde se encuentra ahora mismo? ¿Podemos recuperarla en seguida?

—Lo siento, pero aún no puedo decir nada.

Justo entonces entró en la sala una hermosa mujer de piernas largas que se movía de forma provocativa. Siguiendo de manera inconsciente el movimiento de los pechos con la mirada, Antonio encogió los hombros con un ademán elegante.

—Si te lo digo, ya no tendrás ninguna razón para protegerme en serio.

—No debéis preocuparos. Os defenderé contra quien sea. Es mi misión… A propósito, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Abel, ahogando con un suspiro el final de la frase.

Aún faltaban cuatro horas para que llegaran los refuerzos. Si seguían atacándoles de aquella manera, no durarían mucho más. Los sicarios del Nuevo Vaticano tenían más fuerza en Colonia de lo que había imaginado. Dado que no podían fiarse ni de la Iglesia, quedarse allí no sólo era inútil, sino incluso peligroso. Por todo ello…

—Excelencia, tenemos que abandonar la ciudad —decidió Abel, después de consultar la hora de partida del último vapor—. Cuando llegue el equipo de recuperación ya les informaréis de dónde se encuentra escondida la lista. Ahora lo más importante es que salgáis de aquí.

Podían tomar uno de los vapores que remontaba el Rin hasta Dusseldorf y desde allí subir a un tren nocturno hacia Roma.

Sin embargo, Antonio negó con la cabeza.

—Lo siento, pero eso no es posible.

—¿Por qué?

—Es que me mareo. No puedo ir ni en barco ni en tren. Es por un problema del oído interno que…

Abel se dio cuenta de que sonreía como un asesino en serie que buscara su próxima víctima o como su jefa Caterina cuando se enfadaba. Clavando el tenedor con fuerza en una salchicha, sin dejar de sonreír, el sacerdote se quedó mirando a su compañero como si le animara a continuar.

—¿Entonces?

—¿No podemos ir en avión o en dirigible? Claro que aquella vez que salí de viaje con mis papás fuimos en coche cama y tampoco me mareé tanto…

Mientras el joven disfrutaba con sus recuerdos, Abel se dio llevó las manos a la cabeza, gimiendo.

—¡Aaah, Señor, no lo soporto más! ¡Ni que vendiera mis órganos podría permitirme eso! Lo que tenemos que hacer es subir ahora mismo al vapor, ¡aunque os entren ganas de vomitar todo lo que lleváis dentro!

—Pero…

—¡Nada de peros! Voy a comprar los billetes, así que esperadme aquí… ¿Entendido? ¡No os mováis por nada del mundo!

Haciendo callar al joven con una mirada asesina, Abel se levantó. Sin dejar de masajearse la cabeza, que le dolía de forma horrible, se encaminó a la ventanilla.

—Disculpe, dos billetes para Dusseldorf, por favor —le dijo al aburrido vendedor mientras miraba el reloj de la pared.

Era la una. Tenían unas cuatro horas para el amanecer.

—¿Me puede hacer un recibo? A nombre de la Secretaría de Estado del Vaticano.

—¿El Vaticano? ¿Tú?

—Sí, aunque no lo parezca, soy sacerdote… Lo que pasa es que debido a ciertas dificultades me he tenido que poner estas ropas —se explicó, titubeando, Abel ante el hombre, quien le miraba de manera sospechosa. La verdad era que resultaba un problema no llevar la sotana en un momento como ése—. Secretaría de Estado del Vaticano. Aquí está mi número de…

—Un momento…

La elegante voz de un hombre interrumpió a Abel cuando iba a sacar su identificación.

—¿Sois sacerdote?

—Sí, pero…

Abel se giró hacia la voz. Era un hombre muy serio, con las manos metidas en los bolsillos. Llevaba un traje sobrio, pero por sus modales impolutos se podía ver que no era una persona cualquiera.

—¿Puedo preguntaros vuestro nombre?

—Os ruego que me disculpéis. Soy Günther Lenz, inspector de la policía municipal de Colonia —respondió el hombre al mismo tiempo que se sacaba la placa del bolsillo. Con la típica frialdad germánica, el emblema brilló de manera imponente—. Estoy investigando el caso del tiroteo que ha ocurrido hace unas horas en el tranvía de la Hofstrasse… No me andaré con rodeos, padre. Estabais allí, ¿no es así? Hay testigos que afirman haber visto a un sacerdote alto y canoso huyendo del lugar de los hechos.

El policía miró la cabellera de Abel con ojos de halcón. ¿Pensaría que él era el criminal? Aunque no sospecharan de él, si querían tomarle declaración como testigo, era seguro que no llegarían a tiempo de subir al vapor.

—Eeeh…, me parece que ha habido algún error.

«¡Oh, Señor!, perdonadme por decir mentiras».

Haciendo la señal de la cruz para sus adentros, Abel se encogió de hombros teatralmente.

—Además, el mundo está lleno de curas altos, canosos y con gafas…

—Veo que estáis muy bien informado, padre. El sacerdote que buscamos lleva gafas.

—¡Huy…!

Al darse cuenta de que había cavado su propia tumba, Abel se incorporó de un salto ante la intimidante mirada de Lenz. Tenía cambiarse de ropa y salir en seguida de la ciudad. No podía permitirse el lujo de preocuparse por lo que sospecharan de él.

—Me gustaría haceros algunas preguntas más. ¿Me haríais el favor de acompañarme hasta la comisaría?

—¿Eh? Bueno…, la verdad es que tengo un poco de prisa… ¡Ah, claro! ¡Antonio! ¡Excelencia! Contadle al inspector que yo no tengo que ver con ese caso.

—Eso no puedo hacerlo, Abel —respondió con tristeza el joven, que se había acercado—. ¡Soy estudiante de teología! ¡No puedo decir mentiras! Además…

El aristócrata hablaba con serenidad, mirando de modo alternativo al apurado sacerdote y al policía, quien observaba a Abel con ojos cada vez más fríos.

—No pasa nada. La policía nos protegerá. Les contaré lo de la lista…

—¿La lista? ¿De qué lista habláis?

Abel se interpuso con premura entre el joven y Lenz, quien de pronto parecía interesado en el tema.

—¡E…, excelencia, por favor!

Que el Reino Germánico se enterara de la existencia de ese documento del Nuevo Vaticano sería horrible. Era un estado militar bastante inestable y podría intentar apoderarse a su vez de la lista o utilizarla para chantajear al Vaticano. Claro está que la ira de Caterina le daba aún más miedo.

—No mencionéis la lista. Si el Reino Germánico se entera…

—A mí me da lo mismo. Si tanto el Vaticano como el Reino Germánico me protegen, ¿acaso no da igual?

—Pe…, pero ¿¡y aún decís que sois estudiante de teología!? —susurró Abel para que el joven se callara.

De repente, se apagaron todas las luces.

—¿¡Qué…, qué ha pasado!?

—Se ha ido la luz. Qué raro… ¿Y sólo aquí? En otros edificios parece que hay luz…

En medio de la repentina oscuridad resonaban voces confusas.

—¡Tranquilizaos! ¡Tranquilidad, o alguien podría hacerse daño! —gritó Lenz para clamar a la gente; con voz acostumbrada a dar órdenes, empezó a repartir tareas a quienes tenía alrededor—. Que alguien compruebe la llave del gas. Puede ser que haya un escape. Y nada de encender llamas. Hay peligro de que se produzca una explosión.

—Excelencia, no debemos desaprovechar esta oportunidad… —le susurró Abel a Antonio—. Huyamos ahora.

—Pero, Abel, nos han pedido que colaboremos en la investigación de…

—Si nos encierran en la comisaría y nos atacan, no podremos escapar a ningún sitio. Dios nos ha concedido esta gracia: aprovechemos la oscuridad para huir. Sería un sacrilegio dejar pasar esta ocasión.

Sin embargo, no tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que la situación no era un don generoso de Dios, sino una trampa tendida por el diablo.

Abel se dirigía con disimulo hacia la salida cuando, de golpe, las puertas se abrieron de par en par y una figura gigantesca entró en la sala. Enfundado en un abrigo negro, parecía la encarnación del dios de la muerte y empuñaba…

—¿¡No… es… el de antes!?

Cuando el hombre, tocado con un sombrero de fieltro, vio a Abel, el cañón de su arma se levantó hacia el sacerdote como una serpiente venenosa. El agente dio un salto hacia el lado por instinto. Justo después de que lanzara a Antonio contra el suelo, unas horribles lenguas de fuego atravesaron la oscuridad con un ruido que resonaba en el estómago.

—¡Aaaaaaaaaaah!

Las ráfagas llenaron la sala, que no era muy grande, de gritos de dolor.

—E…, esto no pinta nada bien. ¡Por aquí, excelencia!

Sin tiempo ni de sacar su arma, Abel dio un salto por la ventana. Tras la explosión de cristales, el sacerdote echó a correr por la suave pendiente hacia la ribera del río.

—¡Excelencia! ¡Deprisa! ¿¡Eh!?

—¡Detente, Abel! —gritó Antonio después de aterrizar detrás del religioso—. Gana un poco de tiempo y así, mientras, podré escapar.

—¿¡Que gane tiempo!? Pero ¿qué queréis que haga con esos tipos tan peligrosos?

—¡No seas negativo! ¡Tú eres mi protección antibalas!

—¡Pero qué tonter…! ¡Aaaah!

Mientras discutían así, una enorme figura se asomó por la ventana. El arma que empuñaba dirigió su humeante cañón hacia ellos.

—¡Ah, mierda!

Abel logró sacar, por fin, el revólver de percusión de la pistolera. Mientras que Antonio seguía corriendo a su espalda hacia la ribera, el sacerdote apuntó a los perseguidores al mismo tiempo que apretaba el gatillo.

—¡…!

Los dos disparos sonaron casi a la vez, pero sólo se oyó un grito sordo de rabia. El revólver de percusión había disparado a la persiana enrollada sobre la cabeza del adversario. Destrozado el seguro que la sostenía se había extendido, con un ligero ruido, delante del arma automática, cuyo disparo había salido desviado al quedarse el perseguidor sin campo de visión.

—¡Venga, ahora…! ¿Ahora qué hago?

Antonio ya casi había llegado corriendo hasta la orilla. Mientras iba tras él entre las tinieblas, Abel chascó la lengua frustrado.

Ya podían olvidarse del plan de huir por el agua. La estación estaría a esas horas llena de policías. Si pudieran conseguir en algún sitio un coche de punto y esconderse en una posada…

—¡Abel, mira! ¡Una ayuda caída del cielo! —gritó Antonio, lanzando un silbido de admiración.

Un coche de punto acababa de aparecer en el camino. No había en él nadie más que el cochero.

—¡Gracias, Señor! ¡Eeeh, parad el coche!

Abel escondió con rapidez el revólver y empezó a hacer señales con la mano. No era un coche muy grande, pero ocupaba casi todo el ancho del camino.

—¡Deteneos! ¡Dejadnos subir!

—¿Queréis subir? Venga —dijo sonriendo el cochero vestido de negro, sosteniendo un puro en los labios—. Encantado de recibir… vuestros cadáveres.

Los dos jóvenes se pararon en seco, pero el cochero ya había sacado un arma automática de su abrigo negro.